– Muy bien.
– Se llama Bain -«Eric Bain el de la novia pechugona». Siobhan se rebulló en el asiento y se aclaró la garganta-. Es sargento, como yo. ¿A qué hora de esta tarde le viene bien?
– Tienes aspecto de enfermo -dijo Mairie Henderson a Rebus, que se esforzaba por acoplarse en el asiento de su coche deportivo.
– No he dormido bien -replicó él. Lo que no le dijo fue que le había despertado su llamada a las diez-. ¿Puede echarse este asiento más hacia atrás?
Ella se agachó y presionó una palanca que disparó el asiento hacia atrás. Rebus se volvió para ver qué espacio quedaba a su espalda.
– Conozco todos los chistes de Douglas Bader -le advirtió ella- y todos los de piernas.
– Pues ya la he pringado -dijo él abrochándose el cinturón de seguridad-. Por cierto, gracias por la invitación.
– Pagarás tú las copas.
– ¿De qué copas hablas?
– Es el pretexto para presentarnos allí -contestó ella yendo hacia el final de Arden Street. Girando a la derecha y luego a la izquierda saldrían a Grange Road y de allí a Prestonfield House en cinco minutos.
El Hotel Prestonfield House era uno de los secretos a voces de Edimburgo. Rodeado de chalés de los años treinta y con vistas a los suburbios de Craigmillar y Niddrie, no parecía estar en el lugar ideal para una mansión de estilo regional escocés, pero el vasto terreno que lo circundaba, incluido un campo de golf, le confería intimidad. La única ocasión en que había aparecido en los periódicos, que Rebus supiera, fue cuando un diputado del Parlamento escocés quiso prender fuego a las cortinas al final de una fiesta.
– Quería preguntártelo por teléfono -dijo Rebus.
– ¿El qué?
– ¿De qué conoces este sitio?
– Contactos, John. Un periodista no debe salir de casa si no los tiene.
– Lo que sí te has dejado en casa son los frenos de esta trampa mortífera.
– Es un coche para correr y no reacciona bien si va despacio -replicó ella, aunque levantó un poco el pie del acelerador.
– Gracias -dijo él-. Bueno, ¿cuál es el acontecimiento?
– Un desayuno, larga su rollo y almuerzo.
– ¿Dónde exactamente?
Ella se encogió de hombros.
– En una sala de reuniones, supongo. Quizás en el restaurante del almuerzo -dijo señalando la entrada de coches del hotel.
– ¿Y nosotros a qué venimos?
– En busca de un poco de tranquilidad y de paz huyendo del jaleo de esta semana. Y a tomarnos un té para dos.
Unos empleados aguardaban ya a la entrada y Mairie les expuso lo que deseaban. Había una habitación a la izquierda donde podían complacerles, y otra a la derecha, después de una puerta cerrada.
– ¿Se celebra algo ahí? -preguntó Mairie señalándola.
– Hay una reunión de negocios -contestó el empleado.
– Bien, si no meten mucho jaleo, estaremos bien aquí -dijo ella entrando en la habitación contigua.
Rebus oyó graznido de faisanes afuera en el césped.
– ¿Desean tomar té? -preguntó el joven.
– Para mí, café -dijo Rebus.
– Yo, té con menta, si tienen -dijo Mairie-. Si no, manzanilla.
Nada más salir el empleado, ella pegó el oído a la pared.
– Yo pensaba que la electrónica había sustituido a lo de escuchar a través de las paredes -comentó Rebus.
– Si está a tu alcance -musitó Mairie apartando el oído-. Sólo se oyen susurros.
– Reserva la primera página.
Mairie, sin hacerle caso, acercó una silla a la puerta para ver si alguien entraba o salía de la reunión.
– Seguro que el almuerzo es a las doce en punto, con lo que el anfitrión se gana sus simpatías -dijo mirando el reloj.
– Yo traje a una mujer a almorzar aquí una vez -comentó Rebus pensativo-. Después tomamos café en la biblioteca. Está en el piso de arriba y tiene unas paredes como de cuajada roja. Me dijeron que era cuero.
