– Efectivamente.
– Es una periodista, señor -dijo uno de los secretarios.
– Nunca lo habría pensado -añadió Pennen con una sonrisa.
– Me pregunto yo -añadió Mairie lanzada- ¿por qué pagaba usted la estancia del señor Webster en el hotel?
– Yo no. Mi empresa.
– ¿Cuál es su interés en la reducción de la deuda, señor?
Pero Pennen centraba su atención en Rebus.
– Me dijeron que quizá me lo encontraría -dijo.
– Qué bien que cuente con el comandante Steelforth en su equipo.
Pennen miró a Rebus de arriba abajo.
– La descripción que me dio no le hace justicia, inspector -dijo.
– De todos modos, fue muy amable en tomarse la molestia.
«Porque quiere decir que le he puesto nervioso», pensó en añadir Rebus.
– ¿Se da cuenta de lo que le puede caer si diéramos parte de esta intromisión?
– Estamos tomando una taza de té, señor -replicó Rebus-. En mi opinión, es más bien usted quien se entromete.
Pennen volvió a sonreír.
– Muy ingenioso -comentó volviéndose hacia Mairie-. Ben Webster era un excelente diputado y secretario del parlamento, señorita Henderson, y muy escrupuloso en sus funciones. Como sabrá, cualquier obsequio en metálico de parte de mi empresa debe figurar en la lista de patrimonio de los diputados.
– No ha respondido a mi pregunta.
A Pennen le tembló la mandíbula y respiró hondo.
– Pennen Industries realiza la mayor parte de sus negocios en el extranjero, pregunte a su redactor jefe de economía y se enterará de la importancia de nuestro volumen de exportación.
– De armas -añadió Mairie.
– De tecnología -replicó Pennen-. Y es más, destinamos dinero a algunos de los países más pobres. Es de lo que se ocupaba Ben Webster -añadió volviendo a mirar a Rebus-. No hay ninguna tapadera, inspector. David Steelforth se limita a cumplir con su deber. En los próximos días se firmarán seguramente muchos contratos y se dará luz verde a grandes proyectos. Se han hecho los contactos para asegurar puestos de trabajo. No se trata del tipo de asunto de buena conciencia que los medios de comunicación dan a entender. Bien, si me disculpan… -añadió dándoles la espalda, para regocijo de Rebus al ver que en el tacón de sus elegantes zapatos de cuero negro llevaba pegado algo que habría apostado que era mierda de faisán.
Mairie se dejó caer en el sofá, que crujió como quejándose.
– Maldita sea -exclamó sirviéndose té.
Rebus notó el olor a menta y se sirvió de la pequeña cafetera.
– Repíteme cuánto cuesta todo esto -dijo.
– ¿El G-8? -Mairie aguardó a que él asintiera con la cabeza y expulsó aire como tratando de recordar-. ¿Ciento cincuenta?
– ¿Millones?
– Millones.
– Y todo para que hombres de negocios como el señor Pennen puedan seguir comerciando.
– Hombre, puede que sea por «algo» más -añadió Mairie sonriendo-, pero tienes razón; en cierto sentido las decisiones ya están tomadas.
– Así que lo de Gleneagles no será más que un bonito banquete y unos cuantos apretones de manos ante las cámaras.
– Para publicidad de Escocia -aventuró Mairie.
– Sí, claro -comentó Rebus apurando el café-. Tal vez debiéramos quedarnos a almorzar y ver si podemos fastidiar un poco más a Pennen.
– ¿Estás seguro de que puedes pagarlo?
Rebus miró a su alrededor.
– Por cierto, ese lacayo no me ha devuelto el cambio.
– ¿El «cambio»? -dijo Mairie riendo.
Rebus comprendió y decidió vaciar la cafetera hasta la última gota.
Según informaba el noticiario televisivo, el centro de Edimburgo era zona de guerra.
A las dos y media del lunes normalmente en Princes Street había gente cargada de bolsas, y en el contiguo parque de los Gardens gente paseando o descansando en sus bancos conmemorativos.
