Выбрать главу

Los mismos disturbios captados desde otro ángulo y el mismo manifestante de Canning Street seguía sentado en lo alto de la tapia, balanceando las piernas, y sólo se le veían los ojos por la abertura del pasamontañas. Tenía un móvil arrimado al oído.

– Eso me recuerda -dijo Bain- que me ha llamado Rebus para preguntarme cómo es posible que un número fuera de servicio siga en activo.

Siobhan le miró.

– ¿Te dijo para qué? -Bain negó con la cabeza-. ¿Y tú qué le has dicho?

– Se puede clonar la tarjeta del móvil o configurarlo para hacer llamadas únicamente -respondió Bain encogiéndose de hombros-. Hay muchas maneras de hacerlo.

Siobhan asintió con la cabeza y volvió a mirar la pantalla. Bain se pasó una mano por la nuca.

– ¿Qué te pareció Molly? -preguntó.

– Eres un hombre afortunado, Eric.

– Es lo que me digo yo -replicó con una sonrisa de oreja a oreja.

– Dime una cosa -añadió Siobhan reprochándose en su interior plantear semejante pregunta-, ¿es siempre tan nerviosa?

A Bain se le borró la sonrisa del rostro.

– Perdona, Eric, no he debido decirlo.

– Tú le has caído bien -añadió Bain-. Es un trozo de pan.

– Es estupenda -dijo Siobhan, sintiendo que fingía-. ¿Cómo os conocisteis?

Bain se quedó helado un instante.

– En una discoteca -respondió, sobreponiéndose.

– No pensaba yo que se te diera el baile, Eric -dijo ella mirándole.

– Molly baila divinamente.

– Tiene cuerpo para ello…

Sintió alivio al oír sonar su móvil. Esperaba con toda su alma que fuese una excusa para irse de allí, pero era el número de sus padres.

– Diga.

Al principio pensó que el ruido eran parásitos de la línea, pero inmediatamente comprendió que oía gritos, abucheos y silbidos. Los mismos ruidos del reportaje sobre Princes Street.

– ¿Mamá? -dijo-. ¿Papá?

Oyó una voz: era su padre.

– Siobhan, ¿me oyes?

– ¿Papá? ¿Qué demonios hacéis ahí?

– Tu madre…

– ¿Qué? Papá, dile que se ponga, haz el favor.

– Tu madre…

– ¿Qué ocurre?

– Estaba sangrando… La ambulancia…

– ¡Papá, no se te oye! ¿Dónde estáis exactamente?

– El quiosco… El parque… Gardens…

La comunicación se cortó. Siobhan miró el pequeño rectángulo de la pantalla.

– Llamada perdida -musitó.

– ¿Qué sucede? -preguntó Bain.

– Son mis padres… Están ahí -añadió señalando el televisor con la barbilla-. ¿Me llevas en tu coche?

– ¿Adónde?

– Ahí -respondió ella esgrimiendo un dedo contra la pantalla.

Capítulo 9

No pasaron de George Street. Siobhan se bajó del coche, le dijo a Bain que no se olvidara de los Jensen y él le dijo a ella, al cerrar la portezuela de golpe, que tuviera cuidado.

Allí había también manifestantes corriendo por Frederick Street. Los empleados de las tiendas miraban fascinados y horrorizados desde dentro de los establecimientos y detrás de los escaparates, los peatones se arrimaban a la pared para no mezclarse y el suelo estaba lleno de restos. Hicieron retroceder a los manifestantes hacia Princes Street y nadie intentó detener a Siobhan al cruzar el cordón policial hacia allí. Entrar era fácil; salir sería otra cosa.

Sólo había un quiosco, que ella supiera, junto al monumento de Escocia. Se encontró cerradas las puertas del parque y fue directamente a la verja. Las escaramuzas se habían trasladado al interior del parque y volaba basura mezclada con piedras y otros proyectiles. Una mano la agarró de la chaqueta.

– Alto.

Se volvió y vio que era un policía que lucía las siglas XS sobre la visera, pero ella tenía el carné preparado.

– Soy del DIC -gritó.

– Pues debe de estar loca -comentó el agente soltándola.

