– ¿Tienen una navaja? -preguntó con la boca seca, mostrándoles la muñeca hinchada, la palma y los dedos blancos.
El agente sacó un cortaplumas del bolsillo.
– ¿Cómo entró aquí? -preguntó con voz temblorosa.
– ¿Quién guardaba el fuerte anoche a las diez?
– Recibimos una llamada -respondió el agente- y cerramos al salir.
Rebus no tenía motivo para dudar de la explicación.
– ¿Y cómo fue?
– Fue una falsa alarma. Cuánto lo siento… ¿Por qué no gritó o hizo algo?
– Supongo que no hay nada anotado en el registro.
Las esposas cayeron al suelo y Rebus comenzó a frotarse los dedos para desentumecérselos.
– Nada. Y cuando las celdas están vacías no hacemos inspección.
– ¿Sabían que estaban vacías?
– Las vaciamos por si había que encerrar a los alborotadores.
Macrae miró la mano izquierda de Rebus.
– Eso tendrá que verlo un médico -dijo.
– No es nada -replicó Rebus con un rictus-. ¿Cómo me ha encontrado?
– Recibí un mensaje de texto en el teléfono que estaba recargándose en mi estudio; el pitido despertó a mi esposa.
– ¿Puedo verlo?
Macrae le tendió el teléfono. En la parte superior de la pantalla aparecía el número desde el que habían llamado con un mensaje en mayúsculas debajo: REBUS EN UN CALABOZO DE DRYLAW. Rebus pulsó el botón de devolver llamada, pero la conexión le remitió a un contestador automático que anunciaba que el número no pertenecía a ningún cliente. Devolvió el teléfono a Macrae.
– Según la pantalla, la llamada fue a medianoche.
Macrae desvió la mirada.
– Tardamos algo en oírlo -dijo en voz baja. Pero a continuación, imbuido de la importancia de su cargo, irguió el torso-. ¿Quieres explicarme qué sucedió?
– Una broma de los muchachos -contestó, improvisando, y sin dejar de flexionar la muñeca izquierda, pero sin traslucir el dolor que sentía.
– ¿Nombres?
– Ni nombres, ni castigo, señor.
– ¿Y qué contestamos al mensaje?
– Ese número ya no existe, señor.
– Unas copas de más anoche, ¿eh? -comentó Macrae mirándole de arriba abajo.
– Algunas -respondió él-. ¿No habrán dejado un móvil en el mostrador por casualidad? -añadió mirando al agente uniformado.
El joven negó con la cabeza. Rebus se inclinó hacia él.
– Si esto trasciende se reirán a mi cuenta, pero todavía más de vosotros. Las celdas sin revisar, la comisaría sin nadie, la puerta abierta…
– Cerramos la puerta -alegó el agente.
– En cualquier caso, no quedaréis en muy buen lugar, ¿no crees?
Macrae dio una palmadita en el hombro al agente.
– Que todo quede entre nosotros, ¿de acuerdo? Bien, vamos, inspector Rebus, le dejaré en su casa antes de que vuelvan a cerrar las barreras.
Fuera, en la calle, Macrae se detuvo al llegar a su Rover.
– Comprendo que quieras que esto no se sepa, pero ten la seguridad de que, si doy con los culpables, lo sentirán.
– Sí, señor -dijo Rebus-. Lamento haber sido la causa.
– No es culpa tuya, John. Vamos, sube.
Cruzaron Edimburgo en dirección sur sin hablar cuando ya comenzaba a amanecer. Pasaban camionetas de reparto y algún peatón con cara de sueño, pero el nuevo día era una incógnita. Aquel lunes estaba programado el «Carnaval Alegría a Tope», para la policía, eufemismo de disturbios; era el día en que la Clown Army, los Wombles y el Black Bloc entraban en acción y tratarían de cerrar la ciudad. Macrae puso la radio y sintonizó una emisora local a tiempo de escuchar un resumen de noticias: un conato de precintar con cadenas los surtidores de una gasolinera en Queensferry Road.
– Lo del fin de semana fue un aperitivo -comentó Macrae al parar en Arden Street-. Bien, espero que te hayas divertido.
– Ha sido estupendo y relajante, señor -contestó Rebus abriendo la portezuela-. Gracias por traerme -añadió dando unas palmaditas en el techo del coche.