– ¿Forro de cuero? Qué estrafalario -comentó Mairie con una sonrisa.
– Por cierto, no te he dado las gracias por no haber perdido tiempo en contarle a Cafferty las novedades sobre Cyril Colliar -añadió él mirándola a los ojos, y ella tuvo el buen talante de ruborizarse ligeramente.
– No hay de qué -dijo.
– Es muy agradable saber que cuando yo te doy una información confidencial tú se la pasas al peor bandido de Edimburgo.
– Ha sido una vez, John.
– Una vez muy a menudo.
– La muerte de Colliar le tiene atormentado.
– Como me gusta a mí verlo.
Ella esbozó una sonrisa cansada.
– Una sola vez; por favor… -repitió-. Y no te olvides de agradecerme el gran favor que te hago.
Rebus optó por no contestar y salió al vestíbulo. El mostrador de recepción quedaba al fondo, a continuación del restaurante. Había cambiado algo desde que él se hubo gastado media paga en aquella invitación. Los cortinajes eran pesados, los muebles raros y había flecos por doquier. Un hombre de piel oscura con traje azul de seda pasó junto a él y le dirigió una leve reverencia.
– Buenos días -dijo Rebus.
– Buenos días -respondió el hombre, en tono seco-. ¿Está a punto de acabar la reunión?
– No lo sé.
– Lo siento, creí que tal vez… -dijo el hombre repitiendo la reverencia y, dejando la frase en el aire, continuó hasta la puerta, a la que llamó antes de entrar.
Mairie se había asomado a mirar.
– No ha llamado de ningún modo raro -comentó Rebus.
– No es una reunión de masones.
Rebus no estaba muy seguro. Al fin y al cabo, ¿qué era el G-8, sino un club privado?
Volvió a abrirse la puerta y salieron dos hombres, que fueron hasta el camino de entrada de coches, donde se pararon a encender un cigarrillo.
– Debe de ser el descanso para el almuerzo -aventuró Rebus y entró con Mairie en el reservado para mirar a los que salían.
Algunos tenían aspecto africano y otros parecían asiáticos y de Oriente Medio, e incluso vestían lo que debía de ser el atuendo típico de sus respectivos países.
– Quizá de Kenia, de Sierra Leona o de Nigeria -musitó Mairie.
– Lo que quiere decir que no tienes ni idea -replicó Rebus en voz baja.
– La geografía nunca fue mi fuerte -dijo ella cruzando los brazos.
Un hombre de imponente estatura se unió al resto, estrechando manos y hablando con unos y otros. Rebus lo reconoció por los recortes de prensa de Mairie. Tenía un rostro alargado, bronceado, con arrugas, y pelo castaño con algo de tinte. Llevaba un traje de raya diplomática e impecable camisa blanca de puños almidonados; sonreía a todos y parecía conocerles personalmente. Mairie retrocedió unos pasos dentro del reservado, pero Rebus permaneció en el umbral de la puerta. Richard Pennen era fotogénico, y aunque en persona su rostro era algo más escuálido y de párpados más pesados, no dejaba de tener un aspecto insultantemente saludable, como si hubiera pasado el fin de semana en una playa tropical. Le flanqueaban sus secretarios, susurrándole datos al oído, como garantía de que aquella fase de la jornada, igual que la anterior y la sucesiva, discurriría sin el menor tropiezo.
De pronto un empleado tapó la visión a Rebus. Llevaba la bandeja con el té y el café y, al apartarse para dejarle pasar, Rebus advirtió que había llamado la atención de Pennen.
– Creo que es tu ronda -dijo Mairie.
Rebus se dio la vuelta para entrar en el reservado y pagar la consumición.
– Vaya, vaya, el inspector Rebus.
La profunda voz era la de Richard Pennen. Estaba a pocos pasos de la puerta, flanqueado por sus secretarios.
Mairie dio unos pasos hacia él y le tendió la mano.
– Señor Pennen, soy Mairie Henderson. Qué terrible tragedia, la otra noche en el castillo…
– Terrible -repitió Pennen.
– Tengo entendido que usted asistía a la cena.