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Siobhan se volvió hacia su padre.

– ¿Sabrías identificarle?

– ¿A quién?

– Al que golpeó a mamá.

– Creo que no -respondió él restregándose los ojos.

Ella profirió un leve gruñido y caminaron cuesta arriba hacia Queen Street.

Vio una hilera de coches patrulla aparcados y le chocó que hubiera tráfico allí; los coches y camiones desviados de su ruta habitual, circulando como en un día cualquiera en horas de trabajo. Siobhan explicó a un agente al volante lo que quería, y el hombre pareció contento de salir de allí. Ocuparon el asiento de atrás.

– Luz azul y sirena -ordenó Siobhan al conductor.

Tras adelantar la cola de tráfico continuaron rápido.

– ¿Voy bien por aquí? -gritó el conductor.

– ¿De dónde es usted?

– De Peterborough.

– Siga recto y ya le diré dónde tiene que girar -dijo ella apretando la mano a su padre-. ¿Tú no estás herido?

Teddy Clarke negó con la cabeza y la miró.

– ¿Y tú?

– ¿Yo?

– Eres fantástica -dijo su padre con sonrisa desmayada-. Has actuado de tal manera, tan segura de ti misma…

– No soy sólo una cara bonita, ¿eh?

– Nunca pensé… -añadió él, otra vez al borde de las lágrimas, mordiéndose el labio inferior por contenerlas.

Ella le dio otro apretón de mano.

– Nunca me imaginé -añadió él- que fueras tan buena en tu profesión.

– Da las gracias a que no llevo uniforme; si no, a lo mejor me habría visto armada con una porra.

– Tú no habrías golpeado a una mujer que no hacía nada -dijo él.

– No pare en el semáforo -ordenó Siobhan al conductor, y volvió a mirar a su padre-. Es duro decirlo, ¿sabes?, pero no sabemos de qué somos capaces hasta que lo hacemos.

– Tú, no -replicó él con firmeza.

– Probablemente no -dijo ella-. ¿Qué demonios estabais haciendo allí, si puede saberse? ¿Os llevó Santal?

Él negó con la cabeza.

– No… Estábamos… mirando, como simples espectadores. Pero la policía no pensó lo mismo.

– Si descubro quién…

– La verdad es que no le vi la cara.

– Allí había muchas cámaras y no habrá pasado inadvertido.

– ¿Los fotógrafos?

Ella asintió con la cabeza.

– Más la videovigilancia, la prensa y nosotros, naturalmente -añadió ella mirándole-. La policía lo habrá filmado todo.

– Pero no…

– ¿Qué?

– ¿Cómo vas a saber quién fue entre tantos como había?

– ¿Te apuestas algo?

Él la miró un instante.

– No, creo que no -dijo.

* * *

Casi cien detenidos. No les faltaría trabajo a los tribunales el martes. Por la tarde, los manifestantes se desplazaron desde el parque de Princes Street a Rose Street, donde levantaron los adoquines para usarlos como proyectiles, y hubo escaramuzas en el puente de Waverley, Cockburn Street e Infirmary Street, pero a las nueve y media la situación amainó. El último incidente tuvo lugar ante el McDonald's de South St. Andrew Street.

Ahora, los agentes uniformados volvían a Gayfield Square y entraban al DIC con hamburguesas que llenaron la sala con su aroma. Rebus miraba en el televisor un documental sobre un matadero y Eric Bain acababa de enviar una lista de direcciones de correo electrónico de los usuarios de Vigilancia de la Bestia, añadiendo al final un mensaje que decía: «Shiv, ¡dime si te ha ido bien!». Rebus la llamó al móvil pero no obtuvo respuesta. Bain explicaba que los Jensen no le habían dado problemas, pero que habían «cooperado a regañadientes».

Rebus tenía abierto el Evening News. En la portada aparecía una foto de la marcha del sábado con el titular de «Votan con los pies», que bien podría servirles para el día siguiente con la foto del manifestante dando patadas al escudo del policía. En la página de televisión encontró el título de la película sobre el matadero: Matadero: tarea sangrienta. Se levantó y fue a una de las mesas libres. Las notas del caso Colliar le miraban. Siobhan se había portado bien: ahora tenía los informes de la policía y de la cárcel sobre Fast Eddie Isley y Trevor Guest.

