Выбрать главу

Llenó un vaso de agua, se lo llevó al cuarto de estar y lo bebió casi entero hasta dejar un dedo, al que añadió un chorro de malta. Volvió a beber y sintió el calor en la garganta. Se sentó en el sillón. Era demasiado tarde para poner música. Apretó el vaso contra su frente y cerró los ojos.

A dormir.

MARTES 5 DE JULIO

Capítulo 11

Lo único que le ofrecieron en Glenrothes fue llevarla a la estación de tren de Markinch.

Siobhan se sentó en el vagón -era demasiado temprano para el aluvión de gente que va al trabajo- y miró el paisaje. Pero no veía nada porque su mente no cesaba de repasar imágenes de la manifestación, todas aquellas horas de filmación que acababa de dejar atrás. El ruido y el furor, maldiciones y aspavientos, los objetos que arrojaban y gruñidos del esfuerzo. Tenía el pulgar entumecido de tanto pulsar el mando a distancia. Pausa, atrás despacio, adelante despacio, normal; adelante rápido, rebobinar, pausa. En algunas fotos aparecían caras rodeadas con un círculo en previsión de interrogatorio; eran rostros de mirada furibunda, por supuesto, pero algunos no eran manifestantes sino gamberros de Edimburgo, tapados con bufandas y gorras de béisbol, dispuestos a armar jaleo. Uno del equipo de la sala de control, al llevarle el café y la chocolatina, le había dicho que en el sur los llamaban de otro modo.

La mujer sentada frente a Siobhan leía el periódico de la mañana, cuya primera plana ocupaban los disturbios. Pero también Tony Blair, que estaba en Singapur defendiendo la candidatura olímpica de Gran Bretaña. A ella, 2012 le parecía una fecha muy lejana, igual que Singapur, y le resultaba inconcebible que llegara a tiempo a Gleneagles para estrechar la mano a tanta gente: Bush, Putin, Schröder y Chirac. El periódico decía que no había indicios de que la multitud congregada el sábado en Hyde Park fuera a emprender viaje al norte.

– Perdone, ¿está ocupado este asiento?

Siobhan negó con la cabeza y el hombre se sentó a su lado.

– Qué horrible jornada ayer, ¿no es cierto? -dijo.

Siobhan replicó con un gruñido, pero la mujer del asiento de enfrente comentó que ella había ido de compras a Rose Street y que estuvo a punto de verse envuelta en el jaleo, y ambos se enzarzaron en contar batallitas, mientras ella volvía a mirar por la ventanilla. Habían sido simples escaramuzas porque la policía había mantenido su táctica: mano dura para demostrarles que la ciudad era suya, no de los manifestantes. En el metraje filmado observó provocaciones descaradas; era de prever, pues no tiene objeto acudir a una manifestación si no es para hacer noticia. Los anarquistas no podían pagarse publicidad y las cargas con porra equivalían a publicidad gratuita. Las fotos del periódico lo demostraban: agentes enseñando los dientes y esgrimiendo sus porras; manifestantes indefensos caídos y arrastrados por agentes de uniforme con el rostro cubierto. Todo muy de George Orwell. Pero ninguna de las escenas le había servido para descubrir quién había agredido a su madre y por qué.

No pensaba rendirse.

Le dolían los ojos al parpadear y a veces al hacerlo se le desenfocaba la visión. Necesitaba dormir, pero sacaba energías de la cafeína y el azúcar.

– Perdone, ¿se encuentra bien?

Era de nuevo el del asiento de al lado, que le rozaba el brazo con la mano. Siobhan parpadeó y abrió los ojos, notando que le resbalaba una lágrima. Se la enjugó.

– No es nada -respondió-. Sólo estoy algo cansada.

– Creí que le habíamos molestado hablando de lo de ayer -dijo la mujer del asiento de enfrente.

Siobhan negó con la cabeza y vio que ya había terminado de leer el periódico.

– ¿Le importa que…?

– No, cielo; tenga.

Siobhan forzó una sonrisa y abrió el diario sensacionalista para mirar las fotos y ver los nombres de los fotógrafos.

