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Era alto, bien vestido y de piel oscura. A Rebus, aquel traje azul le resultaba conocido.

– ¡Mentira! -exclamó uno de los porteros señalando al cliente con el dedo.

– Ella quería robarme -protestó el hombre-. Intentó sacarme la cartera de la chaqueta, y al apartarle la mano comenzó a quejarse.

– ¡Otra mentira! -espetó el mismo portero.

Hackman dio un codazo a Rebus en las costillas.

– Vaya locales conoce, John -dijo con aparente fruición.

El otro portero habló por el micrófono de la muñeca.

– Intentó quitarme la cartera -insistió el del traje.

– Entonces, ¿no le robó?

– Si la hubiese dejado, seguro que sí.

– ¿Le robó? Hace un minuto perjuró que sí y que tenía testigos.

El portero volvió la cabeza hacia Rebus y Hackman y el cliente miró también hacia ellos y reconoció a Rebus.

– Amigo, ¿no ve usted en qué situación me encuentro?

– Más o menos -contestó Rebus.

El del traje le estrechó la mano.

– Nos conocimos en el hotel, ¿recuerda? En el estupendo almuerzo que nos brindó mi buen amigo Richard Pennen.

– No fue en el almuerzo -replicó Rebus-. Charlamos en el vestíbulo.

– Sí que tiene relaciones, John -comentó Hackman, conteniendo la risa y dando otro codazo a Rebus.

– Es una situación lamentable y grave -dijo el del traje-. Tenía sed y entré en lo que pensé que sería una especie de mesón…

Los porteros lanzaron un bufido.

– Sí, después de pagar la entrada -dijo el más furioso de los dos.

Incluso Hackman se echó a reír. Pero calló al ver que se abría de nuevo la puerta y quien salía era una mujer; una bailarina, en sujetador y tanga y zapatos de tacón alto. Llevaba un peinado alto y mucho maquillaje.

– Dice que le robé, ¿no? -vociferó.

Hackman miró como si estuviera en la mejor localidad de la pista.

– Nosotros lo solventaremos -dijo el portero malhumorado, mirando enfurecido a su compañero, que era quien obviamente había lanzado la acusación.

– ¡Me debe cincuenta libras de los bailes! -gritó la mujer con la mano abierta, decidida a cobrar-. ¡Y empezó a meterme mano! No hay derecho.

En ese momento pasó un coche patrulla y los agentes miraron la escena. Rebus vio las luces de los frenos y se imaginó que iba a dar media vuelta.

– Soy diplomático -dijo el del traje- y gozo de inmunidad ante falsas alegaciones.

– Vaya, se ha tragado un diccionario -comentó Hackman riendo.

– Tengo inmunidad diplomática -repitió el hombre- en mi condición de miembro de la delegación de Kenia.

El coche patrulla se detuvo y se bajaron dos policías ajustándose la gorra.

– ¿Qué sucede aquí? -preguntó el conductor.

– Estamos acompañando a este caballero fuera del local -contestó el portero, ahora sin enojo.

– ¡Me echaron a la fuerza! -protestó el keniano-. ¡Y casi me roban la cartera!

– Cálmese, señor. Vamos a ver… -El policía de uniforme se volvió hacia Rebus al advertir de reojo un movimiento.

Rebus le puso el carné delante de las narices.

– Hay que llevar a estos dos a la comisaría más cercana -dijo.

– No es para tanto… -intervino el portero.

– ¿Quiere acompañarlos, amigo? -inquirió Rebus interrumpiéndole.

– ¿A qué comisaría? -preguntó el uniformado.

Rebus le miró.

– ¿A cuál pertenece usted?

– A la de Hull.

Rebus profirió un sonido de exasperación.

– Vamos a la de West End -dijo-. Está en Torphichen Place.

El uniformado asintió con la cabeza.

– Cerca de Haymarket, ¿no?

– Exacto -dijo Rebus.

– Tengo inmunidad diplomática -insistió el keniano.

Rebus se volvió hacia él.

– Se trata de un procedimiento imprescindible -dijo buscando palabras largas que contentaran al hombre.

– No querrá que vaya yo… -dijo la mujer señalando sus generosos pechos.

Rebus no osó mirar a Hackman por si se le caía la baba.