Guest: ladrón allanador de moradas, matón, agresor sexual.

Isley: violador.

Colliar: violador.

Se puso a examinar las notas sobre Vigilancia de la Bestia. La página había recibido datos sobre otros veintiocho violadores y pederastas; vio un largo y airado artículo de alguien que firmaba «Corazón Roto» -le pareció una mujer- despotricando contra el sistema judicial y su taxativa diferenciación entre «estupro» y «agresión sexual». Era muy arduo que dictaran condena por violación, cuando resultaba que la «agresión sexual» era tan horrible, violenta y degradante como el estupro y, sin embargo, la pena era mucho menor. Parecía entender de leyes, pero no era fácil determinar si era de Escocia o del sur de la frontera. Volvió a repasar el texto, para ver si mencionaba «allanamiento de morada» o «violación de domicilio», como decían en Escocia, pero las únicas palabras que usaba eran «agresión» y «agresor». De todos modos, Rebus pensó que merecía respuesta. Encendió el ordenador de Siobhan y accedió a su cuenta de correo electrónico; sabía que ella utilizaba la misma contraseña para todo. Pasó el dedo por la lista de Bain hasta encontrar la dirección de «Corazón Roto» y comenzó a teclear.

«Acabo de leer su comunicación en Vigilancia de la Bestia. Me ha interesado mucho y quisiera hablar con usted. Dispongo de cierta información que tal vez le interese. Llámeme, por favor, al…»

Reflexionó un instante. No había manera de saber cuánto tiempo estaría el móvil de Siobhan sin conexión. Decidió poner su propio número y firmar «Siobhan Clarke». Así había más posibilidades de que, si era mujer, contestase a otra mujer. Releyó el mensaje, pensó que se notaba que lo había redactado un policía y lo rehízo:

«He leído lo que dice en Vigilancia de la Bestia. ¿Sabe que han cerrado la página? Me gustaría hablar con usted, quizá por teléfono».

Añadió su número y el nombre de Siobhan a secas. Menos formalismo. Hizo clic en «enviar». Cuando pocos minutos después comenzó a vibrar su móvil, no acababa de creérselo, y con toda la razón.

– Hombre de paja -oyó decir arrastrando las palabras: era la voz de Cafferty.

– ¿No te cansarás de llamarme por ese sobrenombre?

Cafferty contuvo la risa.

– ¿Cuánto tiempo hará? -dijo.

Quizá dieciséis años; Rebus testificaba contra Cafferty en el banquillo, y uno de los abogados le confundió con otro testigo y le llamó Stroman.

– ¿Hay alguna información? -preguntó Cafferty.

– ¿Por qué iba a dártela?

Otra risa contenida, más fría que la primera.

– Supongamos que le captura y lleva ante el tribunal. ¿Qué le parecería que declarara que le ayudé en la tarea? Habría que dar bastantes explicaciones e incluso se podría anular el juicio.

– Pensaba que querías que le echara el guante.

Cafferty guardó silencio, y Rebus sopesó lo que iba a decir.

– La cosa va bien.

– ¿Cómo de bien?

– Va despacio.

– Es natural con el follón que hay en Edimburgo.

Otra vez la risita; Rebus pensó si Cafferty no habría bebido.

– Hoy podría haber hecho un atraco de órdago y ustedes, la policía, ni se habrían enterado con tanto trabajo.

– ¿Y por qué no lo has hecho?

– Soy otro hombre, Rebus. Ahora estoy de su parte, ¿recuerda? Así que, si en algo puedo ayudar…

– En este momento no.

– Pero si me necesita, dígamelo.

– Tú mismo lo has dicho, Cafferty. Cuanto más intervengas más difícil resultará condenarle.

– Conozco el juego, Rebus.

– Pues entonces sabrás cuándo conviene dejar pasar una mano -dijo Rebus apartando la vista de la pantalla del televisor, donde una máquina despellejaba el cadáver de una res.