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– Creí que Cora y tú volvíais a vivir juntos.

El rostro de Hogan se arrugó aún más y negó vigorosamente con la cabeza, dándole a entender que era mejor no hablar del tema.

– Menuda sala de operaciones -dijo él para cambiar de tema.

– Es el puesto de mando -añadió Hogan sacando pecho-. Estamos en contacto con Edimburgo, Stirling y Gleneagles.

– ¿Y si las cosas se ponen feas de verdad?

– Está previsto el traslado del G-8 a nuestra antigua academia en Tulliallan.

La Academia de Policía de Escocia. Rebus asintió con la cabeza sin decir nada en muestra de admiración.

– ¿Tienes línea directa con el Departamento Especial, Bobby?

Hogan se encogió de hombros.

– En definitiva, somos nosotros quienes nos encargamos de todo, John; no ellos.

Rebus volvió a asentir con la cabeza, fingiendo estar de acuerdo.

– De todos modos, yo me tropecé con alguno de ellos.

– ¿Con Steelforth?

– Se pasea por Edimburgo como si fuera el amo.

– Es una buena pieza -dijo Hogan.

– Yo lo calificaría de otro modo -añadió Rebus-, pero me abstengo… no sea que seáis los mejores amigos del mundo.

– Ni soñarlo.

– Escucha -añadió Rebus bajando aún más la voz-, no es sólo él. He tenido un encuentro con tres de sus hombres. Visten uniforme sin insignia y circulan en un coche sin distintivo y una furgoneta con luces de destello pero sin sirena.

– ¿Qué ocurrió?

– Yo traté de ser amable, Bobby…

– ¿Y?

– Digamos que me di contra la pared.

– ¿Literalmente? -inquirió Hogan mirándole.

– Como quien dice.

Hogan asintió con la cabeza.

– Y te gustaría saber los nombres correspondientes.

– No puedo darte una buena descripción -añadió Rebus con desazón-. Sólo que son unos tipos de tez morena y uno de ellos se llama Jacko. Me parecieron del sudeste.

– Veremos qué puedo hacer -dijo Hogan pensativo.

– Pero sólo si no corres ningún riesgo, Bobby.

– No te preocupes, John. Ya te digo que aquí mando yo -añadió poniéndole la mano en el brazo para tranquilizarle.

Rebus asintió con la cabeza, dándole las gracias, pensando que no venía a cuento pinchar el globo ilusorio de su amigo.

* * *

Siobhan ya había reducido la búsqueda y repasaba el metraje de lo filmado y sólo lo correspondiente a un período de media hora en el parque de Princes Street. A pesar de ello, tenía por delante un escrutinio de más de mil imágenes y tomas desde una docena de distintos emplazamientos, sin contar el material de las cámaras de seguridad, los vídeos e instantáneas de manifestantes y curiosos, de los medios de comunicación -BBC News, ITV, los canales 4 y 5, Sky y CNN-, y lo que hubieran captado los fotógrafos de los principales periódicos escoceses.

– Empezaré con lo que hay aquí -dijo ella.

– Tenemos una cabina libre.

Dio las gracias a Rebus por haberla traído y le dijo que se marchase, que ella ya se las arreglaría para volver a Edimburgo.

– ¿Vas a quedarte aquí toda la noche?

– Tal vez no tanto -aunque sabían que sí-. Hay cantina abierta veinticuatro horas.

– ¿Y tus padres?

– Iré a verlos en cuanto acabe aquí. -Hizo una pausa-. Si te apañas sin mí…

– Probaremos, ¿no?

– Gracias.

Le dio un abrazo, sin saber muy bien por qué. Tal vez simplemente por sentirse humana, pensando en la noche que tenía por delante.

– Siobhan…, suponiendo que lo identifiques, ¿después, qué? Dirá que él cumplía con su deber.

– Tendré la prueba de que no es cierto.

– No te obceques…

Ella asintió con la cabeza, le hizo un guiño y le dirigió una sonrisa. Eran gestos que había aprendido de él, los que hacía cuando se disponía a saltarse el reglamento.

Un guiño, una sonrisa y la dejó.

* * *

Habían pintado un gran símbolo anarquista en las puertas de la división C del cuartel general de Torphichen Place. Era un viejo edificio que se desmoronaba, más destartalado aún que el de Gayfield Square. Los barrenderos recogían en el exterior restos de vidrio, ladrillos, piedras y envases de comida rápida.

