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– Uno de los vigilantes de Niddrie. ¿Tú crees que volveremos a tiempo?

Rebus se encogió de hombros.

– Ah, quería comentarte una cosa -dijo.

– ¿Qué?

– He nombrado miembro del equipo a Ellen Wylie.

Siobhan le miró enfurecida.

– Ella sabe más de Vigilancia de la Bestia que tú y yo -porfió Rebus sin mirarla de frente.

– Sí, bastante más -replicó Siobhan.

– ¿A qué te refieres?

– Me refiero a que ella está muy involucrada, John. ¡Piensa lo que alegaría un abogado defensor ante el tribunal! -añadió Siobhan sin darse cuenta de que levantaba la voz-. ¿Por qué no me lo preguntaste antes? ¡Si el asunto sale mal, soy yo la que pagará los platos rotos!

– Es sólo para tareas administrativas -alegó Rebus, consciente de que era una disculpa lastimosa.

Le salvó de la situación el soldado que se llegó hasta ellos a zancadas.

– Debo informar sobre el asunto que les trae aquí -le dijo secamente.

– Bueno, es asunto del Departamento de Investigación Criminal -replicó Rebus- y también por parte de mi colega aquí presente. Nos dieron cita aquí.

– ¿Con quién? ¿Por orden de quién?

Rebus se dio unos golpecitos en la ventana de la nariz.

– Es confidencial -contestó con voz queda.

Los chóferes ya no prestaban atención y charlaban entre sí sobre las estrellas a quienes iban a transportar al Open escocés del sábado.

– Yo no -presumió uno-. Yo hago la ruta entre Glasgow y el concierto de T in the Park.

– Usted, inspector, es de Edimburgo y está fuera de su demarcación -dijo el soldado.

– Para investigar un homicidio -replicó Rebus.

– Tres, en realidad -añadió Siobhan.

– Y eso no es cuestión de demarcaciones -sentenció Rebus.

– Con la salvedad -insistió el soldado- de que les han ordenado aplazar esa investigación -añadió, complacido por el efecto de sus palabras, sobre todo en Siobhan.

– Muy bien, ya veo que se ha informado por teléfono -añadió Rebus sin darle importancia.

– A su jefe no le hizo mucha gracia -dijo el soldado con ojos risueños-. Ni tampoco a…

Rebus siguió la dirección de la mirada del hombre y vio que se aproximaba un Land Rover con la ventanilla del pasajero abierta, asomando por ella la cabeza de Steelforth, como si fuera atado con una correa.

– Mierda -musitó Siobhan.

– Barbilla alta y hombros rectos -dijo Rebus.

Ella le miró furiosa.

El coche se detuvo con un chirrido de neumáticos y Steelforth bajó de un salto gritando:

– ¿Saben los meses de adiestramiento y preparativos, y las semanas de vigilancia secreta…? ¿Saben que acaban de hacer polvo todo eso?

– Creo que no le sigo -replicó Rebus jovial, devolviendo su plato vacío al cocinero.

– Creo que se refiere a Santal -terció Siobhan.

– ¡Por supuesto! -afirmó Steelforth mirándola furioso.

– Ah, ¿es de su equipo? -preguntó Rebus, asintiendo con la cabeza como si cayera en la cuenta-. Sí, claro. La envió al campamento de Niddrie y le ordenó tomar fotos de los manifestantes para disponer de un buen banco de datos para el futuro. Algo tan valioso para usted que ni le permitió asistir al funeral de su hermano.

– Fue decisión suya, Rebus -espetó Steelforth.

– Colombo ha empezado a las dos -dijo uno de los chóferes.

Steelforth continuó erre que erre:

– En una operación de vigilancia como ésta aguantan sin abandonar el servicio a menos que los descubran. ¡Y ella llevaba meses infiltrada!

Rebus le miró con intención, y Steelforth asintió con la cabeza.

– ¿Cuánta gente les habrá visto hoy con ella? -prosiguió-. ¿Cuántos les habrán calado como policías? Ahora desconfiarán y la intoxicarán con datos falsos.

– Si ella hubiera confiado en nosotros… -comenzó a alegar Siobhan, pero la cortó una carcajada de Steelforth.

