Mungo asintió despacio con la cabeza.
– ¿Tal vez una llamada si llega el primero a algún escenario de crimen? -dijo.
– No es frecuente, hijo -dijo Rebus-, pero lo tendré en cuenta.
Mungo les estrechó la mano y dio media vuelta hacia la salida mientras Wylie le seguía con la mirada.
– ¿Va a tenerlo en cuenta de verdad? -preguntó en voz baja.
– Ellen, lo jodido es que mi memoria, últimamente, no es lo que era -replicó Rebus cogiendo los tallarines, que ya estaban fríos.
Mairie Henderson, según lo prometido, se presentó al cabo de media hora y puso mala cara al ver en la mesa el envoltorio de la chocolatina.
– No es culpa mía -dijo Rebus alzando las manos.
– He pensado que te gustaría ver esto -dijo ella desplegando la primera página de la edición del periódico del día siguiente-. Tuvimos suerte. Hoy no había artículos importantes.
LA POLICÍA INDAGA UN CRIMEN MISTERIOSO EN EL G-8. Lo acompañaban fotos de la Fuente Clootie y del hotel de Gleneagles. Rebus no se tomó la molestia de leer el texto.
– ¿Qué le acaba de decir a Mungo? -terció Wylie en broma.
Rebus, sin hacer caso, se concentró en las fotos de los mandatarios.
– Mairie, ¿me los puedes nombrar? -preguntó.
Ella hizo una inspiración honda y comenzó a desgranar nombres de ministros de países tan distintos como Sudáfrica, China y México, la mayoría con la cartera de Comercio o Hacienda, y en los casos en que no estaba segura, hizo una llamada a los expertos de su periódico.
– Por tanto, cabe suponer que hablaron de comercio o ayuda financiera -dijo Rebus-. En cuyo caso, ¿qué hacía ahí Richard Pennen? ¿O, más aún, el ministro de Defensa?
– Las armas son también comercio -replicó Mairie.
– ¿Y el jefe de la policía?
Ella se encogió de hombros.
– Probablemente fue una invitación de cortesía. Éste de aquí -añadió dando unos golpecitos sobre una foto- es el señor Transgénicos. Le he visto en la tele discutiendo con los ecologistas.
– ¿Vendemos transgénicos a México? -preguntó Rebus.
Mairie volvió a alzar los hombros.
– ¿Tú crees que realmente ocultan algo?
– ¿Por qué iban a hacerlo? -planteó Rebus como sorprendido.
– Porque pueden -apuntó Ellen Wylie.
– Estos caballeros no son tan tontos. Pennen no es el único hombre de negocios en el candelero -dijo Mairie señalando otras dos caras-. Banca y líneas aéreas -añadió.
– A los personajes importantes les sacaron del castillo a toda prisa en cuanto se descubrió el cadáver de Webster -dijo Rebus.
– Para mí que es el procedimiento habitual -comentó Mairie.
Rebus se dejó caer en la silla más próxima.
– Pennen no desea que removamos nada y Steelforth ha querido darme un escarmiento. ¿Qué os dice eso?
– Que cualquier cosa que se sepa es mala publicidad… cuando se comercia con ciertos gobiernos.
– Me gusta este hombre -comentó Wylie al concluir la lectura de las notas sobre Webster-. Siento que haya muerto. ¿Va a ir al funeral? -preguntó mirando a Rebus.
– Lo estoy pensando.
– ¿Otra ocasión para tropezarte con Pennen y el Departamento Especial? -preguntó Mairie.
– Yo voy a dar el pésame -replicó Rebus- y a decirle a su hermana que no avanzamos nada -añadió cogiendo unos primeros planos de Mungo de las escenas del parque de Princes Street.
Mairie los miró también.
– Por lo que me han dicho, os pasasteis -comentó.
– Actuamos con firmeza -dijo Wylie picada.
– Eran unas cuantas docenas de exaltados contra centenares de antidisturbios.
– ¿Y quién les da el oxígeno de la publicidad? -replicó Wylie dispuesta a enzarzarse.
– Vosotros con las porras -replicó Mairie-. Si no hubiese nada de que informar, no informaríamos.
– Ya, pero yo me refiero al modo de tergiversarlo… -Wylie advirtió que Rebus ya no escuchaba y miraba una foto con los ojos entornados-. ¿John? -Como no contestó, le dio un codazo-. ¿No me echa una mano?
