– No queremos echarte -dijo su padre desde el umbral de la puerta tendiéndole una taza.
– Es un viaje que tengo que hacer y no tiene nada que ver con vosotros. Seguramente no volveré hasta mañana.
– A lo mejor, cuando vuelvas, ya nos hemos ido a Gleneagles.
– Nos veremos allí -dijo ella con un guiño-. Estaréis bien aquí, ¿no? Hay muchas tiendas y restaurantes. Os dejaré una llave.
– Estupendo. -Hizo una pausa-. El viaje, ¿tiene algo que ver con lo que le ocurrió a tu madre?
– Tal vez.
– Es que he estado pensando…
– ¿Qué? -le interrumpió ella alzando la vista de la bolsa.
– Siobhan, tú eres policía, y si sigues adelante con esto es posible que te busques enemistades.
– No se trata de un concurso de simpatía, papá.
– De todos modos…
Siobhan cerró la cremallera de la bolsa, la puso en la cama y cogió la taza.
– Sólo quiero que reconozca que obró mal -dijo dando un sorbo al té tibio.
– ¿Tú crees que lo conseguirás?
– Puede que sí -respondió ella encogiéndose de hombros.
Su padre se sentó en una esquina de la cama.
– Tu madre está decidida a ir a Gleneagles, ¿sabes?
Siobhan asintió con la cabeza.
– Os llevaré al campamento en coche y traéis aquí las cosas. -Se puso en cuclillas delante de su padre y le apretó la rodilla con la mano libre-. ¿Seguro que os quedáis a gusto?
– Perfectamente. ¿Y tú?
– No te preocupes por mí, papá. Estaré rodeada de policías, ¿o no lo has visto?
– Sí, creo que lo advertí en Princes Street -respondió él poniendo su mano sobre la de ella-. De todos modos, ve con cuidado.
Ella sonrió, se incorporó, vio que su madre miraba desde el pasillo y le sonrió también.
Rebus había estado ya en aquella cantina. Durante el curso estaba llena de estudiantes, muchos en el primer año universitario, con cara recelosa y algunos realmente asustados. Hacía unos años había detenido a uno de segundo curso que traficaba con drogas a la hora del desayuno.
Llevaban portátiles e iPods, por lo que, pese a su número, en el local casi no había ruido aparte del gorjeo de los móviles.
Pero aquel día lo llenaba el estridente ruido de las conversaciones. Rebus sintió en la atmósfera un restallar de testosterona. Había dos mesas juntas como improvisado mostrador donde se servía cerveza francesa. Ajenos a los rótulos de «Se prohíbe fumar», los agentes uniformados se palmeaban la espalda y «chocaban esos cinco» al estilo americano con mayor o menor fortuna, desprovistos ya de los chalecos protectores, que habían dejado en fila contra la pared. Las camareras servían platos de comida frita, con el rostro arrebolado por el ajetreo y los piropos de los agentes forasteros. Rebus escrutó entre la concurrencia en busca de algún indicio o insignia de Newcastle. En la entrada le habían remitido a una construcción de estilo regional escocés donde una funcionaría le informó del número de habitación de Hackman, pero como al llamar a la puerta no respondieron, fue a la cantina a sugerencia de la mujer.
– Claro que puede que esté aún «en campo de acción» -le advirtió ella, recreándose en la oportunidad de emplear aquel término.
– Recibido y entendido -replicó Rebus para animarle el día.
En la cantina no se oía un solo acento escocés y Rebus sólo veía uniformes de la policía metropolitana y transportes de Londres, Gales del Sur y Yorkshire; decidió tomar una taza de té y, al decirle que era gratis, pidió un bocadillo de salchicha y una barrita de Mars. Fue a una mesa, preguntó si podía sentarse y le hicieron sitio.
– ¿Es de la criminal? -inquirió uno de rostro enrojecido y pelo apelmazado por el sudor.
Rebus asintió con la cabeza, consciente de que era el único que llevaba corbata. Había algunas mujeres de uniforme sentadas en grupo, ajenas a los comentarios a cuenta de ellas.
– Estoy buscando a un compañero -dijo sin darle importancia-, el sargento Hackman.