Miró como se alejaba y subió los dos tramos de escaleras buscando las llaves en los bolsillos. No las tenía.
Claro que no: estaban allí, en la cerradura. Lanzó una maldición, abrió y entró con el manojo de llaves apretado en el puño derecho; pasó al vestíbulo de puntillas. No oía ruido ni se veían luces. Llegó con sigilo hasta las puertas de la cocina y el dormitorio y entró en el cuarto de estar. Las notas del caso Colliar no estaban, por supuesto, porque se las había llevado a Siobhan, pero la información que le había recopilado Mairie Henderson sobre Pennen Industries y el diputado Ben Webster yacía esparcida por el suelo. Cogió el móvil de la mesa. Muy amables por devolvérselo. Se preguntó si habrían examinado muy a fondo las llamadas de entrada y salida y los mensajes de texto. En realidad, le tenía sin cuidado porque los borraba al final del día. Lo que no era óbice para que estuvieran ocultos en el chip, y ellos tendrían autoridad para pedir a su compañía telefónica las grabaciones; siendo del SOI2 no existirían muchos impedimentos.
Fue al cuarto de baño y abrió el grifo. Siempre tardaba un poco en salir el agua caliente. Se pasaría un buen cuarto de hora bajo la ducha. Miró en la cocina y en los dos dormitorios y no vio nada desordenado, lo que, en sí, tampoco significaba gran cosa. Llenó el hervidor y lo enchufó. ¿Habrían colocado micrófonos? No podía comprobarlo, no sería tan sencillo descubrirlo con sólo destornillar la placa inferior del teléfono. Tenía toda la información sobre Pennen tirada por el suelo, pero no se la habían llevado. ¿Por qué? Porque sabían que no le era difícil reuniría otra vez; al fin y al cabo, era de dominio público y bastaba con darle al ratón.
Porque no tenía importancia.
Porque con ella no iba a llegar a descubrir lo que Steelforth trataba de ocultar.
Y le habían dejado las llaves en la cerradura y el teléfono a la vista para mayor recochineo. Volvió a flexionar la muñeca izquierda, pensando en cómo podía saberse si tenía un coágulo o trombosis. Se llevó el té al cuarto de baño, cerró el grifo del lavabo, se desvistió y se metió en la ducha. Trataría de dejar su mente en blanco sobre las últimas setenta y dos horas escuchando su disco para una isla desierta, pero no acababa de decidir qué canción de Argus le apetecía oír. Estaba considerándolo todavía mientras salía de la ducha secándose, cuando de pronto se encontró tarareando «Tira la espada».
– Eso sí que no -manifestó ante el espejo.
Decidió dormir, después de cinco horas de intranquilidad, encogido sobre una plancha de cemento. Pero primero tenía que recargar el teléfono. Lo enchufó y optó por mirar si tenía mensajes. Había uno de texto del mismo número anónimo: ACORDEMOS UNA TREGUA.
Enviado apenas hacía media hora. Lo que quería decir dos cosas: que sabían que estaba en casa y que el número «inexistente» volvía a funcionar. Pensó en una docena de respuestas, pero al final decidió desenchufarlo otra vez. Tomó otra taza de té y se dirigió al dormitorio.
Pánico en las calles de Edimburgo.
Siobhan nunca había visto aquella tensión en la ciudad. Ni durante los partidos de los dos equipos de fútbol locales, Hibs y Hearts, ni durante las manifestaciones de republicanos y unionistas. El aire era más denso, como surcado por una corriente eléctrica. Y no sólo en Edimburgo; habían montado un Campamento por la Paz en Stirling, donde se habían producido esporádicos brotes de violencia. Y todavía faltaban dos días para el inicio de las reuniones del G-8, pero ya habían llegado algunas delegaciones. Gran número de estadounidenses se alojaban en el balneario de Dunblane, a pocos minutos en coche de Gleneagles; algunos periodistas extranjeros habían encontrado habitación en hoteles más alejados, en Glasgow, y los funcionarios japoneses ocupaban numerosas habitaciones del Sheraton de Edimburgo, cerca del barrio financiero. Por instinto, Siobhan pensó que lo mejor era entrar al aparcamiento del hotel, pero una cadena se lo impedía. Se le acercó un agente uniformado en cuanto bajó el cristal de la ventanilla y le enseñó el carné de policía.