Tench se volvió hacia Siobhan.
– El inspector se refiere a mis sermones del domingo por la mañana al pie de The Mound. Seguramente se detendría alguna vez a escuchar camino de misa.
– Ya no se le ve por allí -añadió Rebus-. ¿Ha perdido la fe?
– Ni mucho menos, inspector. Hay otros modos de convencer aparte de predicar -replicó Tench, adoptando una actitud seria de profesional-. Estoy aquí porque un par de mis electores fueron detenidos en los disturbios de ayer.
– Inocentes peatones, sin duda -comentó Rebus.
Tench le miró y a continuación miró a Siobhan.
– Debe de ser una delicia trabajar con el inspector -comentó.
– De carcajada continua -replicó Siobhan.
– ¡Vaya! ¡Y el cuarto poder también! -exclamó Tench tendiendo la mano a Mairie, quien finalmente había optado por acercarse-. ¿Cuándo se publica la entrevista? Supongo que conocerá a estos dos guardianes de la ley -añadió con un gesto hacia Rebus y Siobhan-. Me prometió dejarme echar una ojeada antes de publicarlo -dijo a Mairie.
– ¿Ah, sí? -replicó ella fingiendo sorpresa.
Pero no convenció a Tench, quien se volvió hacia los dos policías.
– Permítanme un aparte con ella -dijo.
– No se preocupe -replicó Rebus-. Siobhan y yo también tenemos que decirnos algo.
– ¿Ah, sí? -dijo ella.
Pero Rebus ya se había apartado y no le quedó otra opción que seguirle.
– El Sandy Bell's estará abierto -dijo Rebus una vez se hubieron alejado.
Pero Siobhan miró hacia los grupos de gente.
– Tengo que hablar con alguien -dijo-. Es un fotógrafo que conozco y creo que debe de andar por aquí -añadió poniéndose de puntillas-. Ahí lo veo.
Se abrió paso entre la melé de periodistas. Los fotógrafos se enseñaban unos a otros la pantalla de las cámaras y examinaban sus respectivas tomas digitales. Rebus aguardó impaciente y la vio hablar con un hombre enjuto y fuerte de pelo entrecano. Ahora ya lo entendía: en el Scotsman le habían dicho que aquel a quien buscaba estaría allí. A Siobhan le costó un poco convencer al fotógrafo, pero éste finalmente la acompañó hasta donde esperaba Rebus con los brazos cruzados.
– Te presento a Mungo -dijo Siobhan.
– ¿Le apetece una copa, Mungo? -preguntó Rebus.
– Ah, estupendo -contestó el fotógrafo, enjugándose el sudor de la frente.
Sus canas eran prematuras, porque probablemente tendría la misma edad que Siobhan, y su rostro anguloso y curtido, igual que su acento al hablar.
– ¿Es de las Hébridas Exteriores? -aventuró Rebus.
– De Lewis -contestó Mungo.
Rebus tomaba la delantera hacia el Sandy Bell’s. Oyeron vítores a sus espaldas y al volverse vieron a un joven que salía de los juzgados.
– Creo que le conozco -comentó Siobhan en voz baja-. Es el que ha estado fastidiando a los vigilantes del campamento.
– Bueno, como ha pasado la noche en el calabozo, habrán tenido un respiro -dijo Rebus. Se percató de que estaba frotándose la mano izquierda.
El joven saludó a la multitud y varios de los congregados le saludaron a su vez.
Entre ellos -observó Mairie Henderson, pensativa- el concejal Gareth Tench.
Capítulo 12
El Sandy Bell's llevaba abierto sólo diez minutos, pero en la barra ya había un par de clientes habituales,
– Media de la mejor -dijo Mungo al preguntarle qué tomaba. Siobhan quería zumo de naranja. Rebus, por su parte, optó por una pinta de cerveza.
Se acomodaron a una mesa. El interior estrecho y oscuro olía a abrillantador de metales y a lejía. Siobhan explicó a Mungo lo que quería y él abrió el estuche de la cámara y sacó una cajita blanca.
– ¿Es un iPod? -preguntó Siobhan.
– Es muy útil para almacenar fotos -dijo Mungo, mostrándole cómo funcionaba y disculpándose por no haber cubierto toda la jornada.
