– ¿Le apetece un té? -preguntó el africano señalando hacia Palm Court.
– Me encanta su traje -comentó Mairie.
Él retiró la silla de la mesa para que se sentara. Ella se alisó la falda al hacerlo y Joseph Kamweze lo observó con suma complacencia.
– Gracias -dijo él sentándose frente a ella.
– ¿Es de diseño?
– Lo compré en Singapur cuando regresaba de Canberra con la delegación. En realidad no fue muy caro. -Se inclinó sobre la mesa y añadió en tono conspirativo-Pero no se lo diga a nadie. -Su gran sonrisa dejó ver una muela de oro.
– Bien, vuelvo a darle las gracias por concederme la entrevista -dijo Mairie sacando del bolso el bloc de notas y el bolígrafo.
Llevaba también una pequeña grabadora digital y le preguntó si no le importaba que quedara constancia de la entrevista.
– Depende de las preguntas -respondió él con otra sonrisa.
Llegó la camarera y el africano pidió Lapsang Souchong para los dos. Mairie detestaba aquel té, pero se lo calló.
– Permítame que pague -dijo, pero él lo descartó con un gesto.
– No tiene importancia -comentó.
Mairie enarcó una ceja. No había acabado de colocar los útiles de su oficio cuando lanzó la primera pregunta.
– ¿Le ha pagado el viaje Pennen Industries?
La sonrisa se esfumó del rostro del africano y su mirada se endureció.
– ¿Cómo dice?
– Quería saber simplemente quién paga su viaje aquí -añadió ella con cara de la más perfecta ingenuidad.
– ¿Qué es lo que pretende? -replicó él con voz fría, rozando con la yema de los dedos el borde de la mesa.
Mairie fingió que consultaba sus notas.
– Señor Kamweze, forma usted parte de la delegación comercial de Kenia. ¿Cuáles son exactamente sus expectativas respecto al G-8? -preguntó comprobando si la grabadora funcionaba y colocándola en la mesa entre ambos.
Joseph Kamweze se mostró muy sorprendido por una pregunta tan burda.
– La condonación de la deuda externa es vital para la recuperación de África -recitó-. El canciller del Exchequer Brown ha señalado que algunos países vecinos de Kenia… -Interrumpió su discurso, preocupado-. ¿Por qué ha venido usted aquí? ¿Es realmente Henderson su verdadero nombre? No sé por qué no le he pedido la credencial…
– Aquí la tengo -dijo Mairie rebuscando en el bolso.
– ¿Por qué ha mencionado a Richard Pennen? -interrumpió Kamweze.
Ella le miró parpadeando.
– No lo he mencionado.
– Mentirosa.
– He mencionado Pennen Industries, que es una empresa.
– Usted acompañaba a aquel policía de Prestonfield House.
Era una afirmación tal vez improvisada, pero Mairie no lo negó.
– Más vale que se marche -añadió él.
– ¿Está seguro? -replicó ella con voz firme y sosteniéndole la mirada-. Si me despide de este modo voy a plantar una foto suya en la primera página del periódico.
– No diga tonterías.
– Como no es muy nítida, habrá que ampliarla y quedará algo borrosa, pero se le verá delante de una bailarina que se contorsionaba, con las manos en las rodillas y mirando embobado sus senos desnudos. Se llama Molly y trabaja en The Nook de Bread Street. Esta misma mañana conseguí la filmación de la cámara de seguridad.
Era todo mentira, pero vio con fruición el efecto que causaba en Kamweze, que hundió las uñas en la mesa y comenzó a sudar por la raíz del pelo corto.
– Después fue interrogado en la comisaría, señor Kamweze. Y seguro que eso también quedó grabado.
– ¿Qué quiere de mí? -dijo él entre dientes.
Pero se sobrepuso al ver llegar a la camarera con el té y unas mantecadas. Mairie, que no había desayunado, dio un bocado a una. Aquel té olía a algas asadas, y, en cuanto le sirvió la camarera, apartó la taza a un lado. El keniano hizo igual.
– ¿No tiene sed? -preguntó ella sin poder contener una sonrisa.
– Ese policía se lo ha contado todo -dijo Kamweze, recordando-. Él también me amenazó.