En Haymarket hizo cola para tomar un taxi hasta el Western General y fue directamente al pabellón. Su padre estaba en la sala de espera tomando un té; había dormido vestido y estaba sin afeitar. De pronto, lo vio viejo y vulnerable.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Siobhan.

– No está mal. Van a hacerle la ecografía antes de almorzar. ¿Y tú?

– No he descubierto a ese cabrón.

– Me refiero a cómo te encuentras.

– Estoy bien.

– Has estado levantada casi toda la noche, ¿verdad?

– Tal vez un poco más -respondió ella sonriendo.

Sonó su teléfono. No era un mensaje, sino el aviso de que se agotaba la batería. Lo desconectó.

– ¿Puedo pasar a verla?

– Ahora la están acicalando. Me han dicho que me avisarán cuando terminen. ¿Qué tal en la calle?

– Listos para hacer frente a un nuevo día.

– ¿Me aceptas un café?

Ella negó con la cabeza.

– Estoy empapada de café.

– Creo que deberías descansar, cariño. Ven a verla esta tarde, después de la ecografía.

– Quiero saludarla antes -replicó ella señalando hacia la puerta de la sala.

– ¿Y luego te irás a casa?

– Prometido.

* * *

Noticiero matinaclass="underline" los detenidos de la víspera comparecían en los juzgados de Chambers Street. La vista no era pública. Frente al Centro de Inmigración de Dungavel se formaba una concentración de protesta, pero el servicio de inmigración, previsoramente, había trasladado a los detenidos a otras dependencias. Los organizadores decían que no desconvocaban la manifestación.

Problemas en el Campamento por la Paz de Stirling: la gente comenzaba a dirigirse hacia Gleneagles y la policía estaba decidida a impedirlo recurriendo al artículo 60 para interpelarlos y registrarlos aun a falta de sospechas. En Edimburgo el escrutinio iba muy avanzado. Habían detenido un vehículo con 500 litros de aceite de cocinar, que, vertido en la calzada, habría creado un tramo resbaladizo causando un caos de tráfico en Murrayfield. Ya estaban en marcha los preparativos del concierto Empuje Final del miércoles y montaban el escenario y las luces. Midge Ure esperaba que hiciera «un buen tiempo veraniego escocés». Iban llegando a Edimburgo los músicos y los famosos, entre ellos Richard Branson, que acababa de aterrizar en uno de sus aviones a reacción. El aeropuerto de Prestwick se preparaba para próximas llegadas. Se esperaba al presidente Bush con su perro rastreador y una bici de montaña para mantener su régimen diario de ejercicio. En el estudio de televisión, el presentador leyó un correo electrónico de un oyente que sugería que la cumbre podía haberse celebrado en una de las plataformas petrolíferas abandonadas del Mar del Norte «para ahorrar una fortuna en dispositivos de seguridad y ponérselo difícil a los manifestantes».

Rebus apuró el café y apagó el sonido. Al aparcamiento de la comisaría comenzaban a llegar furgonetas para trasladar a los detenidos ante el juez. Ellen Wylie tenía que estar en los juzgados en cuestión de hora y media para testificar. Él había llamado al móvil de Siobhan un par de veces, pero la llamada entraba directamente al buzón de mensajes, señal de que lo tenía desconectado. Llamó también al cuartel general de Sorbus, donde le dijeron que ya se había marchado a Edimburgo. Probó a localizarla en el hospital y le dijeron que «la señora Clarke había pasado bien la noche». Era una frase que había oído muchas veces en su vida. Una buena noche significaba: «No se preocupe, que no se ha muerto». Alzó la vista y vio que entraba alguien al DIC.

– ¿Qué desea? -preguntó, e inmediatamente reconoció el uniforme-. Perdón, señor.

– No nos conocemos -dijo el jefe de la policía tendiéndole la mano-. Soy James Corbyn.

– Yo soy el inspector Rebus -dijo él estrechándole la mano y comprobando que Corbyn no era masón.

– ¿Trabaja con la sargento Clarke en el caso de Auchterarder?

– Sí, señor.