– ¿Confiar en ustedes? -volvió a reír inclinándose por el esfuerzo-. Dios mío, ésa sí que es buena.

– Debería haber estado aquí antes -replicó Siobhan-. Nuestro amigo el militar sí que dio buena réplica.

– Y, por cierto -añadió Rebus-, no le he dado las gracias por encerrarme en un calabozo.

– Yo nada puedo hacer si mis oficiales deciden tomar una iniciativa si su jefe no contesta al teléfono.

– ¿O sea, que eran policías de verdad? -inquirió Rebus.

Steelforth apoyó las manos en las caderas, miró al suelo y a continuación a ellos dos.

– Les suspenderán del servicio por esto.

– No estamos a sus órdenes.

– Esta semana están todos a mis órdenes -replicó mirando a Siobhan-. Y usted no volverá a ver a la sargento Webster.

– Ella tiene pruebas de…

– ¿Pruebas de qué? ¿De que golpearan a su madre con una porra en los disturbios? Que presente una denuncia si quiere. ¿Se lo ha preguntado?

– Yo… -balbució Siobhan.

– No, usted emprende su cruzada particular. La sargento Webster tiene orden de volver a casa. Por culpa de usted; no mía.

– Hablando de pruebas -terció Rebus-, ¿qué fue de las grabaciones de las cámaras de seguridad?

– ¿Grabaciones? -repitió Steelforth con el ceño fruncido.

– De la sala de operaciones del castillo de Edimburgo. La videovigilancia de las murallas.

– Las hemos examinado docenas de veces y nadie ha visto nada -gruñó Steelforth.

– ¿Podría ver yo las cintas?

– Hágalo, si las encuentra.

– ¿Las han borrado? -aventuró Rebus. Steelforth ni se molestó en contestar-. Pero en eso de nuestra suspensión de servicio se le ha olvidado -prosiguió Rebus- el requisito de «a tenor de una investigación». Y me imagino que es porque no tendrá lugar.

– De ustedes depende -dijo Steelforth encogiéndose de hombros.

– ¿Depende de cómo nos portemos? ¿Prescindiendo de las grabaciones?

Steelforth volvió a encogerse de hombros.

– Difícilmente podrán librarse. Yo puedo intervenir a favor o en contra…

El transmisor que llevaba Steelforth en el cinturón crepitó. Una de las torres de vigilancia informaba de que habían roto el cinturón de seguridad. Steelforth se acercó el radiotransmisor a la boca, ordenó que acudiera un Chinook de refuerzo y se dirigió a zancadas al Land Rover. Uno de los chóferes se interpuso a su paso.

– Comandante, permita que me presente. Soy Steve y estoy encargado de llevarle en coche al Open…

Steelforth gruñó una maldición que hizo que aquél se detuviera en seco, mientras los otros chóferes comentaban entre risas que se había quedado sin propina aquel fin de semana. El Land Rover de Steelforth ya tenía el motor en marcha.

– ¿Se va sin darnos un beso de despedida? -comentó Rebus diciéndole adiós con la mano.

Siobhan le miró fijamente.

– Tú sólo esperas la jubilación, pero aún hay quien espera hacer carrera.

– Shiv, ya has visto cómo es; cuando pase todo esto, no nos molestará más -replicó Rebus moviendo la mano en gesto de despedida hasta que el vehículo arrancó a toda velocidad.

El soldado estaba frente a ellos tendiéndoles los carnés.

– Ahora, váyanse -espetó.

– ¿Dónde exactamente? -inquirió Siobhan.

– O más bien, ¿cómo? -añadió Rebus.

Uno de los chóferes carraspeó y señaló en dirección a la hilera de lujosos coches.

– Acabo de recibir un mensaje de texto para recoger a un ejecutivo que tiene que regresar a Glasgow. Yo puedo llevarles a algún sitio.

Siobhan y Rebus intercambiaron una mirada. Ella sonrió al chófer y ambos se encaminaron hacia los coches.

– ¿Podemos elegir? -preguntó Siobhan.

Acabaron sentados en el asiento trasero de un Audi A8 de seis litros, con cinco mil kilómetros, en su mayoría rodados aquella misma mañana. Desprendía un fuerte olor a cuero y sus cromados relucían. Siobhan preguntó si funcionaba el televisor y Rebus la miró.