– ¿No tienes suficiente con lo tuyo? Por cierto, ¿cómo se encuentra tu madre?
– Van a hacerle una ecografía. Ahora iba a verla.
– Pues hazlo. Supongo que no sacaste nada en limpio de Glenrothes.
– Dolor de espalda.
– Tengo otra llamada. Ya hablaremos. ¿Nos vemos más tarde?
– Claro.
– Que sepas que el jefe supremo ha pasado por aquí.
– Eso pinta mal.
– Pero ya lo hablaremos -añadió él, pulsando el botón para responder a otra llamada-. Inspector Rebus -dijo.
– Estoy ante los juzgados -dijo Mairie Henderson-. Ven y verás lo que tengo para ti. -Se oían gritos y vítores como ruido de fondo-. Ahora tengo que dejarte -añadió.
Rebus fue al aparcamiento y subió a un coche patrulla. Ningún agente de uniforme había intervenido en las escaramuzas de la víspera.
– Estuvimos de reserva sentados en un autobús cuatro horas oyendo la radio -le dijeron-. ¿Va a testificar, inspector?
Rebus no abrió la boca hasta que el coche giró en Chambers Street, con un chirrido de neumáticos que llamó la atención de los periodistas que esperaban ante los juzgados.
– Déjeme aquí -ordenó.
– De nada -dijo el chófer con un gruñido una vez que Rebus pisó la calzada.
Rebus se quedó en la acera opuesta y encendió un cigarrillo junto a la escalinata del Museo de Escocia. Un manifestante más salía en aquel momento de los juzgados entre gritos y vítores de sus compañeros. Alzó el puño y ellos le dieron palmadas en la espalda mientras los fotógrafos de prensa disparaban sus cámaras.
– ¿Cuántos han salido? -preguntó Rebus consciente de que Mairie Henderson estaba a su lado, bloc de notas y grabadora en mano.
– Unos veinte por ahora. A otros los han repartido por diversos juzgados.
– ¿Hay alguna declaración que deba leer mañana?
– ¿Qué te parece «Haz pedazos el sistema»? -respondió ella mirando sus notas-¿O «Mira a un capitalista y sabrás lo que es una sanguijuela»?
– Es un buen parangón.
– Palabras textuales, por lo visto, de Malcolm X -añadió ella cerrando el bloc de notas-. Les conceden a todos la libertad con exhorto de restricción de desplazamiento. Pueden ir a donde quieran menos a Gleneagles, Auchterarder, Stirling y el centro de Edimburgo. -Hizo una pausa-. Detalle conmovedor: uno dijo que tenía una entrada para el concierto de T in the Park este fin de semana y el juez le autorizó a ir a Kinross.
– Siobhan también va -dijo Rebus-. No estaría mal tener bien adelantando el caso Colliar.
– Entonces, no te va a gustar la noticia.
– ¿Cuál, Mairie?
– Algo sobre la Fuente Clootie. Tengo un colega del periódico que ha hecho averiguaciones.
– ¿Y?
– Hay más fuentes.
– ¿Cuántas?
– Al menos una en Escocia. En la Black Isle.
– ¿Al norte de Inverness?
Henderson asintió con la cabeza.
– Ven conmigo -dijo ella dando media vuelta y dirigiéndose al edificio del museo. En el vestíbulo, dobló a la derecha y entró en el Museo de Escocia. Había familias con niños de vacaciones que iban de un lado para otro, los más pequeños chillando y saltando.
– ¿A qué me traes aquí? -preguntó Rebus.
Pero Mairie estaba ya junto al ascensor. Salieron de él y subieron unos escalones. Por la ventana Rebus contempló la espléndida vista de los juzgados a sus pies. Mairie le llevaba hacia el extremo del edificio.
– Yo ya he estado ahí -comentó él.
– Es la sección de muerte y creencias -dijo ella.
– Donde hay unos ataúdes diminutos con muñecos.
Ante esa vitrina se detuvo ella precisamente y Rebus advirtió que tras el cristal había una antigua fotografía en blanco y negro de la Fuente Clootie de Black Isle.
– Hace siglos que los lugareños cuelgan ahí trozos de tela. Le he pedido a mi colega que amplíe la investigación a Inglaterra y Gales, por si acaso. ¿Crees que merece la pena echar un vistazo?
