– Juro por Dios que cuando eche mano a ese gilipollas… -Sus nudillos blancos aferraban el volante.
– Pero si dices algo que pueda ser utilizado en tu contra ante un tribunal… -recitó Rebus.
– No habrá pruebas -replicó Cafferty con una carcajada-. Los forenses tendrán que recoger sus restos con pinzas.
– Pero si dices algo que… -repitió Rebus.
– La cosa empezó hace tres años -dijo Cafferty, tratando de calmar su agitada respiración-. Pedí licencia de máquinas de juego y de apertura de bares, incluso pensaba abrir un servicio de taxis en su territorio y dar trabajo a algunos parados, pero él hizo que el ayuntamiento me negara las licencias una y otra vez.
– O sea, que has dado por fin con alguien con redaños para plantarte cara.
Cafferty miró a Rebus.
– Creía que eso era obligación de usted -replicó.
– Es muy posible.
Finalmente Cafferty rompió el silencio que siguió.
– Necesito una copa -dijo pasándose la lengua por los labios y las comisuras de la boca con hilillos de saliva.
– Buena idea -dijo Rebus-. Beber para olvidar, como yo, seguramente.
Siguió observando a Cafferty durante el resto del trayecto hasta el centro sin intercambiar palabra. Aquel hombre había matado sin que se le pudiera imputar nada, quizá más veces de las que él sabía; había arrojado víctimas a los cerdos hambrientos de una granja de Borders y había arruinado incontables vidas, purgando cuatro condenas de cárcel. Era un violento desde sus años mozos, había hecho su aprendizaje de matón con la mafia londinense…
¿Por qué diablos sentía pena por él?
– Tengo en mi casa un malta de treinta y cinco años -le dijo Cafferty- y dulce de azúcar morena con mantequilla…
– Déjame en Marchmont -insistió Rebus.
– ¿Y esa copa?
Rebus negó con la cabeza.
– ¿No me aconsejabas que renunciase a la bebida? -replicó.
Cafferty lanzó un resoplido pero no dijo nada. En cualquier caso, Rebus notó que estaba deseando tomarse una copa con él, sentados el uno frente al otro, mientras llegaba la noche.
Pero Cafferty no insistió, porque habría sido como rogárselo. Y Cafferty no rogaba. Aún.
Rebus comprendió que lo que Cafferty temía era la pérdida de poder. El mismo temor acosa a tiranos y políticos, sean hampones o mandamases, el temor de que llegue el día en que nadie les haga caso, no se cumplan sus órdenes y, perdida la fama, tengan que enfrentarse a nuevos retos, nuevos rivales y depredadores. Cafferty tendría seguramente sus buenos millones, pero ni una flota entera de coches de lujo podía sustituir al postín y el respeto.
Edimburgo no era una ciudad grande, era fácil para un solo hombre ejercer el control en la mayor parte de la misma. ¿Tench o Cafferty? ¿Cafferty o Tench?
Rebus no pudo evitar plantearse si tendría que elegir.
Los mandamases.
Todos los del G-8, Pennen y Steelforth inclusive. Todos movidos por el ansia de poder. Era una cadena de mando que afectaba a todos los habitantes del planeta. Todavía reflexionaba Rebus al respecto mirando como se alejaba el Bentley cuando en aquel momento columbró una figura en la penumbra junto al portal de su casa. Apretó los puños y miró alrededor por si hubiera venido Jacko con sus colegas. Pero no fue Jacko quien salió a su encuentro, sino Hackman.
– Buenas noches -dijo.
– He estado a punto de darle un golpe -contestó Rebus relajando los hombros-. ¿Cómo diablos me ha encontrado?
– Cuestión de un par de llamadas. Aquí, la policía es muy servicial. Pero no le hacía yo viviendo en una calle así.
– ¿Dónde se supone que tendría que vivir?
– En un gran piso rehabilitado -contestó Hackman.
– No me diga.
– Con una rubia que le prepare el desayuno los fines de semana.
– Así que, ¿sólo la veo los fines de semana? -replicó Rebus, sin poder evitar una sonrisa.
