– ¿Qué intenta, echar tierra sobre el diputado muerto? -preguntó en voz alta.
– ¿A qué tengo que echar tierra?
– Dígamelo usted.
– Por lo que yo puedo determinar, inspector Rebus, su propia investigación hasta el momento no ha progresado más allá de una entrevista personal con la hermana del finado. -Tras dejar de alisarse la chaqueta, Steelforth cruzó las manos-. Una entrevista efectuada, además, lamentablemente apenas acababa ella de cumplir con el formalismo de la identificación. -Hizo una pausa teatral-. No pretendo ofenderle, inspector.
– No me considero ofendido, comandante.
– Por supuesto, es posible que se haya ocupado de otros menesteres. He sabido que dos periodistas han estado removiendo las brasas.
Rebus fingió sorpresa. Mairie Henderson y el de noticias del Scotsman con quien había hablado por teléfono. Les debía un favor.
– Bueno -dijo Rebus-, como no hay nada que ocultar, supongo que la prensa no llegará muy lejos. -Hizo una pausa-. Dijo que iban a arrebatarme la investigación, pero no parece que haya sido así.
Steelforth alzó los hombros.
– Porque no hay nada que investigar. Dictamen: muerte por accidente -añadió, separando las manos al ver que llegaban las bebidas con una jarrita de agua y un cuenco con cubitos de hielo.
– ¿Desea dejar la cuenta abierta? -preguntó la camarera.
Steelforth miró a Rebus y negó con la cabeza.
– Sólo tomaremos uno -dijo firmando la nota con el número de habitación.
– ¿Es a cargo del contribuyente -preguntó Rebus- o hay que agradecérselo al señor Pennen?
– Richard Pennen es título de honor para este país -replicó Steelforth sirviéndose agua en exceso-. La economía escocesa, en concreto, se resentiría sin su contribución.
– No sabía que el Balmoral fuese tan caro.
Steelforth entrecerró los ojos.
– Estoy hablando de puestos de trabajo en Defensa, como sabe de sobra.
– ¿Y si le interrogo sobre el fallecimiento de Ben Webster?
Steelforth se inclinó sobre la mesa.
– Supongo que comprenderá que merece un trato deferente.
Rebus olfateó el aroma de la malta y se llevó el vaso a los labios.
– Salud -dijo Steelforth con un gruñido.
– Slainte -respondió Rebus.
– Tengo entendido que usted es amigo de su buen vaso de whisky -añadió Steelforth-. Quizá algo más que un simple vaso.
– Ha hablado con las personas adecuadas.
– A mí, que alguien beba no me importa… siempre que no afecte a su trabajo. Pero también he oído que afecta a su percepción.
– A mi percepción del carácter no -dijo Rebus dejando el vaso en la mesa-. Sobrio o curda, sé muy bien que es usted un cabronazo de primera.
Steelforth fingió un brindis con su vaso.
– Iba a ofrecerle algo para compensar su decepción -dijo.
– ¿Le parezco decepcionado?
– En el caso de Ben Webster no va a llegar a ninguna parte; suicidio o no suicidio.
– ¿De pronto habla ahora de suicidio? ¿Quiere eso decir que hay una nota?
– ¡No hay ninguna maldita nota! -exclamó Steelforth perdiendo la paciencia-. No hay nada de nada.
– Un suicidio muy raro, ¿no cree?
– Muerte casual.
– Ésa es la versión oficial -comentó Rebus alzando de nuevo el vaso-. ¿Qué es lo que iba a ofrecerme?
Steelforth le miró un instante y contestó:
– Hombres a mis órdenes para ese caso de homicidio del que se encarga. He sabido que ya son tres víctimas, y me imagino que no dará abasto. En este momento sólo se ocupan de ello usted y la sargento Clarke, ¿no es así?
– Más o menos.
– Yo dispongo aquí de muchos hombres, Rebus. Muy buenos agentes y con diversidad de especialistas entre ellos.
– ¿Y nos los va a prestar?
– Ésa era mi intención.
