– Porque el dinero no es suyo -gruñó el cliente-. Mi mujer trabaja en la nueva zapatería de Frederick Street y dice que más les valdría cerrar toda la semana.
– El Royal Bank no abre mañana -añadió Harry.
– Sí, mañana será el peor día -musitó el cliente.
– Y pensar que yo he venido a alegrarme un rato -dijo Rebus.
– De sobra debería saber que no, John -comentó Harry mirándole extrañado-. ¿Otra?
Rebus no estaba muy decidido, pero asintió con la cabeza.
Tras dos pintas más y devorar el último panecillo relleno que quedaba en el expositor, decidió irse a casa. Había leído el Evening News, visto las noticias del Tour de Francia en la tele y escuchado nuevas protestas por la reordenación de la calle.
– Si no la dejan como antes, mi mujer dice que más vale que cierren la tienda donde trabaja. ¿Se lo he comentado? Está empleada en esa nueva zapatería de Frederick Street.
Harry puso los ojos en blanco y Rebus fue hacia la puerta. La alternativa era ir a casa andando o llamar a Gayfield para ver si había algún coche patrulla de servicio que le recogiera. Muchos taxis evitaban el centro, pero ante el Hotel Roxburghe podría intentarlo tratando de hacerse pasar por turista pudiente.
Oyó abrirse las puertas pero tardó en darse la vuelta. Sintió que le agarraban de los brazos y tiraban de él hacia atrás.
– ¿Unas copas de más? -ladró una voz-. No te vendrá mal una noche en el calabozo, hijo.
– ¡Soltadme! -replicó Rebus retorciéndose inútilmente.
Sintió las esposas de plástico rodearle las muñecas, bien prietas para impedir la circulación, de aquellas que no había manera de aflojar una vez puestas si no era cortándolas.
– ¿Qué demonios es esto? -exclamó entre dientes-. Soy del DIC.
– No me lo pareces -replicó la voz-. Apestas a cerveza y a tabaco, y vistes como un pordiosero.
Era acento inglés; tal vez de Londres. Rebus vio un uniforme y otros dos a continuación. Eran rostros sombríos, o morenos quizá, pero angulosos y decididos. Tenían una furgoneta pequeña y sin distintivos, con las puertas traseras abiertas, y le empujaron dentro.
– Llevo el carné del DIC en el bolsillo -dijo, sentándose en un banco.
Las ventanillas estaban pintadas de negro, protegidas por fuera con rejilla metálica, y olía ligeramente a vómito. Otra rejilla separaba la parte de atrás de los asientos delanteros con un tablero de contrachapado que impedía el paso.
– ¡Es un grave error! -exclamó Rebus.
– A otro perro con ese hueso -respondió uno.
La furgoneta se puso en marcha. Rebus vio unos faros por la ventanilla de atrás. Era lógico: tres no cabían delante; irían en otro vehículo. Daba igual que le llevaran a Gayfield Square, al West End o a St. Leonard, porque allí le conocían; no había por qué preocuparse, salvo por los dedos hinchados y la falta de circulación. Sentía también un dolor tremendo en los hombros, forzados hacia atrás por las esposas, y durante el trayecto tuvo que abrir las piernas para no caerse; iban tal vez a noventa y sin parar en los semáforos. Oyó chillar a dos peatones. Circulaban sin sirena, pero la luz del techo lanzaba destellos, aunque el coche que les seguía rodaba sin sirena ni luz de destellos. Por tanto no era un coche patrulla y aquello tampoco era precisamente un vehículo según las ordenanzas. Le dio la impresión de que iban en dirección este, hacia Gayfield, pero de pronto doblaron bruscamente a la izquierda hacia la Ciudad Nueva, traqueteando cuesta abajo, y se dio con la cabeza en el techo.
«¿Dónde demonios…?» Si había estado borracho, ahora ya iba sereno. El único destino que se le ocurría era Fettes, pero era la jefatura; no iban a llevar a borrachos a dormir la mona a la sede de los jefazos, James Corbyn y sus amigotes. Bien; giraban a la izquierda en Ferry Road, pero no doblaban en dirección a Fettes.
