Siobhan, sin replicar, se ajustó el bolso y se alejó del grupo, mientras la joven le decía adiós con la mano. En la puerta hacía guardia el mismo vigilante.
– ¿Le sirvió el disfraz? -preguntó casi con sonrisa de satisfacción.
Siobhan siguió caminando hasta su coche haciendo inútiles esfuerzos por dar con una réplica adecuada.
Rebus se portó como un caballero y volvió a Gayfield Square con tallarines en lata y empanada de pollo.
– Cómo me cuida -comentó Ellen Wylie enchufando el hervidor.
– Y tienes preferencia para elegir: pollo con champiñones o tallarines con buey.
– Pollo -contestó ella mirando como abría los recipientes de plástico-. ¿Qué tal su incursión?
– Hablé con Hackman.
– ¿Y qué?
– Él quería dar una vuelta por los burdeles.
– ¡Puaj!
– Le dije que no contara conmigo, y lo poco que me explicó ya lo sabíamos.
– ¿O lo podíamos haber imaginado? -aventuró ella acercándose para coger uno de los envases y leer la fecha de caducidad: 5 de julio-. Compra de rebajas -dijo.
– Sabía que te causaría impresión. Pero hay más cosas -dijo Rebus sacando del bolsillo una barrita Mars y tendiéndosela-. ¿Qué novedades tenemos sobre Edward Isley?
– Van a enviarnos también papeleo del Norte -contestó ella-, pero el inspector con quien hablé era un portento y me lo recitó casi todo de memoria.
– A ver si lo adivino: muchos enemigos, alguien que actúa por venganza, diversas perspectivas y nada nuevo de momento.
– Sí, más o menos -asintió Wylie-. Tengo la impresión de que hay cosas que no se han verificado.
– ¿No hay nada que vincule a Fast Eddie con mister Guest?
Ella negó con la cabeza.
– Fueron a distintas cárceles y no hay indicios de que tuvieran amigos comunes. Isley no conocía Newcastle y Guest nunca estuvo en Carlisle ni por la M6.
– Y Cyril Colliar probablemente no conocía a los otros dos.
– Lo que nos vuelve a llevar a su respectiva aparición en Vigilancia de la Bestia -dijo Wylie.
Rebus echó agua a los tallarines, le tendió una cuchara y revolvieron ambos las raciones.
– ¿Has hablado con alguien de Torphichen? -preguntó él.
– Y les conté que le faltaban manos.
– Lo que, a lo mejor, hizo pensar a Culo de Rata que te estaba ayudando a subir una escalera.
– Qué bien conoce a Reynolds -dijo ella con una sonrisa-. Por cierto, han llegado de Inverness unos archivos de fotos.
– Qué rápido -comentó él mientras ella enchufaba el ordenador; poco después aparecían en la pantalla unas fotos del tamaño de una uña, que amplió.
– Es como la de Auchterarder -comentó Rebus.
– El fotógrafo ha tomado algunos primeros planos -dijo Wylie, mostrándolos en la pantalla. Eran restos de tela hechos jirones, pero todos viejos-. ¿Qué cree? -preguntó.
– Nada que pueda interesarnos, ¿no?
– No -asintió ella cogiendo un teléfono que sonaba.
– Que suba -contestó, y colgó-. Un tal Mungo -añadió-. Dice que tiene cita.
– Otro que se invita -dijo Rebus, oliendo el envase que acababa de abrir-. No sé si le gustará este pollo.
A Mungo le encantaba y dio cuenta del ofrecimiento en dos bocados mientras Rebus y Wylie miraban las fotos.
– Ha hecho un trabajo rápido -dijo Rebus a modo de agradecimiento.
– ¿De qué son estas fotos? -preguntó Wylie.
– De un banquete en el castillo el viernes por la noche -contestó Rebus.
– ¿Del suicidio de Ben Webster?
Rebus asintió con la cabeza.
– Este es él -dijo dando unos golpecitos sobre uno de los rostros.
Mungo había cumplido lo prometido, trayendo, además de sus instantáneas en la entrada, copias de las fotos oficiales con muchos hombres bien vestidos y sonrientes, estrechando la mano de otros también muy bien vestidos y risueños. Rebus reconoció sólo a algunos: el secretario de Asuntos Exteriores, el de Defensa, Ben Webster y Richard Pennen.