– ¿Cuántas fotos guarda aquí? -preguntó Rebus, mientras Siobhan le mostraba la pequeña pantalla dándole a la ruedecilla para pasar hacia delante y hacia atrás las imágenes.
– Unas doscientas -contestó Mungo-. He eliminado las que no valen.
– ¿Puedo mirarlas ahora? -preguntó Siobhan.
Mungo se encogió de hombros, y Rebus le ofreció el paquete de cigarrillos.
– En realidad, soy alérgico -comentó el fotógrafo a guisa de advertencia.
Rebus fue a ceder a su adicción al otro extremo del bar junto al cristal. Mientras miraba a Forrest Road vio al concejal Tench camino de los Meadows hablando animadamente con el joven que acababa de salir de los juzgados; dio a su seguidor una palmadita en la espalda. A Mairie no se la veía por ninguna parte. Terminó el pitillo y volvió a la mesa. Siobhan dio vuelta al iPod y le enseñó la pantalla.
– Ésa es mi madre -dijo.
Rebus cogió el aparato y miró de cerca.
– ¿La de la segunda fila?
Siobhan asintió nerviosamente con la cabeza.
– Da la impresión de que intenta alejarse.
– Exacto.
– ¿Sería antes de que la golpearan? -añadió Rebus escrutando las caras de detrás de los escudos; policías con la visera calada y dientes apretados.
– Creo que ese momento no lo capté -comentó Mungo.
– Desde luego, se ve que intenta retroceder y salir de la multitud -insistió Siobhan-. Quería apartarse.
– ¿Y por qué le dieron un golpe en la cabeza? -inquirió Rebus.
– Lo que suele suceder -terció Mungo vocalizando despacio- es que los provocadores se lanzan contra la policía, luego retroceden, y lo más probable es que quienes quedan en primera fila sufran las consecuencias. Luego, en la redacción del periódico, eligen esas fotos.
Rebus apartó un poco la pantalla.
– La verdad, no reconozco a ningún agente -dijo.
– No se les ven la cara ni las insignias -puntualizó Siobhan-. Son todos perfectamente anónimos. Ni siquiera se sabe de dónde son. Algunos llevan la marca XS en la visera. ¿Será un código?
Rebus se encogió de hombros. Recordó que Jacko y sus compañeros tampoco llevaban insignias.
Siobhan recordó algo de pronto y miró de reojo su reloj.
– Tengo que llamar al hospital -dijo, al tiempo que se levantaba.
– ¿Toma otra? -preguntó Rebus señalando el vaso de Mungo. El fotógrafo negó con la cabeza-. ¿Qué más eventos ha cubierto esta semana? -añadió.
– Un poco de todo -respondió Mungo con un resoplido.
– ¿Y ha hecho fotos a los capitostes?
– Cuando he podido.
– ¿Estuvo trabajando el viernes por la noche?
– Pues, sí.
– ¿En el banquete del castillo?
Mungo asintió con la cabeza.
– El jefe de redacción quería una foto del secretario de Asuntos Exteriores. Las que yo tomé tenían poca luz. Lógico, cuando trabajas con flash y tienes un cristal de por medio.
– ¿Y Ben Webster?
Mungo negó con la cabeza.
– Ni siquiera sé quién era. Es una lástima, habría captado su última imagen.
– Nosotros le hicimos unas cuantas en el depósito, por si le sirve de consuelo -dijo Rebus. Al ver que Mungo le miraba con una sonrisa de desgana, añadió-: Me gustaría ver las que hizo.
– Veré lo que puedo hacer.
– ¿Las lleva en el aparatito?
El fotógrafo negó con la cabeza.
– Las tengo en el portátil. Son casi todas de coches subiendo por la rampa del castillo. A los fotógrafos no nos dejaban pasar de la Esplanade. -Hizo una pausa pensativo-. Oiga, hay una foto oficial del banquete. Puede pedirla si tanto le interesa.
– Dudo mucho que me dejen verla.
– Déjelo en mi mano -dijo Mungo con un guiño, y al ver que Rebus apuraba su vaso, añadió-: Mire por dónde la semana que viene volveré a ponerme la ropa de diario.
Rebus sonrió y se pasó el pulgar por los labios.
– Eso decía mi padre cuando volvíamos de las vacaciones.
– No creo que vuelva a darse un acontecimiento como éste en Edimburgo.