– Ya me lo han dicho -dijo ella, a horcajadas sobre los pinchos.

Miró a su alrededor y vio que a los alborotadores se habían sumado gamberros proclives a la violencia. No todos los días podían agredir a la policía con buenas posibilidades de irse de rositas; se tapaban con pañuelos de equipos de fútbol y la cremallera de la cazadora cerrada hasta arriba. Al menos llevaban zapatillas deportivas en vez de botas Marten. Llegó al quiosco de helados y refrescos, vio trozos de vidrio por todas partes y comprobó que estaba cerrado; dio una vuelta alrededor agachada, sin ver a su padre, pero advirtió manchas de sangre en el suelo y siguió el reguero hasta casi las puertas del parque. Volvió a dar la vuelta al quiosco y llamó con el puño en la ventanilla. Repitió los golpes y oyó débilmente una voz dentro.

– ¿Siobhan?

– Papá, ¿estás ahí?

La puerta lateral se abrió de golpe y allí estaba su padre, junto a la propietaria horrorizada.

– ¿Y mamá? -preguntó Siobhan con voz temblorosa.

– Se la llevaron en una ambulancia. Yo no… no me dejaron cruzar el cordón.

Siobhan no recordaba haber visto llorar a su padre, pero ahora era testigo. Lloraba y parecía conmocionado.

– Tenemos que salir de aquí -dijo.

– Yo me quedo -dijo la mujer meneando la cabeza-. Yo guardo el fuerte; pero he visto lo que ha sucedido. Maldita policía; ella no hacía nada…

– Le golpearon con una porra en la cabeza -añadió su padre.

– Y cómo sangraba…

Siobhan impuso silencio a la mujer con una mirada.

– ¿Cómo se llama? -preguntó.

– Frances… Frances Neagley.

– Bien, Frances Neagley, le aconsejo que salga de aquí. Vámonos -añadió dirigiéndose a su padre.

– ¿Cómo…?

– Tenemos que ir con mamá.

– ¿Pero y…?

– Es igual. Vámonos -dijo agarrándole del brazo, pensando en sacarlo de allí en brazos si era necesario.

Frances Neagley cerró la puerta con llave nada más salir ellos.

Otro terrón de tierra voló a su lado. Siobhan sabía que el día siguiente, en Edimburgo, no se hablaría de otra cosa que de los destrozos en los famosos parterres de flores. Los manifestantes de Frederick Street habían forzado las puertas del parque y la policía arrastraba detrás del cordón a un hombre vestido de guerrero escocés. Delante del cordón, una joven madre cambiaba tranquilamente los pañales de su rosado bebé. Vio que enarbolaban una pancarta con el emblema NI DIOS NI AMO; las iniciales XS, el bebé rosado y el emblema le resultaron impactantes, como fogonazos de un significado que no acababa de dilucidar.

«Es como una pauta con cierto sentido. Se lo preguntaré después a mi padre.»

Hacía quince años le había explicado qué era la semiótica ayudándola con unos ejercicios, pero la había confundido aún más, y después ella, en clase, dijo «seminótica» y el profesor se echó a reír.

Miró a ver si veía alguna cara conocida y no vio a nadie, pero había un agente con el rótulo de «Médico Policía» en el chaleco y tiró de su padre hacia allí con el carné de policía por delante.

– Soy del DIC -dijo-. Una ambulancia se ha llevado a la esposa de este hombre. Tengo que trasladarle al hospital.

El agente asintió con la cabeza y los escoltó a través del cordón policial.

– ¿A cuál? -preguntó el agente.

– ¿A cuál cree que la habrán llevado?

– No lo sé -dijo el agente mirándola-. Yo soy de Aberdeen.

– El más cercano es el Western General -comentó Siobhan-. ¿Hay algún coche disponible?

– En la calle que cruza al final -respondió el agente señalando hacia Frederick Street.

– ¿En George Street?

El agente negó con la cabeza.

– La siguiente.

– ¿Queen Street? -Vio que asentía con la cabeza-. Gracias -dijo-. Más vale que vuelva a su puesto.

– Pues sí -dijo el de Aberdeen no con mucho entusiasmo-. Algunos se están pasando. Los nuestros no; los de Londres.