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Rebus y Siobhan hicieron lo que decía y el oficial añadió con un megáfono que no los estaban deteniendo y, al puntualizar que se trataba de policías, se oyó un abucheo fenomenal. De todos modos, la situación parecía amainar.

– Esa incursión suya figurará en el parte de servicio -dijo el oficial a Siobhan.

– Somos de la Brigada Criminal -mintió Rebus con desparpajo-. Teníamos que hablar con una persona, ¿qué íbamos a hacer?

El oficial le miró, pero otras urgencias reclamaban su atención. Uno de sus hombres había caído y los manifestantes pretendían aprovechar la brecha del cordón. Mientras vociferaba unas órdenes por el megáfono, Rebus hizo señal a Siobhan dándole a entender que era mejor esfumarse. Se abrieron las puertas de unos furgones y llegaron más agentes para reforzar el cordón. Un médico preguntó a Siobhan si se encontraba bien.

– No estoy herida -contestó ella.

En la carretera había un helicóptero pequeño con el rotor en marcha. Rebus se agachó y, tras hablar con el piloto, hizo señal a Siobhan con la mano.

– Nos lleva al recinto.

El piloto, con gafas de sol de espejo, asintió con la cabeza.

– No hay problema -dijo con acento estadounidense.

Medio minuto después estaban los dos a bordo y el helicóptero despegaba levantando polvo y residuos. Rebus comenzó a silbar la Cabalgata de las Valkirias de Apocalypse Now, pero Siobhan ni se dignó mirarle y, aunque apenas se podía hablar a causa del ruido, le preguntó qué le había contado al piloto. Él articuló con los labios: Brigada Criminal.

El hotel distaba una milla en dirección sur y desde allí arriba se distinguían bien la valla de seguridad y las torres de vigilancia y se dominaban miles de hectáreas de campo ondulado deshabitado, con algunos núcleos de manifestantes rodeados por agentes de uniforme negro.

– Al hotel no puedo acercarme mucho porque nos largarían un misil -gritó el piloto.

Prueba de que hablaba en serio fue el amplio arco que trazó sobre el perímetro del complejo. Vieron diversas estructuras provisionales, probablemente para uso de los medios de comunicación, y antenas parabólicas en furgonetas sin distintivo: de la televisión o tal vez del servicio secreto. Rebus distinguió una pista que unía un gran dosel blanco con el perímetro. El terreno estaba desbrozado y había una H gigante pintada con spray marcando el punto de aterrizaje de helicópteros. Fue un vuelo de apenas dos minutos. Rebus dio la mano al piloto y se bajó de un salto, seguido por Siobhan.

– Hoy no paro de viajar a lo grande -musitó ella-. A la A9 me llevaron en moto.

– Aquí reina un ambiente de sitio -dijo Rebus-. Esta semana, para los de seguridad sólo hay «ellos» y «nosotros».

Se les acercó un soldado en uniforme de campaña, con metralleta y cara de pocos amigos, a quien enseñaron los carnés de policía sin lograr impresionarle. Rebus reparó en que no llevaba distintivo del ejército. Les dijo que le entregaran los carnés.

– Aguarden aquí -ordenó señalando el terreno que pisaban y dando media vuelta.

Rebus hizo un ligero amago de pasitos de baile y dirigió un guiño a Siobhan, mientras el soldado entraba en un gran remolque, donde había un centinela de guardia.

– Me da la impresión de que esto ya no es Kansas -dijo Rebus.

– ¿Y que yo soy tu ayudante Toto?

– Ven a ver qué hay ahí -añadió Rebus encaminándose hacia el dosel, que era en realidad una cubierta fija a base de elementos de plástico sostenidos por postes que daba sombra a una nutrida hilera de limusinas.

Los chóferes uniformados charlaban y se ofrecían cigarrillos. El atuendo más llamativo era el de un cocinero con chaqueta blanca, pantalones a cuadros y gorro alto; preparaba una especie de tortillas detrás de una plataforma junto a una gran bombona de gas, y las servía en platos auténticos con cubierto de plata a unas mesas dispuestas para los chóferes.