– Me temo que sí -dijo Rebus, haciendo un gesto al uniformado.

Cliente y bailarina fueron llevados al coche patrulla.

– Uno delante y otro atrás -dijo el conductor a su compañero.

La bailarina miró a Rebus al pasar junto a él.

– Un momento -dijo él quitándose la chaqueta y echándosela a la mujer por los hombros, y, volviéndose hacia Hackman, añadió-: Tengo que atender este asunto.

– Agradable asunto, ¿no? -comentó el inglés con mirada lasciva.

– No quiero que se produzca un incidente diplomático -replicó Rebus-. ¿Se las apañará solo?

– De maravilla -contestó Hackman, dándole una palmada en la espalda-. Seguro que estos amigos -añadió de modo que los porteros lo oyeran- no harán pagar entrada a un servidor de la ley.

– Un consejo, Stan -dijo Rebus.

– ¿Cuál?

– Que no se le vaya la mano.

* * *

La sala del DIC estaba desierta y no había rastro de Reynolds Culo de Rata ni de Shug Davidson. Sería más fácil conseguir dos cuartos de interrogatorio y una pareja de uniformados que hicieran de canguros.

– Hombre, qué bien -dijo uno de los agentes.

Primero la bailarina. Rebus le llevó un vaso de plástico con té.

– Recuerdo incluso cómo lo tomas -dijo a la mujer.

Molly Clark estaba sentada con los brazos cruzados, cubierta como buenamente podía con la chaqueta de él. Movía los pies, nerviosa, con gesto crispado.

– Podría haber dejado que me cambiase -dijo dolida, sorbiendo por la nariz.

– ¿Temes enfriarte? No te preocupes, dentro de cinco minutos te llevará un coche.

Ella dirigió hacia él su rostro con los ojos cargados de rímel y las mejillas de colorete.

– ¿No me va a denunciar? -preguntó.

– ¿Por qué? Nuestro amigo no querrá presentar denuncia, ya lo verás.

– Soy yo quien debería denunciarle a él.

– Lo que tú digas, Molly -dijo Rebus ofreciéndole un cigarrillo.

– Hay un letrero de «Se prohíbe fumar» -advirtió ella.

– Pues sí -replicó él encendiendo el suyo.

Ella dudó un instante.

– Bueno… -dijo cogiendo el cigarrillo e inclinándose sobre la mesa para que le diera fuego.

El perfume se le quedaría impregnado en la chaqueta durante semanas. Molly inhaló con fuerza y tragó el humo.

– Cuando fuimos el domingo a veros -dijo Rebus-, Eric no dijo cómo os conocisteis. Ahora creo que ya lo sé.

– Bravo -dijo ella mirando la punta al rojo del cigarrillo. Balanceaba levemente el cuerpo moviendo la pierna de arriba abajo.

– Entonces, ¿él sabe cómo te ganas la vida? -preguntó Rebus.

– ¿Es eso asunto suyo?

– En realidad, no.

– Pues, entonces… -Volvió a aspirar con fuerza el cigarrillo como si fuera un nutriente. El humo barrió el rostro de Rebus-. Entre Eric y yo no hay secretos.

– Muy bien.

Finalmente, ella le miró a los ojos.

– Me estaba tocando. Y en cuanto a lo de la cartera… -añadió con un gesto de desdén-. Distinta cultura pero la misma mierda. Por eso Eric significa algo para mí -añadió más calmada.

Rebus asintió con la cabeza.

– Es tu amigo keniano el que tiene problemas; no tú -dijo.

– ¿De veras? -inquirió ella con la misma gran sonrisa del domingo, y la inhóspita sala pareció iluminarse un instante.

– Eric tiene suerte.

* * *

– Tiene usted suerte -dijo Rebus al keniano.

Estaban en el cuarto de interrogatorios número 2, diez minutos después. De The Nook iban a enviar un coche -y algo de ropa- para Molly, que había prometido dejar la chaqueta de Rebus en el mostrador de recepción de la comisaría.

– Me llamo Joseph Kamweze y tengo inmunidad diplomática.

– En tal caso, no tendrá inconveniente en enseñarme su pasaporte, Joseph -dijo Rebus tendiendo la mano-. Si es diplomático, constará en el pasaporte.