– Ellen, estoy seguro de que sabes defenderte tú sola.
– ¿Qué sucede? -preguntó Mairie mirando la foto por encima de él-. Se diría que has visto un fantasma.
– En cierto modo sí -contestó Rebus. Cogió el teléfono, pero cambió de idea y volvió a colgarlo-. Bueno, después de todo -añadió-, mañana será otro día.
– «Otro» no, John -dijo Mairie-. Mañana todo habrá acabado.
– Y aquí esperamos que Londres no obtenga la sede olímpica -añadió Wylie-. No se hablará de otra cosa hasta el día del juicio.
Rebus se puso en pie sin abandonar su aire pensativo.
– La hora de la cerveza -comentó-. Pago yo la ronda.
– Pensaba que ibas a escaquearte -dijo Mairie con un suspiro.
Wylie recogía la chaqueta y el bolso y él iba camino de la puerta.
– ¿No dejas aquí eso? -dijo Mairie, señalando con la barbilla la foto que Rebus sostenía aún en la mano.
Él bajó la vista, la dobló y se la guardó en el bolsillo. Se palpó los otros bolsillos y puso la mano en el hombro de la periodista.
– Da la casualidad de que no llevo… ¿Podrías hacerme un préstamo?
A última hora de la tarde Mairie regresó a su casa de Murrayfield. Era propietaria de los dos pisos de la última planta de una casa victoriana y compartía la hipoteca con su novio Allan. Pero Allan era operador de cámara de televisión y se veían muy poco. Aquella semana había sido de órdago. Mairie tenía dedicado a despacho uno de los dormitorios de invitados y a él se dirigió, tirando la chaqueta sobre el respaldo de una silla. En la mesa de centro no cabía ya ni una taza, cubierta como estaba de montones de noticias impresas; sus archivos de recortes ocupaban una pared entera y sus pocos y preciados premios periodísticos los tenía enmarcados encima del ordenador. Se sentó frente al escritorio y se preguntó por qué se sentía tan a gusto en aquel cuarto lleno de cosas y mal ventilado. Tenía una espaciosa cocina, pero allí pasaba poco tiempo, y el cuarto de estar lo había invadido Allan con su cine particular y el equipo de música, pero aquel cuarto -su oficina- era exclusivamente suyo. Miró las estanterías de casetes de las entrevistas que había realizado y que tantas vidas guardaban. La de Cafferty había requerido más de cuarenta horas de conversaciones y las transcripciones llenaban mil páginas. El libro era una meticulosa compilación y sabía que se merecía una puta medalla. Pero no se la habían dado. Que el libro se vendiera a carretadas no había servido para aligerar la hipoteca y era Cafferty quien aparecía en las tertulias de televisión, quien firmaba ejemplares y se personaba en festivales y en fiestas de famosos en Londres. En la tercera edición incluso habían cambiado la sobrecubierta, el nombre de él con letras más grandes y el suyo con letras más pequeñas.
Qué descaro.
Y ahora, cuando se veían, él no dejaba de tomarle el pelo pidiéndole una continuación, insinuando que entonces sí que sacaría una «buena tajada», porque sabía de sobra que ella no iba a dejarse engañar de nuevo. ¿Cómo era el viejo proverbio? Vergüenza para ti si me engañas una vez, vergüenza para mí si me engañas dos veces. Cabrón.
Comprobó los mensajes de correo electrónico, pensando en la copa que había tomado con Rebus. Seguía enfadada con él porque no se había prestado a una entrevista para el libro de Cafferty, porque, a falta de su participación, muchos acontecimientos e incidentes se basaban exclusivamente en la versión de Cafferty. Pues sí; seguía enfadada con Rebus.
Enfadada porque sabía que tenía toda la razón para negarse.
Sus colegas pensaban que había ganado una fortuna con el libro, y algunos habían dejado de hablarle y de contestar a sus llamadas. Era en parte envidia, evidentemente, pero también porque pensaban que no tenían nada que ofrecerle. Agotadas sus fuentes, se vio obligada a cubrir noticias de lo que fuera, a redactar historias sobre concejales y asistentes sociales; artículos de contenido humano con muy poco interés. A los jefes de redacción les extrañaba que necesitase trabajo.