– Me hablaron de esto cuando estuve aquí con el inspector jefe -comentó Siobhan-. El personal del hotel accede por una pista a espaldas del recinto y deja los coches en la finca contigua.

– Supongo que les habrán sometido a investigación como ahora a nosotros -dijo Rebus mirando hacia el remolque y saludando a continuación con la mano a un grupo de chóferes-. ¿Está buena la tortilla, muchachos? -preguntó, y ellos respondieron afirmativamente.

En aquel momento el cocinero aguardaba nuevos pedidos.

– Sírvame una con guarnición de todo -dijo Rebus, y se volvió hacia Siobhan.

– A mí también -dijo ella.

El cocinero manipuló en sus recipientes de plástico llenos de tacos de jamón, champiñones troceados y pimiento picado y Rebus cogió tenedor y cuchillo.

– Vaya cambio de decorado para usted -comentó al cocinero. El hombre se limitó a sonreír-. Todas las comodidades modernas -continuó Rebus en tono de admiración-, váteres químicos, comida caliente, protección de la lluvia…

– En la mayoría de los coches hay tele -dijo uno de los chóferes-, pero no se capta bien la señal.

– Es una lástima -comentó Rebus a modo de consuelo-. ¿Se puede entrar a esos remolques?

Los chóferes negaron con la cabeza.

– Están repletos de chismes -comentó uno de ellos-. Tuve ocasión de echar un vistazo y había toda clase de ordenadores y aparatos.

– Ah, y esa antena del techo será para ver Coronation Street -dijo Rebus señalándola.

Los chóferes se echaron a reír justo en el momento en que se abría la puerta del remolque y salía el soldado, tampoco ahora muy contento al ver que Rebus y Siobhan no se habían quedado donde les había dicho. Mientras se les acercaba, Rebus cogió la tortilla que le tendía el cocinero y se llevó un trozo a la boca. Estaba felicitándole cuando el soldado se detuvo frente a él.

– ¿Quiere probarla? -dijo Rebus ofreciéndole el tenedor.

– Una bronca va a probar usted -replicó el soldado.

Rebus se volvió hacia Siobhan.

– Muy buena réplica -comentó ella cogiendo su tortilla.

– La sargento Clarke es una experta -añadió Rebus-. Sólo queremos acabar de comer y echarnos la siesta en un Mercedes viendo Colombo.

– Sus carnés han quedado retenidos a efectos de verificación -dijo el soldado.

– O sea que estamos empantanados aquí.

– ¿En qué canal programan Colombo? -preguntó uno de los chóferes-. A mí me gusta.

– Vendrá en las páginas de la tele -respondió uno de sus colegas.

El soldado alzó bruscamente la cabeza al oír el ruido ensordecedor del helicóptero y salió del dosel para ver mejor.

– No puedo creérmelo -comentó Rebus al verle ponerse firme presentando armas.

– Lo hace cada dos por tres -dijo uno de los chóferes a gritos.

Otro preguntaba si era Bush quien llegaba y todos miraron su reloj, mientras el cocinero tapaba sus ingredientes para protegerlos de posibles partículas voladoras.

– Estará a punto de llegar -conjeturó alguien.

– Yo traje a Boki desde Prestwick -añadió un tercero, explicando que era el nombre del perro del presidente.

El helicóptero desapareció tras una fila de árboles y lo oyeron aterrizar.

– ¿Qué hacen las esposas de los mandatarios mientras sus maridos discuten? -preguntó Siobhan.

– Las llevamos nosotros a dar una vuelta turística.

– O de compras.

– O a museos y galerías de arte.

– A donde quieran, aunque haya que cortar el tráfico o desalojar las tiendas. Pero, además, para entretenerlas, van a traer artistas, escritores y pintores de Edimburgo.

– Y a Bono, claro -añadió otro chófer-. Él y Geldof vendrán esta tarde a saludar a los mandamases.

– Por cierto -dijo Siobhan mirando la hora en su móvil-. Me han ofrecido una entrada para el concierto del Empuje Final.

– ¿Quién? -preguntó Rebus, sabiendo que no había podido conseguirla en taquilla.