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De vuelta al coche, Siobhan puso la calefacción para entrar en calor, pero aún le crujía la columna y tenía tortícolis. Se había quedado en Stirling porque volver a casa habría supuesto pasar de nuevo aquella mañana los mismos controles o tal vez otros peores. Se tomó dos aspirinas y se dirigió a la A9. No había avanzado mucho por el doble carril cuando las luces destellantes de un coche algo más adelante le hicieron comprender que estaba bloqueado el tráfico. Los conductores se bajaban de los coches para despotricar contra unos hombres y mujeres vestidos de payaso tumbados en medio de la calzada, algunos de ellos encadenados a las barreras protectoras del centro. Por los campos colindantes, la policía perseguía a otras figuras estrambóticas. Siobhan dejó el coche en el arcén, avanzó hasta el principio del atasco y enseñó su carné al oficial que estaba al mando de los uniformados.

– Tengo que ir a Auchterarder -le dijo.

El policía señaló con la porra corta hacia una moto de la policía.

– Si Archie tiene un casco de más, la lleva en un santiamén.

Archie tenía un casco extra.

– Va a pasar mucho frío ahí detrás -dijo a Siobhan.

– Pues me haré un ovillo -replicó ella.

Pero en cuanto el motorista aceleró, lo del «ovillo» pasó a segundo término y lo que hizo fue agarrarse a él como pudo. El casco tenía auricular incorporado y pudo oír los mensajes de Operación Sorbus: unos cinco mil manifestantes iban camino de Auchterarder dispuestos a penetrar en el recinto del hotel. Siobhan sabía que era fúticlass="underline" aún se encontrarían a medio kilómetro del edificio, y sus consignas se las llevaría el viento; dentro de Gleneagles, los mandatarios ni se enterarían de la marcha y de las protestas. Los manifestantes se aproximaban a campo traviesa desde todas direcciones pero, tras la valla de seguridad, la policía estaba preparada. Siobhan había visto al salir de Stirling una pintada reciente en un establecimiento de comida rápida» «diez mil faraones, seis mil millones de esclavos», cuyo significado seguía intrigándole.

Un frenazo repentino de Archie la hizo inclinarse hacia delante y pudo ver por encima de su hombro la escena que se desarrollaba ante ellos. Antidisturbios con escudos y perros, y policías a caballo. Sobre sus cabezas evolucionaba un helicóptero Chinook bimotor y había una bandera americana en llamas.

Era una sentada de protesta que ocupaba toda la calzada. En cuanto la policía comenzó a abrir brecha, Archie enfiló la moto hacia el hueco y cruzó. De no haber tenido los nudillos entumecidos de frío, Siobhan se habría soltado un instante para darle una palmada en la espalda. Oyó por el auricular que la estación de tren de Stirling volvería a abrir en breve, pero que tal vez los anarquistas utilizaran la línea como atajo para llegar a Gleneagles. Recordó que el hotel tenía estación propia, pero dudaba que alguien la utilizase aquel día. Eran mejores las noticias de Edimburgo, donde una lluvia torrencial había aguado los ánimos de los manifestantes.

Archie volvió la cabeza.

– ¡El tiempo escocés! -gritó-. ¿Qué haríamos sin él?

La carretera del puente Forth funcionaba con «interrupciones mínimas» y habían despejado las barreras de Quality Street y Corstorphine Road. Archie frenó para atravesar otro bloqueo y Siobhan aprovechó la oportunidad para limpiar con la manga el vaho del visor. En el momento en que el motorista ponía el intermitente para salir del doble carril, vieron que otro helicóptero más pequeño les seguía. Archie detuvo la moto.

– Final de trayecto -dijo.

No habían llegado a las afueras del pueblo, pero ella comprendió que tenía razón. Ante ellos, tras un cordón policial, había un mar de banderas y pancartas y se oían cantos, silbidos y abucheos.

«Bush, Blair, CÍA, ¿cuántos niños habéis matado hoy?» La misma consigna que voceaban en la ceremonia de «Nombrar a los muertos».

«George Bush, te conocemos, tu padre era también un asesino.» Ah, ésta era nueva.