El sargento del mostrador pulsó el botón para dar entrada a Rebus. Algunos manifestantes detenidos en Canning Street habían pasado allí la noche en los calabozos antes de comparecer ante el juez. Rebus no quería ni pensar en la cantidad de yonquis y atracadores que habría sueltos por las calles de Edimburgo. La sala del DIC era larga y estrecha y siempre conservaba aquel olor a sudor, algo que él achacaba a la presencia constante de Reynolds Culo de Rata. Allí estaba con los pies encima de una mesa, la corbata floja y una lata de cerveza en la mano. Otra mesa la ocupaba su jefe, el inspector Shug Davidson, quien se había quitado la corbata, pero al menos trabajaba, pulsando con dos dedos el teclado del ordenador y, a su lado, la lata de cerveza sin abrir.

Reynolds no reprimió un eructo al entrar Rebus.

– ¡El que faltaba! -exclamó a guisa de saludo-. Me han dicho que en el G-8 le temen tanto como a la Rebel Clown Army -añadió alzando la lata de cerveza en gesto de brindis.

– Eso hiere en lo más vivo, Ray. Vaya semana, ¿eh?

– Cobraremos horas extras -dijo Reynolds tendiendo una cerveza a Rebus, pero él negó con la cabeza.

– ¿Has venido a ver la «marcha»? -preguntó Davidson.

– Sólo quería hablar con Ellen -respondió Rebus, señalando con la barbilla a la tercera persona que había en la sala.

La sargento Ellen Wylie alzó la vista del informe tras el que se ocultaba. Llevaba el pelo rubio corto y con raya en medio y estaba algo más gorda desde que había trabajado con él en un par de casos; ahora tenía más llenas las mejillas, que en aquel momento enrojecieron, circunstancia a la que Reynolds no pudo resistir hacer referencia frotándose las manos y estirándolas hacia ella acto seguido como si se las calentara al fuego.

Ellen se levantó pero sin mirar al recién llegado. Davidson preguntó si se trataba de algo de lo que él tuviera que estar al corriente y Rebus se encogió de hombros, mientras Wylie cogía la chaqueta del respaldo de la silla y luego el bolso.

– Ya me iba, de todos modos -dijo en voz alta.

Reynolds lanzó un silbido y dio un codazo al aire.

– Shug, ¿se da cuenta? ¿No es bonito ver nacer el amor entre colegas?

La carcajada los siguió hasta fuera de la sala del DIC y, ya en el pasillo, ella se recostó en la pared y agachó la cabeza.

– ¿Ha sido un día de mucho trabajo? -preguntó Rebus.

– ¿Ha tenido que interrogar alguna vez a un anarcosindicalista alemán?

– Últimamente no.

– Había que cerrar el expediente para que pase mañana a los tribunales.

– Hoy -puntualizó Rebus señalando su reloj.

Ellen miró el suyo.

– ¿Tan tarde es? -comentó con voz cansada-. Dentro de seis horas otra vez aquí.

– Te invitaría a una copa si aún estuvieran abiertos los pubs.

– No necesito una copa.

– ¿Quieres que te lleve a casa?

– Tengo el coche fuera. Ah, no -añadió pensativa-, no, claro, hoy no lo traje.

– Muy acertado, teniendo en cuenta la situación.

– Nos advirtieron que no viniésemos en coche.

– La previsión es una virtud. Y así puedo cumplir mi ofrecimiento. -Aguardó sonriente a que le mirara-. Aún no me has preguntado qué quiero.

– Ya sé lo que quiere -respondió ella algo resentida, y él alzó las manos en gesto de conciliación.

– Tranquilízate -añadió él-. No quiero que te…

– ¿Qué?

– Que se te rompa el corazón -replicó él.

* * *

Ellen Wylie compartía vivienda con su hermana divorciada.

Era un adosado en Cramond con jardín trasero que daba a una pendiente abrupta sobre el río Almond. Hacía una noche agradable y, como Rebus quería fumar, se sentaron a una mesa fuera. Wylie hablaba en voz baja para evitar quejas de los vecinos, aparte de que la ventana del dormitorio de su hermana estaba abierta. Trajo unas tazas de té con leche.