Hizo dos clics más y se vio un poema de Shelley.
– «¡Mira mis obras, Todopoderoso y desespérate!» -recitó. Se volvió hacia Wylie-. Vaya si es engreído.
– No se puede negar -admitió ella-. Yo lo único que he dicho es que se portó bien con Denise.
– Tenemos que hablar con él -dijo Rebus mirando la lista de nombres y pensando cuántos de ellos vivirían en Edimburgo-. Y tú, Ellen, podrías habérnoslo dicho antes.
– No sabía que había una lista -replicó ella a la defensiva.
– Si se puso en contacto contigo a través de Internet es lógico que tengamos que interrogarle. Dios sabe las pocas pistas que tenemos.
– O demasiadas -terció Siobhan-. Víctimas en tres regiones e indicios en otra. Está todo muy difuso.
– ¿No ibas a casa a cambiarte?
Ella asintió con la cabeza y miró a su alrededor.
– ¿De verdad que piensas llevarte todo eso?
– ¿Por qué no? Puedo copiar las notas. A Ellen no le importará quedarse y ayudarme. ¿Verdad, Ellen? -añadió mirándola con intención.
– Ése es mi castigo, ¿no?
– Comprendo que no quisieras ver implicada a Denise -dijo Rebus-, pero, aun así, habrías debido contarnos lo de Tench.
– John -interrumpió Siobhan-, ten en cuenta que el concejal me salvó de una paliza aquella noche en Niddrie.
Rebus asintió con la cabeza. Podría haber replicado que él había visto otra faceta de Gareth Tench, pero se lo calló.
– Que te diviertas en el concierto -dijo.
Siobhan volvió a prestar atención a Ellen Wylie.
– Es mi equipo, Ellen. Y si nos ocultas algo más…
– Entendido.
Siobhan asintió despacio con la cabeza y, de pronto, reflexionó un instante.
– ¿Los suscriptores de Vigilancia de la Bestia celebraban algún tipo de reunión?
– Que yo sepa no.
– Pero sí que mantenían contactos.
– Obviamente.
– ¿Sabías quién era Gareth Tench antes de conocerle?
– En el primer correo electrónico que envió decía que vivía en Edimburgo y firmó con su verdadero nombre.
– ¿Y tú le dijiste que eras policía?
Wylie asintió con la cabeza.
– ¿Qué estás pensando? -preguntó Rebus a Siobhan.
– Aún no estoy segura -contestó ella recogiendo sus cosas, mientras Rebus y Wylie la observaban. Finalmente, les dijo adiós por encima del hombro y se fue.
Ellen Wylie dobló el periódico y lo tiró a la papelera. Rebus llenó el hervidor y lo enchufó.
– Yo sé perfectamente lo que piensa -dijo Wylie.
– Pues eres más lista que yo.
– Siobhan sabe que los asesinos no siempre actúan solos. Y que a veces necesitan aprobación.
– No lo capto, Ellen.
– Yo creo que sí, John. Sé que usted reflexiona de forma muy parecida a ella. Si alguien decide matar a pervertidos, querrá contárselo a alguien, como pidiendo permiso, o para desahogarse una vez hecho.
– De acuerdo -dijo Rebus preparando las tazas.
– No es muy apetecible formar parte de un equipo siendo sospechosa.
– De verdad que agradezco tu ayuda, Ellen -comentó Rebus y, tras una pausa, añadió-: con tal de que te limites a hacer lo que tienes que hacer.
Wylie se levantó de la silla como movida por un resorte y puso los brazos en jarras. Rebus había oído decir que aquello se hacía para parecer más grande y amenazador, menos vulnerable.
– ¿Usted cree -dijo ella- que me paso aquí media jornada para proteger a Denise?
– No… pero creo que la gente es capaz de muchas cosas para proteger a miembros de su familia.
– ¿Como en el caso de Siobhan y su madre, por ejemplo?
– No irás a decir que nosotros no haríamos lo mismo.
– John…, estoy aquí porque me lo pidió.
– Y te he dado las gracias, pero se trata de lo siguiente, Ellen: Siobhan y yo estamos fuera de juego y necesitamos a alguien que trabaje por nosotros y en quien podamos confiar -dijo echando cucharadas de café en las tazas desconchadas.
Olió la leche y la dio por buena. Estaba dándole tiempo a Wylie para que pensara.
– De acuerdo -dijo ella al fin.