– ¿Para que podamos concentrarnos en los homicidios y abandonemos el caso del parlamentario? -Rebus fingió exageradamente reflexionar sobre la propuesta, llegando incluso a juntar las manos y a apoyar la barbilla en la punta de los dedos-. Los centinelas del castillo dijeron que hubo un intruso -añadió en voz baja como si hablara consigo mismo.
– No hay pruebas de ello -replicó Steelforth, al quite.
– Tampoco se ha aclarado por qué estaba Webster en la muralla.
– Saldría a respirar aire fresco.
– ¿Se disculpó por abandonar la sala del banquete?
– Estaría cargado. El oporto, los puros…
– ¿Dijo que salía? -preguntó Rebus mirando a Steelforth.
– No concretamente. La gente se levantaba para ir a estirar las piernas.
– ¿Ha interrogado a todo el mundo? -añadió Rebus.
– A casi todos -respondió el del Departamento Especial.
– ¿Al secretario de Asuntos Exteriores? -añadió Rebus esperando una respuesta que no llegó-. No, creo que no. ¿Y a las delegaciones extranjeras?
– A algunas sí. He hecho bastante de lo que habría hecho usted, inspector.
– Usted no sabe lo que yo habría hecho.
Steelforth asintió con una leve inclinación de cabeza. No había tocado su bebida.
– ¿Y no tiene dudas? -añadió Rebus-. ¿Ninguna pregunta que hacer?
– Ninguna.
– Pero no sabe por qué ocurrió -dijo Rebus meneando la cabeza despacio-. Usted, Steelforth, no tiene nada de policía, ¿sabe? Será un as estrechando manos y en reuniones informativas, pero en lo que a indagaciones respecta apuesto a que no tiene la menor idea. Es un adorno; nada más -añadió levantándose.
– ¿Y qué es usted exactamente, inspector Rebus?
– ¿Yo? -replicó Rebus pensativo un instante-. Yo soy el conserje, digamos; el que le sigue los pasos. -Hizo una pausa buscando cómo rematar la frase-. Le sigue los pasos y le corta el paso, si hace falta.
Mutis por la derecha del escenario.
Antes de abandonar el Balmoral, en el vestíbulo, fue a echar un vistazo al restaurante, cruzando la antesala como quien no quiere la cosa pese a los esfuerzos del personal. Estaba lleno, pero no vio a Richard Pennen en ninguna mesa. Subió la escalinata hasta Princes Street y decidió pasarse por el Café Royal. El pub estaba extrañamente tranquilo.
– Un día fatal -comentó el encargado-. A muchos clientes ni les veremos el pelo estos días.
Después de tomarse dos copas, Rebus caminó por George Street. Habían interrumpido las obras por orden del ayuntamiento y reordenaban la calle con un nuevo sistema de dirección única, complicando la confusión de los conductores. Hasta los agentes de tráfico pensaban que era una torpeza y no ponían gran empeño en hacer cumplir las señales de prohibido el paso. Ahora reinaba la tranquilidad y no quedaban miembros de las huestes de Geldof. Los gorilas de la entrada del Dome le dijeron que el local estaba casi vacío. En Young Street habían cambiado de lado el estrecho carril de una sola dirección. Rebus empujó la puerta del Bar Oxford sonriendo por un comentario que había oído sobre el cambio de direcciones.
«Lo hacen por fases: puedes ir un rato en una dirección y otro en otra.»
– Una pinta de IPA, Harry -dijo sacando el tabaco.
– Quedan ocho meses -musitó Harry, tirando de la palanca de presión.
– No me lo recuerdes.
Harry llevaba la cuenta de los meses que faltaban para que entrase en vigor la ley antitabaco en Escocia.
– ¿Sucede algo en la calle? -dijo uno de los clientes habituales.
Rebus negó con la cabeza, consciente de que en el mundo cerrado de aquel hombre un asesino en serie no entraba en la categoría de suceso.
– ¿No había una marcha? -añadió Harry.
– Es en Calton Hill -dijo otro cliente-. Con el dinero que se están gastando podrían comprarles una cesta de Jenner's a todos los niños africanos.
– Marcando un tanto para Escocia en la escena mundial -añadió Harry señalando con la cabeza hacia Charlotte Square, residencia del primer ministro-. Un precio que Jack piensa que vale la pena.