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– Tengo curiosidad por saber si Londres ha conseguido la sede olímpica -dijo ella.

Pasaron tres controles con verificación de carnés entre el helipuerto y los terrenos del hotel.

– Al hotel mismo no vamos -dijo el chófer-. Tengo que recoger al ejecutivo en el centro de recepción junto al pabellón de la prensa.

Eran dos instalaciones próximas al aparcamiento del hotel. Rebus vio que no había nadie jugando en el campo de golf; por los céspedes sólo patrullaban despacio agentes de seguridad impecablemente vestidos.

– Cuesta creer que suceda algo -comentó Siobhan con apenas un susurro en consonancia con el ambiente.

Rebus también sentía aquel imperativo de no llamar la atención.

– Será un segundo -dijo el conductor deteniendo el Audi y poniéndose la gorra al bajar.

Rebus decidió salir del coche. No veía tiradores en los tejados, pero se imaginó que los habría. Habían aparcado junto a una casa de estilo regional escocés al lado de un invernadero, y pensó que podría ser el restaurante.

– Un fin de semana aquí me vendría de perlas -comentó a Siobhan, que en ese momento salía del Audi.

– Tendrías que vender perlas para pagártelo -replicó ella.

En el centro de prensa -una instalación entoldada de tabiques sólidos- se veían periodistas tecleando en sus portátiles. Rebus estaba encendiendo un cigarrillo cuando oyó ruido y se volvió: una bicicleta daba la vuelta a la esquina del hotel, guiada por uno inclinado sobre el manillar con cara de velocidad. Tras él apareció otra bicicleta. El primer ciclista pasó a diez metros de ellos y, al percatarse de su presencia, les saludó con la mano, y Rebus correspondió alzando la punta del pitillo. Pero el hecho de levantar la mano del manillar hizo que el hombre perdiera el equilibrio y que la rueda delantera, bamboleante, patinase en la grava. El ciclista que le seguía trató de esquivarlo, pero el frenazo le hizo volar por encima del manillar. Como por arte de magia, aparecieron unos hombres con traje oscuro, que rodearon en círculo a los caídos.

– ¿Ha sido culpa nuestra? -musitó Siobhan.

Rebus no contestó, tiró el cigarrillo y volvió a sentarse en el Audi. Siobhan hizo lo propio y a través del parabrisas contemplaron cómo ayudaban a levantarse del suelo al primer ciclista, que se frotaba los nudillos. El otro seguía en el suelo sin que nadie se ocupara de él. Cuestión de protocolo, pensó Rebus.

El presidente George W. Bush tiene prioridad de atención absoluta.

– ¿Ha sido culpa nuestra? -repitió Siobhan con voz temblorosa.

El chófer salió del centro de recepción acompañado de un hombre de traje gris con dos voluminosas carteras. Igual que el chófer, se detuvo un instante a ver qué sucedía. El chófer abrió la portezuela del pasajero y el funcionario subió dirigiendo apenas una inclinación de cabeza hacia el asiento trasero. El chófer se sentó al volante, con la gorra rozando el techo del Audi, y preguntó qué es lo que había ocurrido.

– Intríngulis de protocolo -respondió Rebus.

El funcionario decidió al fin admitir que -posiblemente muy a su pesar- no era el único pasajero.

– Mi nombre es Dobbs. De la FCO -dijo.

La Foreign and Commonwealth Office. Rebus le tendió la mano.

– Llámeme John -dijo-. Soy amigo de Richard Pennen.

Siobhan fingió permanecer al margen sin dejar de prestar atención, mientras arrancaban, a la escena que dejaban atrás. El séquito de seguridad impedía taxativamente a dos hombres con bata verde de sanitarios acercarse al presidente de Estados Unidos. Del hotel había salido personal a curiosear y también miraban dos periodistas del centro de prensa.

– Feliz cumpleaños, señor presidente -canturreó Siobhan con voz ronca.

– Encantado de conocerle -dijo Dobbs a Rebus.

– ¿Ha llegado ya Richard? -preguntó Rebus.

– No creo que esté en la lista de invitados -respondió el hombre frunciendo el ceño, como si le hubieran cogido en falta.

– A mí me dijo que sí -mintió Rebus sin empacho-. Me comentó que el secretario de Asuntos Exteriores tenía un asunto para él.