– ¿Se acabaron los secretos? -preguntó Rebus, y ella asintió con la cabeza-. ¿No hay alguna cosa que deba yo saber? -Wylie negó con la cabeza-. ¿Quieres estar presente cuando interrogue a Tench?
– ¿Cómo piensa hacerlo? -replicó ella enarcando una ceja-. Recuerde que está suspendido de servicio.
Rebus hizo una mueca y se dio unas palmaditas en la cabeza.
– Me falla la memoria a corto plazo -le comentó-. Gajes del oficio.
Después de tomar café se pusieron a trabajar. Rebus cargó de papel la fotocopiadora y Wylie le preguntó qué quería copiar de los datos del ordenador. El teléfono sonó seis veces pero no contestaron.
– Por cierto -dijo Wylie en determinado momento-, ¿se ha enterado de que Londres ha obtenido la sede olímpica?
– ¡Yupi!
– Sí, fue estupendo. Todo el mundo bailaba en Trafalgar Square. Ha perdido París.
– No sé cómo se lo habrá tomado Chirac -dijo Rebus mirando el reloj-. Ahora estará cenando con la reina.
– Y Tony Blair mirando con su sonrisa de gato de Cheshire, seguro.
Rebus sonrió. Sí, y el Hotel Gleneagles sirviendo al presidente francés los mejores platos de Caledonia. Pensó en su incursión a pocos centenares de metros de los poderosos huéspedes y la caída de Bush de la bicicleta, dolorosa advertencia de que era tan falible como cualquier otra persona.
– ¿Qué significa la G? -preguntó. Wyllie le miró desconcertada-. En G-8, quiero decir.
– ¿Gobierno? -aventuró ella, encogiéndose de hombros.
Llamaron a la puerta. Era un uniformado de recepción.
– Le esperan abajo, señor -anunció mirando insistentemente al teléfono más cercano.
– Ya; no hemos contestado -dijo Rebus-. ¿Quién es?
– Una mujer que se llama Webster. Quería ver a la sargento Clarke, pero dijo que en caso de apuro hablaría con usted.
Capítulo 18
Entre bastidores en el concierto Empuje Final.
Corrió el rumor de que habían lanzado un cohete desde las cercanas vías del tren y que poco faltó para que acertara en el objetivo.
– Lleno de pintura roja -dijo Bobby Greig a Siobhan.
Vestía de paisano con vaqueros desgastados y una cazadora a juego, y estaba mojado pero animado al ver que la llovizna amainaba. Siobhan había optado por pantalones de pana negra con camiseta verde claro y una cazadora de motero de segunda mano comprada en una tienda de la organización benéfica Oxfam. Greig le sonrió.
– ¿Por qué será que a pesar de la ropa sigue teniendo aspecto de policía?
Ella, sin molestarse en contestar, continuó jugueteando con el pase plastificado que llevaba colgado al cuello, que mostraba el contorno de África con la inscripción «Acceso entre bastidores». A ella le pareció fantástico, pero Greig se encargó de explicarle la validez exacta; en el pase de él, por ejemplo, figuraba «Acceso a todas las zonas», pero por encima de ambos había dos niveles más: VIP y WIP. Siobhan había visto a Midge Ure y a Claudia Schiffer, los de la zona WIP. Greig le presentó a los promotores del concierto, Steve Daws y Emma Diprose, una pareja rutilante a pesar de la lluvia.
– Fantástico elenco -comentó Siobhan.
– Gracias -respondió Daws, al tiempo que Diprose preguntaba a Siobhan si tenía un artista preferido en particular.
Ella negó con la cabeza.
Durante la conversación, Greig no mencionó que ella fuera policía.
En el exterior de Murrayfield quedaba público sin entradas, ansioso por adquirir alguna de reventa, pero el precio sólo tentaba a los más pudientes o desesperados. Siobhan, gracias al pase, pudo deambular al pie del escenario y por el terreno de juego, donde se mezcló con sesenta mil admiradores empapados. Pero las miradas de envidia que despertaba su pequeño rectángulo plastificado le hicieron sentir mala conciencia y enseguida se retiró tras la valla de seguridad. Greig estaba devorando la cena gratis y tenía en la mano una botella de cerveza europea. Los Proclaimers habían abierto el concierto con 500 Miles coreada por el público, y se comentaba que Eddie Izzard tocaría al piano la versión de Vienna de Midge Ure. Más tarde actuaban Texas, Show Patrol y Travis, Bono acompañado por los Corrs y habría una apoteosis con James Brown.