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Rebus se limitó a alzar los hombros y ella tardó un minuto en adoptar una decisión.

– Le arrestaron, ¿sabe? Al… -tragó saliva, incapaz de pronunciar la palabra «compañero» o «novio»- de mi hermana. Pero nada más.

– ¿Quieres decir que no fue a la cárcel?

– Ella sigue teniéndole pánico -añadió despacio-. Y está en libertad -espetó desabrochándose los puños de la blusa y remangándose las mangas-. De acuerdo; dígame a quién llamo.

Rebus le dio los números de Tyneside y Cumbria y él mismo cogió el teléfono. En Inverness no acababan de creérselo.

– Que quieren que nosotros…

Rebus advirtió que al otro extremo de la línea trataban de tapar el micrófono con la mano: «Edimburgo quiere que hagamos fotos de la Fuente Clootie. Allí iba yo de niño de excursión…».

El teléfono cambió de manos.

– Aquí el sargento Johnson. ¿Con quién hablo?

– Con el inspector Rebus, de la división B de Edimburgo.

– Creí que estaban ocupados con los troskos y los maoístas.

Se oyó una risa en segundo plano.

– Sí, claro, pero tenemos también tres homicidios. En Auchterarder han aparecido pruebas de los tres en un lugar llamado Fuente Clootie.

– Sólo hay una Fuente Clootie, inspector.

– Parece ser que no. Tal vez en la de ahí encuentren alguna prueba colgada de los árboles.

Era un cebo que el sargento no podía eludir. Pocos momentos de emoción se daban en la demarcación Northern.

– Empiecen por hacer fotos del escenario -prosiguió Rebus-. Tomen muchos primeros planos, y miren si hay algo intacto, vaqueros, cazadoras… Nosotros encontramos una tarjeta bancaria en un bolsillo. Si me pueden enviar las fotos por correo electrónico, mejor. Si no puedo abrirlas yo, ya lo harán aquí -añadió mirando a Ellen Wylie, que estaba sentada en la esquina de una mesa con los muslos marcados por la falda tirante y jugueteando con un bolígrafo mientras hablaba por teléfono.

– ¿Cómo dijo que se llamaba? -preguntó el sargento Johnson.

– Inspector Rebus. De la comisaría de Gayfield Square. Dio un número de contacto y la dirección de correo electrónico y oyó como el sargento Johnson lo anotaba.

– ¿Y si encontramos algo aquí?

– Será señal de que el tipo ha vuelto a actuar.

– ¿No le importa que compruebe su llamada? Es para asegurarme de que no nos tomen el pelo.

– Por supuesto, hágalo. Mi jefe supremo se llama James Corbyn y está al corriente. Pero no pierda más tiempo del necesario.

– El padre de un agente de aquí hace retratos y fotos de fin de carrera.

– Eso no significa que el agente sepa manejar una cámara.

– Yo me refería al padre.

– Lo que crea más conveniente -dijo Rebus colgando al mismo tiempo que Ellen Wylie.

– ¿Ha habido suerte? -preguntó ella.

– Van a enviar a un fotógrafo si no está ocupado con una boda o un cumpleaños. ¿Y tú?

– No he podido hablar con el encargado de la investigación del caso Guest, pero me ha informado un compañero suyo y van a enviar datos complementarios por escrito. Me ha dado la impresión de que no se hicieron las debidas indagaciones.

– Es lo que te enseñan en el adiestramiento: el crimen perfecto es cuando nadie busca a la víctima.

Wylie asintió con la cabeza.

– O, en este caso, cuando nadie llora su muerte. Tal vez pensaran que fue un asunto de drogas que terminó mal.

– Eso sí que es original. ¿Hay pruebas de que el señor Guest fuese adicto?

– Eso parece. Y podría también traficar, deber dinero y no poder… -Calló por la cara que ponía Rebus.

– Ésa es una forma de razonar muy endeble, Ellen. Lo que explicaría por qué nadie pensó en relacionar los tres asesinatos.

– ¿Porque nadie se lo tomó con mucho interés?

Rebus asintió despacio con la cabeza.

– Bueno, usted mismo se lo puede preguntar -añadió ella.