Sólo quedaba la comisaría de Drylaw; un baluarte perdido al norte de Edimburgo. Precinto Trece, la llamaban algunos. Un triste cobertizo. Pararon en la puerta, lo sacaron de mala manera y le hicieron entrar. No había nadie de servicio en el mostrador y aquello estaba desierto. Mientras lo llevaban al fondo hasta la sección de las celdas, todas ellas con la puerta abierta, sintió que cedía la presión en una muñeca y la sangre volvía a circular por los dedos. Le hicieron entrar de un empujón y tambaleándose en una de las celdas y cerraron de golpe.
– ¡Eh! -gritó-. ¿Qué broma es ésta?
– ¿Tenemos pinta de bromistas, hijo? ¿O piensas que se trata de un episodio de Dirty Sánchez? -Oyó una risa tras la puerta.
– Que duermas bien -añadió otra voz- y no des la lata, que no tengamos que entrar a administrarte uno de nuestros sedantes especiales, ¿verdad, Jacko?
Le pareció oír mascullar algo entre dientes y se hizo un silencio. Comprendió por qué: se les había escapado el nombre de Jacko.
Trató de precisar el recuerdo de sus caras para mejor obtener su eventual revancha, pero sólo recordaba que eran morenos o curtidos, aunque, desde luego, su voz no la olvidaría. No había nada raro en los uniformes, salvo que no llevaban insignias en las hombreras. Sin insignias no podía saber quiénes eran.
Pegó patadas a la puerta y metió la mano en el bolsillo para sacar el teléfono.
No lo tenía. Se lo habían quitado o se le había caído. Pero conservaba la cartera y el carné de policía, tabaco y encendedor. Se sentó en la fría repisa de cemento que hacía de cama y se miró las muñecas; la esposa de plástico le oprimía aún la izquierda, pero le habían cortado la de la derecha. Comenzó a masajearse el brazo de arriba abajo, la muñeca, la palma y los dedos para restablecer la circulación. Con el encendedor podía quemarla, pero se abrasaría la piel. Encendió un cigarrillo e intentó calmarse, fue de nuevo a la puerta y dio golpes con el puño; luego, de espaldas a ella, siguió golpeándola con el talón.
Recordó que siempre que iba a las celdas en St. Leonard se oía aquel tamborileo: bum, bum, bum, y las manidas bromas sobre el ojo de la cerradura.
Bum, bum, bum. El sonido de la inútil esperanza. Volvió a sentarse. No había váter ni lavabo; sólo un cubo en el rincón y, en la pared, restos de heces y graffiti arañados en el enlucido: «Big Malky manda», «Pandilla de Wardie», «Hearts hijos de puta». Y otro increíble de alguien que sabía latín, encerrado allí: Nemo me impune lacessit. En escocés, Whau Daur Meddle Wi'Me, o su equivalente: «Si me jodéis, os jodo».
Rebus volvió a levantarse; ya sabía lo que sucedía. Debió de imaginárselo desde el principio: Steelforth.
Le resultaría fácil disponer de algunos uniformes y enviar un comando de tres de sus hombres; los mismos que le había ofrecido a él. Probablemente le habrían visto salir del hotel, le habrían seguido de un pub a otro hasta el lugar apropiado y la calle del Bar Oxford era ideal.
– ¡Steelforth! -gritó en la puerta-. ¡Venga aquí a hablar conmigo! ¿Es tan cobarde como matón?
Pegó el oído a la puerta pero no se oía el menor ruido; la mirilla y la ventanilla para pasar la comida estaban cerradas. Paseó por la celda, abrió la cajetilla, pero pensó que debía racionar los pitillos. Cambió de idea y, al ir a encender uno, el encendedor chisporroteó con una llamita. Cara o cruz, a ver qué se acababa antes. Su reloj marcaba las diez en punto; faltaba rato para el amanecer.
LUNES 4 DE JULIO
Capítulo 8
Le despertó el ruido de la llave en la cerradura. La puerta se abrió con un chirrido y lo primero que vio fue un agente joven de uniforme, atónito y con la boca abierta. A su izquierda, el inspector jefe James Macrae con cara de indignación y despeinado. Rebus miró el reloj: casi las cuatro; es decir, la madrugada del lunes.