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– No lo llevo encima.

– ¿Dónde se aloja?

– En el Balmoral.

– Vaya sorpresa. ¿Le paga la habitación Pennen Industries?

– El señor Richard Pennen es un buen amigo de mi país.

– ¿Cómo es eso? -preguntó Rebus reclinándose en la silla.

– Por asuntos comerciales y de ayuda humanitaria.

– Montando microchips en piezas de armamento.

– No veo la relación.

– ¿Qué está haciendo en Edimburgo, Joseph?

– Formo parte de la misión comercial de mi país.

– ¿Y qué parte de su cometido le llevó esta noche a The Nook?

– Tenía sed, inspector.

– ¿Y estaba un poco caliente?

– No veo muy bien qué trata de insinuar. Ya le he dicho que gozo de inmunidad.

– De lo cual me alegro por usted. ¿No conocerá a un político británico llamado Ben Webster?

Kamweze asintió con la cabeza.

– Le conocí en Nairobi, en la Alta Comisión.

– ¿No le ha visto en este viaje?

– No tuve ocasión de poder hablar con él la noche en que perdió la vida.

– ¿Estaba en el castillo? -inquirió Rebus mirándole.

– Efectivamente.

– ¿Vio allí al señor Webster?

El keniano asintió con la cabeza.

– No consideré necesario hablar con él en esa ocasión ya que íbamos a vernos en el almuerzo de Prestonfield House -contestó Kamweze compungido-. Y después tuvo lugar esa tragedia.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Rebus tenso.

– Por favor, no me malinterprete. Lo que quiero decir es que ha sido una gran pérdida para la comunidad internacional.

– ¿No vio lo que sucedió?

– Nadie. Quizá las cámaras contribuyan a explicarlo.

– ¿Las cámaras de seguridad? -inquirió Rebus, dándose casi una palmada en la frente. Si el castillo era sede del ejército, naturalmente que tenía que haber videovigilancia.

– Nos llevaron en visita guiada al centro de control. Es de una tecnología impresionante. El terrorismo es cada vez una amenaza más grave, ¿no es cierto, inspector?

Rebus permaneció un instante en silencio.

– ¿Qué dijeron los demás sobre el hecho? -preguntó al fin.

– No acabo de entender… -dijo Kamweze con el ceño fruncido.

– Las otras delegaciones, esa pequeña Liga de Naciones con la que estuvo en Prestonfield. ¿Oyó algún rumor respecto al señor Webster?

El keniano negó con la cabeza.

– Dígame una cosa, ¿se muestran todos tan complacidos como usted con Richard Pennen?

– Inspector, le repito que no creo… -Kamweze, sin acabar la frase, se puso en pie, derribando la silla-. Me gustaría marcharme -añadió.

– ¿Tiene algo que ocultar, Joseph?

– Creo que me ha traído aquí con un falso pretexto.

– Podemos volver al primer motivo y hablar de esa delegación de un solo individuo de su país y sus andanzas por los bares de destape de Edimburgo -dijo Rebus inclinándose sobre la mesa y apoyando los brazos-. En esos locales hay también cámaras de seguridad, Joseph, y habrá quedado grabado.

– Gozo de inmunidad…

– No estoy insinuando nada, Joseph. Sólo pienso en la gente de su país. Supongo que tendrá familia en Nairobi… ¿Su padre, su madre, tal vez una esposa e hijos?

– ¡Quiero marcharme! -exclamó Kamweze dando un puñetazo en la mesa.

– Tranquilo -dijo Rebus alzando las manos-. Se trata de una simple charla.

– ¿Desea provocar un incidente diplomático, inspector?

– No lo sé -respondió Rebus pensativo-. ¿Y usted?

– ¡Esto es indignante!

Dio otro puñetazo en la mesa y se dirigió a la puerta. Rebus no se lo impidió. Encendió un cigarrillo, puso las piernas sobre la mesa cruzándolas por los tobillos, se estiró hacia atrás y miró al techo. Naturalmente, Steelforth no había dicho nada de las cámaras de seguridad, y él sabía que le costaría lo suyo conseguir que le dejaran ver el metraje por tratarse de algo exclusivamente propiedad de la guarnición militar y fuera de su jurisdicción.