– ¿Cómo las consiguió? -preguntó Rebus.
– Las ponen a disposición de los medios de comunicación, es el tipo de publicidad que les encanta a los políticos.
– ¿Sabe los nombres de todos ellos?
– De eso se encarga el ayudante de redacción -contestó el fotógrafo dando cuenta del último bocado-. Pero recogí todo lo que pude -añadió sacando de su bolsa unas hojas.
– Gracias -dijo Rebus, más interesado por las fotos del banquete-, probablemente ya las he visto.
– Pero yo no -dijo Wylie cogiéndolas.
– No sabía que Corbyn estuviera allí -comentó él pensativo.
– ¿Quién es Corbyn? -preguntó Mungo.
– Nuestro querido jefe de la policía.
Mungo miró al que señalaba Rebus.
– Ése no se quedó mucho rato -dijo, pasando unas cuantas fotos-. Aquí le tiene, marchándose cuando yo ya estaba recogiendo.
– ¿Cuánto tiempo estuvo desde el principio?
– Apenas media hora. Yo me rezagué por si llegaba alguien con retraso.
Richard Pennen no aparecía en las fotos oficiales, pero Mungo había tomado una instantánea suya en el coche, sorprendiéndole con la boca abierta.
– Aquí dice -terció Ellen Wylie- que Ben Webster intervino en las negociaciones para el alto el fuego en Sierra Leona. Y que estuvo en Irak, Afganistán y Timor Oriental.
– Sus buenos kilómetros ha hecho en avión -comentó Mungo.
– Sí que le gustaba la aventura -añadió ella, volviendo la página-. No sabía que su hermana fuera policía.
Rebus asintió con la cabeza.
– La conocí hace unos días. -Hizo una pausa-. Me parece que mañana es el funeral y tenía que llamarla…
Acto seguido reanudó el examen de las fotografías oficiales. Eran todas de pose y no había nada que llamase la atención: ni personajes hablando en segundo plano ni algún detalle que interesara a los poderosos ocultar al público. Era lo que Mungo había dicho: propaganda de relaciones públicas. Rebus cogió el teléfono y llamó a Mairie al móvil.
– ¿Podrías pasarte por Gayfield? -preguntó.
La oía teclear ante el ordenador.
– Antes tengo que revisar esto.
– ¿Dentro de media hora?
– Haré lo posible.
– Te espera una barrita de Mars.
Wylie adoptó gesto de ofendida. Rebus cortó la comunicación y vio que desenvolvía la chocolatina y le hincaba el diente.
– Adiós soborno -comentó.
– Le dejo las fotos -dio Mungo, sacudiéndose harina de los dedos-. Quédeselas, pero no son para publicar.
– Para nuestro uso exclusivo -asintió Rebus.
Desplegó las instantáneas de los diversos asientos traseros de coches, casi todas ellas borrosas por haber sido tomadas en vehículos que no se detenían ante los fotógrafos. Sin embargo, algunos mandatarios extranjeros sonreían, complacidos tal vez de que su presencia fuese noticia.
– ¿Puede darle esto a Siobhan? -añadió Mungo tendiéndole un sobre grande. Rebus asintió con la cabeza y preguntó qué era-. Fotos de la manifestación de Princes Street. Tenía interés por una mujer que estaba junto a la multitud. He conseguido ampliarla un poco.
Rebus abrió el sobre. La joven de las trenzas sostenía la cámara pegada a la cara. ¿Santal se llamaba? Ah, sí, sándalo. Pensó si Siobhan habría verificado el nombre a través de Operación Sorbus; parecía concentrada en la filmación y su boca era una línea fina, firme. Una persona dedicada: tal vez profesional. En otras instantáneas aparecía con la cámara separada del cuerpo, mirando a derecha e izquierda, como alerta a algo, totalmente ajena a los escudos de los antidisturbios, sin preocuparse de los proyectiles; ni entusiasmada ni atemorizada.
Simplemente haciendo su trabajo.
– Yo se las entregaré -dijo Rebus a Mungo mientras el fotógrafo cerraba la bolsa-. Y gracias por éstas. Le debo un favor.