– Es muy posible -añadió Dobbs, tratando de parecer más seguro de sí mismo de lo que estaba.

– El presidente Bush se ha caído de la bicicleta -terció Siobhan.

Era como si tuviera necesidad de enunciarlo para que el hecho se materializara.

– ¿Ah, sí? -dijo Dobbs, casi sin escuchar, abriendo una de las carteras y dispuesto a sumergirse en la lectura.

Rebus comprendió que el hombre ya habría aguantado muchas conversaciones intrascendentes y su mente viraba a cosas de mayor envergadura: estadísticas, presupuestos y cifras de comercio. Pero decidió dar un último envite.

– ¿Estuvo en el castillo?

– No -respondió Dobbs estirando el vocablo-. ¿Y usted?

– Yo sí que estuve. Qué terrible lo de Ben Webster, ¿no es cierto?

– Espantoso. Era el mejor diputado escocés que teníamos.

Siobhan comprendió de pronto el sentido de la conversación. Rebus le hizo un guiño.

– Richard no acaba de creer que se tirara él -comentó Rebus.

– ¿Cree que fue un accidente? -replicó Dobbs.

– Que le empujaron -dijo Rebus.

El funcionario dejó sobre su regazo el montón de papeles y volvió la cabeza hacia el asiento de atrás.

– ¿Que le «empujaron»? -Miró a Rebus y vio que éste asentía despacio con la cabeza-. ¿Quién diablos iría a hacerlo?

Rebus se encogió de hombros.

– Quizá tenía enemigos. Hay políticos que los tienen.

– Igual que su amigo Pennen -replicó el funcionario.

– ¿A qué se refiere? -inquirió Rebus en tono ofendido.

– Su empresa antes era pública. Y ahora se está forrando con los impuestos que pagamos para Investigación y Desarrollo.

– Nos está bien merecido por vendérsela -terció Siobhan.

– Quizás el gobierno obró mal aconsejado -dijo Rebus con guasa al funcionario.

– El gobierno sabía perfectamente lo que hacía.

– ¿Y por qué se la vendió a Pennen? -preguntó Siobhan con auténtica curiosidad.

Dobbs volvió a revolver entre sus papeles. El chófer hablaba por teléfono preguntando qué rutas estaban abiertas.

– Los departamentos de Investigación y Desarrollo son costosos -dijo Dobbs-. Cuando el Ministerio de Defensa tiene que hacer recortes, es de mal efecto que sean las fuerzas armadas quienes paguen el pato. Mientras que si despide a unos cuantos científicos, la prensa no dice ni mu.

– No acabo de entenderlo -dijo Siobhan.

– Tenga en cuenta que una empresa privada -prosiguió Dobbs- puede vender a quien le plazca por no existir tantas limitaciones como en el caso de Defensa, un organismo de la Commonwealth o el Ministerio de Industria. ¿En qué se traduce eso? En ganancias más rápidas.

– Ganancias obtenidas -añadió Rebus- vendiendo a dudosos dictadores y a países paupérrimos ahogados por la deuda externa.

– ¿No dijo que era amigo de…? -Dobbs dejó la frase en el aire al percatarse de que, en realidad, hablaba con unos desconocidos-. ¿Cómo dijo que se llamaba? -inquirió.

– John -contestó Rebus-. Y ella es colega mía.

– ¿Pero no trabaja para Pennen Industries?

– Yo no he dicho semejante cosa -añadió Rebus-. Somos de la policía de Lothian y Borders, señor Dobbs. Y le quedo agradecido por sus sinceras explicaciones -añadió Rebus mirando por encima del asiento al regazo del funcionario-. Está usted despachurrando esa valiosa documentación. ¿O va destinada a la máquina trituradora?

* * *

Ellen Wylie atendía los teléfonos cuando regresaron a Gayfield Square. Siobhan había llamado a sus padres, que habían desistido del viaje a Auchterarder y de la airada manifestación en Princes Street. Los altercados se extendieron desde The Mound hasta la Ciudad Vieja y los manifestantes, enrabiados por no poder salir de la ciudad, se enfrentaron a los antidisturbios. Cuando él y Siobhan entraban a la sala del DIC, Wylie les miró.