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En la calzada había un autobús al ralentí con el conductor leyendo el periódico, hacia donde se dirigía un grupo de campistas con mochilas atiborradas que pasaron a su lado; iban sonrientes y con cara de sueño, y Bobby Greig les miraba marchar. Siobhan dirigió la vista al recinto donde otros desmontaban las tiendas.

– El sábado fue la noche que más gente hubo -dijo Greig-, pero a partir de entonces cada día han sido menos.

– Así no han tenido que rechazar a nadie -comentó Siobhan.

Él torció el gesto.

– Habían dispuesto servicios para quince mil y sólo ingresaron dos mil. -Hizo una pausa-. Anoche no volvieron sus amigos.

Siobhan advirtió por el modo de decírselo que se había enterado de algo.

– Eran mis padres -confesó.

– ¿Por qué no quiso decírmelo?

– Pues no lo sé, Bobby. Quizá pensé que los padres de una agente de policía no fueran a estar seguros.

– ¿Y se han quedado en su casa?

Siobhan negó con la cabeza.

– Un antidisturbios le partió la cabeza a mi madre y ha pasado la noche hospitalizada.

– Cuánto lo siento. ¿Puedo ayudarla en algo?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Ha habido algún incidente más con los jóvenes de aquí?

– Anoche volvieron a presentarse.

– Son tozudos esos cabroncetes, ¿verdad?

– Pero apareció de nuevo el concejal y no ocurrió nada.

– ¿Tench?

Greig asintió con la cabeza.

– Venía con un pez gordo, a cuento de no sé qué plan de regeneración urbana.

– No le vendría mal al barrio. ¿Qué pez gordo?

Greig se encogió de hombros.

– Alguien del gobierno -contestó él pasándose la mano por la cabeza rapada-. Esto pronto quedará vacío. Que se pudra.

Siobhan no sabía si se refería al campamento o a Niddrie. Dio media vuelta y fue hacia la tienda de sus padres; descorrió la cremallera de la puerta y miró en el interior. Estaba todo tal cual pero con más cosas.

Por lo visto los que se marchaban habían ido dejando en obsequio la comida que les sobraba, velas y agua.

– ¿Dónde están?

Siobhan reconoció la voz de Santal. Salió de la tienda y se irguió. Santal llevaba su mochila y una botella de agua en la mano.

– ¿Se marcha? -preguntó Siobhan.

– En el autobús de Stirling. Venía a despedirme.

– ¿Se va al Campamento por la Paz? -añadió Siobhan. Santal asintió con un balanceo de trenzas. ¿Estuvo ayer en Princes Street?

– Allí vi a sus padres por última vez. ¿Qué ha sido de ellos?

– Mi madre recibió un golpe y está en el hospital.

– Dios, qué horror. ¿Fue uno… de los suyos?

– Uno de los míos -repitió Siobhan-. Y voy a denunciarle. Suerte que la he encontrado.

– ¿Por qué lo dice?

– ¿No hizo fotos? Pensé que a lo mejor viéndolas…

Pero Santal negaba con la cabeza.

– No se preocupe -añadió Siobhan-. No voy a mirar… Sólo me interesan los agentes de uniforme, no los manifestantes.

Pero Santal continuaba negando con la cabeza.

– No llevé la cámara -mintió descaradamente.

– Vamos, Santal. No se negará a ayudarme.

– Hay otros muchos que hicieron fotos -replicó ella señalando el campamento con un gesto del brazo-. Pídaselas.

– Se las pido a usted.

– El autobús está a punto de salir -dijo ella alejándose.

– ¿Quiere que le diga algo a mi madre? -gritó Siobhan-. ¿Los llevo a verla al Campamento por la Paz?

Pero Santal continuaba alejándose.