– ¿Usted es de Edimburgo? -preguntó otro agente uniformado al notar el acento de Rebus-. Es una ciudad preciosa. Lástima que la hayamos puesto patas arriba. -Sus compañeros secundaron la carcajada-. No, yo no conozco a ningún Hackman.
– Es de Newcastle -añadió Rebus.
– Ésos de ahí son de Newcastle -dijo el agente señalando a una mesa cerca de la ventana.
– Son de Liverpool -terció el que estaba a su lado.
– Para mí, tanto da.
Nuevas carcajadas.
– ¿De dónde sois vosotros? -preguntó Rebus.
– De Nottingham -contestó el primero-. Los de Robin Hood. La comida es una mierda, ¿verdad? -añadió señalando con la barbilla el panecillo a medio comer de Rebus.
– La he conocido peor. Al menos es gratis.
– Cómo se nota que es escocés -comentó el agente riendo de nuevo-. Siento que no podamos ayudarle a encontrar a su amigo.
Rebus se encogió de hombros.
– ¿Estuvisteis ayer en Princes Street? -preguntó como queriendo dar conversación.
– Medio puto día.
– Unas buenas horas extraordinarias -añadió otro agente.
– Hace unos años tuvimos una situación igual -dijo Rebus-. Una reunión de dirigentes de gobiernos de la Commonwealth. El Gocom, como decíamos nosotros. Aquella semana hubo quienes rescataron una buena porción de la hipoteca.
– Mis horas son para unas vacaciones -dijo el agente-. La mujer quiere ir a Barcelona.
– Y mientras la tienes allí -terció el que estaba a su lado-, ¿adónde vas a llevar a la novia?
Más risotadas y codazos.
– Ayer sí que os ganasteis el jornal -comentó Rebus para volver al tema.
– Sí, algunos -comentó el agente-, pero la mayoría estuvimos sentados en el autobús esperando por si había que intervenir.
Su compañero asintió con la cabeza.
– A pesar de cuanto nos habían dicho, fue como un paseo por el parque -dijo.
– Pues según las fotos de los periódicos de hoy, algunos sí que hicieron sangre.
– Probablemente los de Londres, que se entrenan contra los forofos del Millwall; así que no fue nada de particular.
– Por cierto ¿no conocéis a un tal Jacko, que, según creo, es de la metropolitana?
Todos negaron con la cabeza. Rebus pensó que no iba a sacar nada más en limpio, por lo que, guardándose la barrita de Mars en el bolsillo, se puso en pie, se despidió de ellos y salió a dar una vuelta. Afuera había muchos agentes de uniforme deambulando, y pensó que de no haber amenazado lluvia estarían tumbados en el césped. No oyó ni un solo acento parecido al de Newcastle ni nada sobre una paliza a un pacífico manifestante. Llamó al número de móvil de Hackman y seguía desconectado. Casi decidido a marcharse ya, optó por probar de nuevo en la puerta de la habitación. La puerta se abrió hacia adentro.
– ¿Sargento Hackman?
– ¿Quién demonios pregunta?
– Soy el inspector Rebus -contestó, carné en mano-. ¿Podemos hablar?
– Aquí no, que no caben cuatro gatos. Y tampoco vendría mal algo más de desinfección. Un momento.
Mientras Hackman revolvía en la habitación Rebus hizo un somero inventario ocular: ropa por todas partes, cajetillas vacías, revistas de tías, una minicadena y una lata de sidra junto a la cama en el suelo. Del televisor llegaba el sonido de una carrera de caballos. Hackman cogió un teléfono y el encendedor y se palpó los bolsillos buscando la llave.
– Hablamos fuera, ¿no? -añadió ya en el pasillo encabezando la marcha sin tener en cuenta a Rebus.
Era fornido, tenía un cuello grueso y llevaba el pelo muy corto. Tendría poco más de treinta, cara picada de viruelas y nariz torcida de un golpe. Vestía una camiseta gastada, que dejaba ver por detrás la cinturilla de los calzoncillos, unos vaqueros y zapatillas de deporte.
– ¿Viene de estar de servicio? -preguntó Rebus.
– Acabo de llegar.