– Preguntar, ¿a quién?

– No he podido hablar con el jefe porque está aquí.

– ¿En Edimburgo?

– Traslado temporal al D1C de Lothian y Borders -añadió ella mirando sus notas-. Es un sargento llamado Stan Hackman.

– ¿Dónde puedo localizarle?

– Su compañero mencionó las residencias estudiantiles.

– ¿De Pollock Halls?

Ella se encogió de hombros, cogió el bloc de notas y lo volvió hacia él.

– Ahí tiene apuntado el número de su móvil, si lo quiere.

Rebus se acercó de una zancada, ella arrancó la hoja, se la tendió y él se la arrebató de la mano.

– Averigua quién se encargó del caso Isley -dijo-. A ver qué información consigues, y yo voy a hablar con Hackman.

Y se puso la chaqueta.

– Se olvida de dar las gracias. ¿Se acuerda de Brian Holmes? -preguntó Wylie.

– Trabajé con él.

Ella asintió con la cabeza.

– En una ocasión me dijo que usted me apodaba «Suela de Zapato» porque hacía el trabajo de un burro.

– Los burros no llevan zapatos.

– Ya sabe a qué me refiero, John. ¡Usted se escaquea y me deja a mí aquí, que ni siquiera es mi oficina! ¿Qué es lo que soy yo?

Cogió el teléfono que sonaba y gesticuló con él en la mano.

– ¿Es la centralita? -dijo él camino de la puerta.

Capítulo 13

Siobhan no se conformaba con un no.

– Yo creo que tal vez deberíamos hacerle caso esta vez -dijo Teddy Clarke a su esposa.

La madre de Siobhan tenía un ojo tapado con gasa, el otro, hinchado, y en un lado de la nariz se apreciaba un corte. Embotada por los analgésicos, se limitó a asentir con la cabeza a lo que decía su marido.

– ¿Y la ropa? -preguntó el señor Clarke al subir al taxi.

– Podéis ir más tarde al campamento y recoger lo que necesitéis -contestó Siobhan.

– Tenemos el billete de bus para mañana -añadió él pensativo.

Siobhan dio al taxista la dirección de su piso. Su padre se refería a uno de los autobuses de protesta que se dirigirían al G-8. Su esposa dijo algo que él no entendió y se inclinó hacia ella cogiéndole la mano para que se lo repitiera.

– Iremos. El médico ha dicho que no hay problema -añadió la madre para que Siobhan lo oyera.

Él no parecía muy decidido.

– Podéis decidirlo por la mañana -replicó ella-. Pensemos en lo que hay que hacer hoy, ¿de acuerdo?

– Ya te dije que había cambiado -dijo Teddy Clarke sonriendo a su mujer.

Cuando llegaron a casa, Siobhan impidió con un gesto que su padre pagara el taxi; lo hizo ella y subió delante para echar un vistazo al cuarto de estar y al dormitorio. No había bragas por el suelo ni botellas vacías de Smirnoff.

– Pasad -dijo-. Voy a enchufar el hervidor. Poneos cómodos.

– Debe de hacer diez años desde que estuvimos aquí la última vez -comentó su padre dando unos pasos por el cuarto de estar.

– Sin vuestra ayuda no habría podido comprarlo -dijo Siobhan desde la cocina.

Su madre estaría buscando indicios de que viviera allí algún hombre. El propósito de su ayuda había sido contribuir a que se «asentase», ese gran eufemismo. Novio fijo, casarse y tener hijos. Unos planes que ella nunca se había decidido a emprender. Sacó la tetera y las tazas y su padre se levantó a ayudar.

– Sirve tú -dijo ella-. Voy a buscar algo al dormitorio.

Fue al armario, sacó la bolsa de viaje y abrió cajones pensando en lo que iba a llevar. Con un poco de suerte no lo necesitaría, pero era mejor prevenir. Una muda, cepillo de dientes y champú. Rebuscó en el fondo de un par de cajones y cogió las prendas peores, las más arrugadas. Unos pantalones de peto con los que había estado pintando el pasillo, un bolso de bandolera sujeto por un imperdible y una camisa de estopilla que se había dejado un ligue de tres noches.