Siobhan se maldijo para sus adentros. Tenía que habérselo imaginado: para Santal ella era la «bofia», la «pasma», una «poli». El enemigo. Se encontró al lado de Bobby Greig, que miraba como se llenaba el autobús, hasta que las puertas se cerraron con un soplido neumático. De dentro llegaron las notas de una canción a coro. Algunos pasajeros dijeron adiós con la mano al vigilante y él les devolvió el saludo.

– No son mala gente -comentó a Siobhan, ofreciéndole un chicle-, para ser hippies, me refiero -añadió metiendo las manos en los bolsillos-. ¿Tiene entrada para el concierto de mañana por la noche? -preguntó.

– No pude conseguirla -respondió ella.

– Mi empresa se encarga de la seguridad…

– ¿Le sobra una? -inquirió ella mirándole.

– No exactamente, pero como estaré allí, la puedo incluir en mi pase.

– ¿Habla en serio?

– No es por ligar ni nada de eso, sino un simple ofrecimiento.

– Es muy amable, Bobby.

– Bueno, ya sabe… -añadió mirando a todas partes menos a ella.

– Si me da su número de teléfono mañana le digo algo.

– ¿Por si se presenta algo mejor?

Siobhan negó con la cabeza.

– Por si se presenta trabajo -replicó.

– Sargento Clarke, todo el mundo tiene derecho a una noche libre.

– Llámeme Siobhan -dijo ella.

* * *

– ¿Dónde estás? -preguntó Rebus por el móvil.

– Camino del Scotsman.

– ¿Qué hay en el Scotsman?

– Más fotos.

– Tenías el teléfono desconectado.

– Estaba recargándolo.

– Bueno, acabo de tomar declaración a «Corazón Roto».

– ¿A quién?

– Te lo dije ayer.

Pero en ese momento recordó que ella tenía otras cosas en qué pensar, y volvió a explicarle lo de la página de Internet, el mensaje que había enviado y que había contestado Ellen Wylie.

– Guau, frena -exclamó Siobhan-. ¿Nuestra Ellen Wylie?

– Que escribió una carta indignada a Vigilancia de la Bestia.

– ¿Y por qué?

– Porque el sistema ha dejado tirada a su hermana -dijo Rebus.

– ¿Fueron ésas sus palabras?

– Lo tengo grabado. Naturalmente, lo que no tengo es una corroboración porque no había nadie conmigo en el interrogatorio.

– Lo siento. ¿Ellen es sospechosa?

– Tú escucha la grabación y ya me dirás -dijo Rebus mirando a su alrededor en la sala del DIC.

Las ventanas necesitaban una limpieza, pero ¿qué más daba si la vista era al aparcamiento?, y una mano de pintura no le iría mal a las paredes, pero tampoco tardarían en llenarse de fotos del escenario del crimen y datos sobre las víctimas.

– Será tal vez por lo de su hermana -añadió Siobhan.

– ¿El qué?

– Denise; la hermana de Ellen.

– ¿Qué pasa?

– Se fue a vivir con Ellen hará cosa de un año… tal vez menos. Dejó a su compañero.

– ¿Y?

– Él la maltrataba, según me contaron. Vivían en Glasgow. Llamaron a la policía un par de veces, pero no pudieron imputarle nada. Creo que se tenía que tramitar una orden de alejamiento.

«Se vino a vivir conmigo después de… después del divorcio.» Ahora comprendía el «bicho» que se había tragado Ellen.

– No lo sabía -comentó Rebus despacio.

– No, claro…

– ¿Claro, qué?

– Es uno de esos asuntos que las mujeres hablan sólo entre ellas.

– Y no con los hombres, ¿es eso lo que quieres decir? ¿Y es a nosotros a quienes se acusa de sexistas? -Rebus se frotó la nuca con la mano libre. Notaba la piel tensa-. Así que Denise se va a vivir con Ellen y acto seguido se dedica a buscar en Internet portales como el de Vigilancia de la Bestia.

Y se acuesta tan tarde como su hermana, se atiborra de comida y se pasa con la bebida.

– Yo podría hablar con ellas -dijo Siobhan.