Aquel lunes no.
El presentador cortó para dar paso a imágenes de la protesta en la base naval de Faslane, albergue de los cuatro submarinos Trident de Gran Bretaña, asediada por unos dos mil manifestantes. La policía de Fife se hacía cargo del control de la carretera del puente Forth por primera vez en la historia, parando a todos los coches en dirección norte para hacer un registro. Las carreteras que salían de la capital estaban bloqueadas por sentadas de manifestantes y cerca del Campamento por la Paz en Stirling se habían producido refriegas.
En Princes Street había disturbios y la policía esgrimía las porras en plan disuasorio tras unos escudos redondos que Siobhan no había visto hasta entonces. En la zona de Canning Street seguía habiendo jaleo y los manifestantes cortaban el tráfico en el distribuidor del sector Oeste. El estudio volvió a dar la imagen de Princes Street. Los manifestantes eran pocos comparados no ya con los agentes de policía, sino con las cámaras. Había muchos empujones por ambos bandos.
– Intentan provocar el enfrentamiento -dijo Eric Bain, que había ido a Gayfield para mostrar a Siobhan lo poco que había descubierto.
– Podía haber esperado a que hubieras ido a casa de la señora Jensen -comentó ella.
Bain se encogió de hombros.
Estaban solos en la oficina del DIC.
– ¿Ves lo que hacen? -dijo Bain señalando la pantalla-. Un manifestante se adelanta y retrocede entre la multitud, el agente más próximo esgrime la porra y los periodistas toman una foto de algún infeliz en primera fila que recibe el golpe, mientras que el provocador desaparece en las filas de atrás, y espera la ocasión para repetirlo.
– Y así parece que actuamos con mano dura -comentó Siobhan, asintiendo con la cabeza.
– Que es lo que pretenden los alborotadores -añadió Bain cruzando los brazos-. Después de Génova han aprendido muchos trucos.
– Y nosotros también -dijo Siobhan-. En primer lugar la estrategia de contención. Ya hace cuatro horas que tienen acorralado al grupo de Canning Street.
En el estudio de televisión uno de los presentadores dio línea directa a Midge Ure, que exhortaba a los manifestantes a marcharse a casa.
– Lástima que no puedan verle -comentó Bain.
– ¿Vas a hablar con la señora Jensen? -preguntó Siobhan.
– Sí, jefa. ¿Hasta dónde debo presionarla?
– Yo ya la he advertido de que podríamos acusarla de obstrucción a la justicia. Recuérdaselo -añadió escribiendo la dirección de los Jensen en una hoja de la libreta, que arrancó y tendió a Bain.
Éste miraba otra vez la pantalla del televisor con más escenas de Princes Street; había manifestantes encaramados al monumento de Escocia y otros traspasaban la verja del parque, daban patadas a los escudos, arrojaban a la policía terrones de tierra y a continuación, bancos y papeleras.
– Se está poniendo feo -musitó Bain. La pantalla centelleó y apareció otro escenario: Torphichen Street, sede de la comisaría del West End. Allí lanzaban palos y botellas-. Menos mal que no estamos cercados allí.
– No; pero lo estamos aquí -comentó Siobhan.
– ¿Preferirías encontrarte en pleno jaleo? -preguntó él mirándola.
Siobhan se encogió de hombros y miró a la pantalla. Una mujer llamaba al estudio de televisión a través del móvil; había salido de compras y se encontraba atrapada como tantos otros en la sucursal de British Home Stores de Princes Street.
– Nosotros somos simples espectadores -decía- y lo que queremos es salir, pero la policía nos trata como si fuéramos alborotadores… Madres con niños, ancianos…
– ¿La policía se emplea con mano dura? -preguntó el presentador del estudio.
Siobhan cambió de canales con el mando a distancia: Colombo en uno, Diagnosis: Asesinato en otro, y una película en el canal cuatro.
– Es Kidnapped -dijo Bain-. Es estupenda.
– Lo siento -dijo ella, buscando otro canal de noticias.