Lo que no le impediría plantearlo.

Al cabo de un minuto llamaron a la puerta y entró un uniformado.

– Nuestro amigo africano dice que quiere un taxi para volver al Balmoral.

– Dígale que un paseo a pie le vendrá bien -dijo Rebus-. Y coméntele que procure que no le entre sed otra vez.

– ¿Cómo? -inquirió el agente desconcertado.

– Dígaselo tal cual.

– Sí, señor. Ah, otra cosa…

– ¿Qué?

– Aquí no se puede fumar.

Rebus volvió la cabeza y miró fijamente al agente hasta que se marchó. Cuando hubo cerrado la puerta sacó el móvil del bolsillo del pantalón, marcó un número y esperó.

– ¿Mairie? Tengo una información que a lo mejor te sirve -dijo.

CARA TRES: NI DIOS, NI AMO

MIÉRCOLES 6 DE JULIO

Capítulo 16

Casi todos los dignatarios del G-8 aterrizaban en el aeropuerto de Prestwick, al sudoeste de Glasgow. Un total de casi ciento cincuenta aviones iba a tomar tierra a lo largo del día. A continuación, mandatarios y esposas, con el personal de su séquito, serían trasladados en helicóptero a Gleneagles, mientras flotas de coches con chófer llevaban a los miembros de las delegaciones a sus respectivos alojamientos. El perro rastreador de Bush ocupaba coche propio. Bush cumplía cincuenta y nueve años. Jack McConnell, primer ministro del Parlamento escocés, esperaba a pie de pista a los líderes mundiales. No hubo protestas ni incidentes visibles.

Pero en Stirling, el noticiario de la mañana mostró a manifestantes enmascarados abollando coches y furgones, rompiendo los cristales de un Burger King, bloqueando la A9 y asaltando gasolineras. En Edimburgo, cortaron el tráfico en Queensferry Road, en Lothian Road había en reserva una hilera de furgones de la policía y un cordón de uniformados protegía el Hotel Sheraton y a unos setecientos delegados. Policía a caballo patrullaba las calles, generalmente transitadas por la gente que acudía al trabajo a primera hora, y aquel día vacías. En Waterloo Place aguardaba una fila de autobuses para el traslado de los manifestantes al norte, a Auchterarder. Pero aún no estaba claro y no se sabía con seguridad si había autorización de ruta oficial. La marcha se suspendió, volvió a anunciarse y se suspendió de nuevo. La policía ordenó a los conductores de los autobuses que no movieran los vehículos del sitio hasta que se confirmara una u otra cosa.

Luego, empezó a llover, por lo que se pensó que el concierto de la tarde «Empujón final» no se celebraría. Los músicos y los famosos andaban ya en el estadio Murrayfield atareados con las pruebas de sonido y los ensayos. Bob Geldof estaba en el Hotel Balmoral listo para acudir a Gleneagles con su amigo Bono, suponiendo que las diversas manifestaciones se lo permitieran, y la reina iba también camino del norte para ofrecer un banquete a los delegados.

Los presentadores del telediario hablaban de forma entrecortada y se mantenían en pie a base de cafeína. Siobhan, tras pasar la noche en el coche, se tomó un café aguado en una pastelería del pueblo. Los otros clientes centraban su interés en los acontecimientos que se sucedían en la pantalla del televisor de la pared tras el mostrador.

– Eso es Bannockburn -dijo una joven-. Y eso, Springkerse. ¡Están por todas partes!

– Se hacen fuertes -comentó su amigo, suscitando algunas sonrisas.

Los manifestantes habían salido de Campamento Horizonte a las dos de la madrugada, sorprendiendo a la policía dormida.

– No entiendo cómo esos puñeteros políticos pueden decir que esto es bueno para Escocia -comentó un hombre en mono de pintor, mientras esperaba su panecillo de beicon-. Tengo un trabajo en Dunblane y otro en Creiff y Dios sabe si podré llegar.