– Sí, pero él no puede imputarle nada. Mientras que yo… Bien, a menos que me convenza debidamente de que no prepare una exclusiva en primera página -lograba impresionarle-, una primera página que dará la vuelta al mundo. ¿Cuánto tardará la prensa de su país en recoger la noticia y reproducirla? ¿Cuánto tardarán los ministros de su gobierno en enterarse? Sus vecinos, sus amigos…
– Basta -gruñó el keniano con la vista clavada en la brillante superficie de la mesa, que le devolvía su propia imagen-. Basta -repitió, esta vez con un tono que a ella le dio a entender que cedía-. ¿Qué es lo que quiere?
Mairie mordió otra mantecada.
– Realmente, no mucho -dijo-. Únicamente todo lo que pueda contarme sobre Richard Pennen.
– ¿Quiere que sea su Garganta Profunda, señorita Henderson?
– Si eso le entusiasma…
Pero pensó que aquel hombre no era más que un incauto, un funcionario tonto pillado in fraganti.
Su chivato particular.
Era su segundo funeral en una semana.
Había salido a paso de tortuga de Edimburgo, todavía conmocionada por los acontecimientos. En el puente Forth, la policía de Fife paraba camiones y furgonetas para comprobar la carga como posibilidad de barricadas, pero pasado el puente, el tráfico era fluido. En realidad, llegaba antes de la hora. Fue al centro de Dundee, aparcó en el paseo marítimo y fumó un cigarrillo, con la radio sintonizada en las noticias. Curiosamente, las emisoras inglesas hablaban de la candidatura olímpica y apenas mencionaban Edimburgo. Tony Blair regresaba de Singapur. Rebus se preguntó si pretendería acumular horas de vuelo.
En las noticias sobre Escocia, haciéndose eco del artículo de Mairie, hablaban del «asesino del G-8». El jefe de policía James Corbyn no hacía declaraciones. El Departamento Especial aseguraba que los mandatarios reunidos en Gleneagles no corrían ningún peligro.
Dos funerales en una semana. Rebus pensó si una de las razones por las que trabajaba con tanto tesón no sería para dejar de pensar en su hermano Mickey. Había cogido el CD de Quadrophenia y fue escuchándolo por el camino. Daltrey repetía insistentemente con su voz áspera: «¿Adviertes mi auténtico yo?». Tenía las fotos en el asiento del pasajero: el castillo de Edimburgo, esmóquines y pajaritas, Ben Webster, dos horas antes de su muerte, igual que los demás. Claro, los suicidas no llevaban ningún signo distintivo. Ni los asesinos en serie, los gángsteres o los políticos corruptos. Debajo de las fotos oficiales estaba el primer plano que había tomado Mungo de Santal; lo miró un instante y lo dejó encima. Puso el motor en marcha y se dirigió al crematorio.
Estaba a rebosar. Familia y amigos, y representantes de todos los partidos políticos. Y también diputados laboristas. Los medios de información se mantenían a discreta distancia agrupados a la entrada del crematorio. Probablemente serían los novatos, con cara larga, conscientes de que los veteranos andarían cubriendo el G-8, buscando titulares para la primera plana del jueves. Rebus se quedó rezagado mientras entraban los verdaderos invitados. Algunos le miraron intrigados, extrañados de que tuviera alguna relación con el diputado y tomándole por alguna especie de buitre al acecho del duelo ajeno.
Quizás estaban en lo cierto.
En un hotel de Broughty Ferry la familia ofrecía un piscolabis después de la ceremonia. «La familia me ha pedido que diga que todos son bienvenidos», anunció el reverendo a la concurrencia. Pero sus ojos decían otra cosa: sólo familiares y allegados, por favor. Era lógico. Rebus dudaba que hubiese en Broughty Ferry un hotel con capacidad para tanta gente.
Se sentó en la fila de atrás. El sacerdote rogó a un colega de Ben Webster que se levantase y dijera unas palabras. A Rebus le sonaron igual que las del panegírico del funeral de Mickey: un buen hombre, que tanto echarían de menos los suyos y muchas otras personas, amante de su familia y querido en la comunidad. Pensó que ya había esperado bastante sin que hubiera rastro de Stacey. Realmente no había pensado mucho en ella desde la conversación fuera del depósito. Suponía que habría regresado a Londres o que estaría arreglando cosas de la casa de su hermano, ocupada con los bancos, el seguro y otras gestiones.