– No dispone de tiempo para nada más. Un polvo y vuelta al tajo diario.
– Lo tiene todo previsto. Pero eso no explica qué es lo que hace aquí a esta hora.
– Es que me he acordado de algún detalle sobre el caso de Trevor Guest.
– ¿Y me lo va a contar a cambio de una copa? -aventuró Rebus.
Hackman asintió con la cabeza.
– Pero tiene que ser con un buen espectáculo.
– ¿Con espectáculo?
– ¡Nenas!
– No bromee…
Pero Rebus comprendió por la actitud de Hackman que no bromeaba en absoluto.
Tomaron un taxi en Marchmont Road y fueron a Bread Street. El taxista les dirigió una sonrisa solapada por el retrovisor: dos hombres maduros con unas cuantas copas en ruta hacia los locales de destape.
– Bien, cuente -dijo Rebus.
– ¿El qué? -replicó Hackman.
– Esa información sobre Trevor Guest.
– Si se lo cuento ahora -replicó Hackman esgrimiendo un dedo- igual me deja colgado.
– ¿Si le doy mi palabra de caballero…? -dijo Rebus.
Ya tenía bastante aquella noche y no estaba dispuesto a tragarse una ruta de tugurios de baile de barra en Lothian Road. Recibiría la información y dejaría a Hackman en la calle, indicándole adonde dirigirse.
– Mañana ya se van los hippies -dijo el inglés-. Marchan en autobuses a Gleneagles.
– ¿Y usted?
– Yo haré lo que me manden -contestó Hackman encogiéndose de hombros.
– Pues yo le mando que me cuente lo que sabe de Guest.
– Bien, bien; siempre que me prometa que no se largará en cuanto pare el taxi.
– Por mi honor escocés.
Hackman se reclinó en el asiento.
– Trevor Guest tenía un genio muy vivo y se buscó muchos enemigos. Probó a marcharse a Londres, pero no le salió bien. Siempre le engañaba una puta u otra, y a partir de ahí comenzó a alimentar rencor contra el bello sexo. ¿Dice que acabó en una página de Internet?
– En Vigilancia de la Bestia.
– ¿Tiene idea de quién envió sus datos?
– Un anónimo.
– Trevor era un ladrón de casas más que nada; un ladrón con mal genio, por eso fue a la cárcel.
– ¿Y bien?
– ¿Quién le hizo aparecer en Internet y por qué?
– ¿Usted qué piensa?
Hackman volvió a encogerse de hombros y se agarró al pasamanos al tomar el taxi una curva cerrada.
– Otra cosa -añadió mirando si Rebus prestaba atención-. Cuando se fue a Londres corrió el rumor de que viajó con un alijo de droga, que, incluso, podría haber sido heroína.
– ¿Era heroinómano?
– Usuario ocasional. No creo que se inyectase. Es decir, hasta la noche en que murió.
– ¿Estafó a alguien?
– Podría ser. Escuche, ¿no será que hay una conexión que usted no detecta?
– ¿Qué conexión sería ésa?
– Esos malhechores de baja estofa abarcan a veces más de lo debido.
Rebus reflexionó un instante.
– La víctima de Edimburgo trabajaba para un gángster local.
– Pues ya está -dijo Hackman dando una palmada.
– Supongo que Eddie Isley habría… -dejó la frase en el aire, poco convencido.
El taxi se detuvo y el taxista les dijo que eran cinco libras. Rebus advirtió que estaban a la puerta de The Nook, uno de los bares de destape de cierta categoría de Edimburgo. Hackman bajó inmediatamente a pagar la carrera a través de la ventanilla del pasajero, indicio inequívoco de que era forastero, porque los de Edimburgo pagaban antes de apearse. Rebus consideró sus opciones: quedarse en el taxi o bajar y decirle a Hackman que se marchaba.
La portezuela seguía abierta y el inglés hacía gestos de impaciencia.
Rebus se bajó del taxi en el momento en que se abría la puerta de The Nook y del interior surgía un hombre tambaleante con dos porteros a la zaga.
– ¡Les digo que yo no la toqué! -protestó.