Siobhan se bajó del sillín trasero, devolvió el casco y dio las gracias a Archie, quien le sonrió.

– No hay muchos días tan emocionantes como éste -dijo dando media vuelta con la moto.

Al acelerar le dijo adiós con la mano y ella le devolvió el saludo ya casi desentumecida. Un policía rubicundo se le acercó inmediatamente, pero ella ya tenía el carné preparado.

– ¡Está loca! -ladró-. ¡Y parece una de ésas! -dijo señalando con el dedo hacia los manifestantes contenidos-. Si la ven detrás de nuestras líneas la reclamarán. Así que desparezca o póngase el uniforme.

– No olvide que hay una tercera vía -añadió Siobhan.

Con una sonrisa, fue hacia el cordón policial, se abrió hueco entre dos antidisturbios y, agachándose, pasó por debajo de los escudos y se situó en la primera fila de la manifestación. El rubicundo oficial se quedó pasmado.

– ¡Poneos las insignias! -gritó un manifestante a los agentes.

El antidisturbios que tenía frente a ella vestía una especie de mono y en el casco, sobre la visera, se veían escritas en blanco las letras ZH. Pensó si los de Princes Street llevaban las mismas iniciales, pero ella únicamente recordaba XS.

El oficial, con las mejillas sudorosas, conservaba la serenidad y daba órdenes al cordón policiaclass="underline"

– ¡Cierren filas! Con calma. ¡Empújenlos!

En ambos bandos se advertía un elemento concertado de tira y afloja. Un manifestante decía en voz alta y tranquilo que la marcha estaba autorizada y que si la policía violaba el acuerdo, él no podía hacerse responsable de las consecuencias. Mientras hablaba se llevó un móvil al oído, al tiempo que los fotógrafos alzaban sus cámaras para tomar instantáneas de la escena.

Siobhan comenzó a retroceder y a continuación se desplazó hacia un lado hasta situarse fuera de la masa de manifestantes; escrutó la multitud para localizar a Santal. A su lado tenía un jovenzuelo de dientes picados y cabeza rapada que comenzó a proferir insultos con un acento que a Siobhan le pareció escocés; en un momento en que se le abrió la chaqueta, mostró en el cinturón algo muy parecido a un cuchillo.

El chico utilizaba el móvil para tomar instantáneas que enviaba a sus amigos. Siobhan miró alrededor, pero no había manera de avisar a los agentes. Si se acercaban a detenerle se desencadenaría un buen tumulto, por lo que optó por situarse detrás esperando el momento propicio. Vio la oportunidad cuando la multitud comenzó a cantar alzando los brazos. Le agarró del brazo y se lo retorció hacia atrás empujándole para que cayera de rodillas, y con la otra mano le quitó el cuchillo y le tumbó en el suelo. Se mezcló entre la multitud, tiró el cuchillo a unas matas más allá de un muro y alzó los brazos dando palmadas. El chico se abría paso a codazos rojo de indignación buscando a su agresor. No iba a encontrarlo.

Siobhan esbozó apenas una sonrisa, consciente de que su propia búsqueda podía resultar probablemente tan infructuosa como la del gamberro. Estaba en medio de la manifestación, y en cualquier momento podía degenerar en disturbio.

«Daría cualquier cosa por tomar un café con leche en Starbucks.» El peor sitio y en el peor momento, decididamente.

* * *

En el vestíbulo del Hotel Balmoral, Mairie vio que se abría la puerta del ascensor y que salía el hombre del traje azul. Se levantó de la silla y él fue a su encuentro tendiéndole la mano.

– ¿El señor Kamweze?

Él asintió con la cabeza y se dieron la mano.

– Le agradezco que haya aceptado la entrevista apenas sin antelación -comentó Mairie tratando de no mostrarse muy obsequiosa, al contrario de lo que había hecho por teléfono, fingiéndose una novata, impresionada por entrevistar a una gran figura de la política africana y suplicándole unos minutos para completar el perfil que estaba redactando.

Ya no necesitaba fingir. Allí estaba su personaje. Bien, de todos modos, no quería espantarle.