– A Black Isle habrá dos horas en coche -comentó Rebus pensativo sin apartar la vista de la foto.
Los pingajos parecían murciélagos aferrados a las ramas desnudas. Junto a la foto había varillas y trozos de huesos clavados en los guijarros. Muerte y creencias.
– Más bien tres en esta época del año -dijo Mairie-. Nunca acabas de adelantar coches con caravana.
Rebus asintió con la cabeza. Sabía de sobra que la A9 hacia Perth era muy lenta.
– Pediré a la policía de allí que eche un vistazo. Gracias, Mairie.
– Esto lo he bajado de Internet -añadió ella tendiéndole unas hojas.
Era la historia de la Fuente Clootie cercana a Fortrose. Eran fotos muy granuladas -entre ellas una copia de la de la vitrina- casi idénticas a las de su homóloga de Auchterarder.
– Gracias de nuevo -dijo él haciendo un rollo con las hojas y guardándoselas en el bolsillo de la chaqueta-. ¿Mordió el anzuelo tu redactor jefe? -añadió camino del ascensor.
– Depende. Si hay disturbios esta noche nos relegarán a la página cinco.
– Bueno, se trata de probar.
– ¿Hay algo más que puedas decirme, John?
– Te he dado una primicia, ¿qué más quieres?
– Saber si no me estás utilizando descaradamente -contestó ella pulsando el botón del ascensor.
– ¿Me crees capaz?
– Y tan capaz.
Permanecieron en silencio hasta salir a la escalinata. Mairie miró lo que sucedía al otro lado de la calle. Otro manifestante saludaba puño en alto.
– Si lo mantenéis en secreto hasta el viernes, ¿no teméis que el asesino tome más precauciones al leer la noticia en el periódico?
– Más precauciones no puede tomar -replicó él mirándola-. Además, lo único que teníamos era el caso de Cyril Colliar y fue Cafferty quien nos dio los otros nombres.
– ¿Cafferty? -dijo ella con gesto de enfado.
– Tú le contaste que había aparecido un trozo de la cazadora de Colliar y él me hizo una visita. Se fue con los otros dos nombres que le di y volvió con la noticia de que habían muerto.
– ¿Has utilizado a Cafferty? -preguntó ella sorprendida.
– Y él no te lo ha dicho, Mairie. Eso es lo que trato de hacerte entender. Si haces tratos con él comprobarás que no es cuestión de toma y daca. Todo lo que te he contado de los asesinatos, ya lo sabía él; pero no te lo ha dicho.
– Parece como si tuvieras la falsa impresión de que somos muy amigos los dos.
– Lo bastante amigos para ir a contarle datos sobre Colliar.
– Era una promesa que le hice hace tiempo, porque él quería saber cualquier nuevo dato, y no pienses que voy a pedirte perdón -añadió ella entrecerrando los ojos y señalando a la acera de enfrente-. ¿Qué hará Gareth Tench ahí?
– ¿El concejal? -preguntó Rebus mirando hacia donde señalaba-. Predicando a los paganos, tal vez -aventuró, observando que Tench caminaba como un cangrejo por detrás de la fila de fotógrafos-. Tal vez quiera que le hagas otra entrevista.
– ¿Cómo sabes que…? Ah, te lo diría Siobhan.
– Entre ella y yo no hay secretos -replicó él con un guiño.
– ¿Dónde está en este momento?
– Ha ido al Scotsman.
– Entonces, es que veo visiones -dijo Mairie, señalando otra vez.
Efectivamente, era Siobhan, y Tench se detuvo frente a ella y le dio la mano.
– Así que no hay secretos entre vosotros dos, ¿eh?
Pero Rebus había echado a andar hacia Siobhan cruzando aquel tramo de la calle cortado al tráfico.
– Hola -dijo-. ¿Cambiaste de idea?
Siobhan contestó con una leve sonrisa y le presentó a Tench.
– Inspector -saludó el concejal con una inclinación de cabeza.
– ¿Le gusta el teatro callejero, concejal Tench?
– No me molesta en la temporada del Festival -contestó Tench conteniendo la risa.
– A usted, precisamente, no le faltan tablas, ¿no es cierto?