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Pero la frenética actividad entre bastidores la hacía sentirse vieja. No conocía a la mitad de los músicos, que tan importantes le parecían yendo de un lado para otro con su séquito, aunque sus rostros no le decían nada. De pronto pensó que sus padres tal vez marchasen el viernes, con lo que sólo le quedaba un día más para estar con ellos. Les había llamado y le habían dicho que iban a su piso, comprando provisiones por el camino, y que a lo mejor salían a cenar. Los dos, dijo su padre, como restringiéndole el acceso.

O tal vez para que no tuviera mala conciencia por haber ido al concierto.

Trataba de relajarse y ponerse en la onda, pero su profesión se interponía. Rebus seguiría plenamente dedicado y sin descansar hasta apaciguar a sus demonios; pero todo triunfo es efímero y cada una de aquellas batallas le agotaba cada vez un poco más. El sol ya se ocultaba y en el estadio parpadeaban los tenues fogonazos de las cámaras de los móviles y ya comenzaban a despuntar y balancearse las varitas luminosas. Al ver que la lluvia arreciaba, Greig sacó de algún sitio un paraguas y se lo tendió a Siobhan.

– ¿Hubo algún problema más en Niddrie? -preguntó ella.

Él negó con la cabeza.

– Allí ya se hicieron ver -dijo- y probablemente habrán pensado que en Edimburgo hay más posibilidad de armar jaleo -añadió tirando la botella a un contenedor-. ¿Ha visto la manifestación de hoy?

– Estaba en Auchterarder -contestó ella.

Él la miró admirado.

– He visto escenas por la tele y parecía zona de guerra.

– No fue para tanto. ¿Qué tal por aquí?

– Se organizó cierta protesta cuando impidieron la salida de los autobuses, pero nada comparable a lo del lunes. Ésa es Annie Lennox -dijo señalando con la barbilla por encima del hombro. Efectivamente, vio que la cantante pasaba a menos de tres metros de ellos sonriéndoles, en dirección a los camerinos-. ¡Cómo cantaste en Hyde Park! -le gritó Greig, y ella continuó sonriendo pensando en su inminente actuación.

Greig fue a por más cervezas. Casi todos los que veía Siobhan por allí deambulaban como aburridos. Eran técnicos de montaje que no tenían nada que hacer hasta desmontar el escenario cuando acabaran las actuaciones, personal auxiliar y ejecutivos de las discográficas, estos últimos uniformados con traje oscuro y suéter de cuello de pico, gafas de sol y el móvil pegado al oído; personal del servicio de comidas, promotores y advenedizos. Ella era como uno de éstos porque nadie le había preguntado qué hacía allí, pues nadie pensaba que perteneciese a ningún conjunto.

«Mi lugar son las gradas -pensó-. O el Departamento de Investigación Criminal.»

Qué distinta se sentía de aquella quinceañera que fue en autostop a Grenham Common para cantar We Shall Overcome cogida de la mano en corro con otra gente frente a la base aérea. A ella, la marcha del sábado contra la pobreza le parecía ya cosa del pasado. Y sin embargo, a Bono y a Geldof les habían permitido cruzar el cinturón de seguridad para plantear la problemática a los dirigentes del G-8; habían conseguido que aquellos hombres se enterasen de la realidad y que millones de personas esperaban algo de ellos. Al día siguiente se adoptarían decisiones cruciales. Era un día de suma importancia.

Tenía el móvil en la mano y estuvo a punto de llamar a Rebus. Pero sabía que se echaría a reír y le diría que cortase la comunicación y que se lo pasara bien. De pronto le entró la duda de si iría al concierto de T in the Park a pesar de tener la entrada sujeta por un imán a la nevera. Seguramente no se habrían resuelto los homicidios, y más ahora que estaba apartada oficialmente del caso. Su caso. Aunque Rebus había incorporado a Wylie… Le dolía que no se lo hubiera consultado; le dolía que tuviera razón y necesitaran ayuda. Y, además, resultaba que Wylie conocía a Gareth Tench y que Tench conocía a la hermana de Wylie…

Bobby Greig volvió y le tendió la cerveza.

– Bueno, ¿qué le parece? -preguntó.

– Me parece que no son nada del otro mundo -contestó ella. El asintió con la cabeza.

– Las estrellas pop han debido de ser los burros de la clase, y se vengan así. Aunque, como observará, tienen la cabeza normal…

Greig advirtió que Siobhan no atendía a lo que le estaba diciendo.

– ¿Qué hará éste aquí? -preguntó ella.

Greig miró, reconoció al hombre y saludó con la mano. El concejal Gareth Tench le devolvió el saludo. Hablaba con Daws y Diprose, pero los dejó, dando una palmadita en el hombro al primero y un beso en sendas mejillas a la segunda, y se dirigió hacia ellos.

– Es el coordinador de Cultura del ayuntamiento -dijo Greig, tendiendo la mano al concejal.

– ¿Cómo está, muchacho? -dijo Tench.

– Muy bien.

– ¿Alejada de los disturbios? -preguntó a Siobhan, quien le estrechó la mano con firmeza.

– Se hace lo que se puede.

Tench se volvió hacia Greig.

– Perdone, no acabo de acordarme de qué le conozco…

– Del campamento. Me llamo Bobby Greig.

– Claro, claro -dijo Tench, meneando la cabeza por su despiste-, por supuesto. ¿No es maravilloso? -añadió juntando las manos y mirando a su alrededor-. El mundo entero pendiente de Edimburgo.

– O del concierto, en cualquier caso -no pudo por menos que comentar Siobhan.

Tench puso los ojos en blanco.

– Pues hay gente a quien no le gusta. ¿Le ha hecho entrar Bobby sin pagar?

Siobhan asintió con la cabeza.

– ¿Y aún se queja? -insistió él conteniendo la risa-. No se le olvide hacer una aportación antes de irse, ¿eh?, para que no parezca un soborno.

– No diga eso -protestó Greig.

Pero Tench descartó su comentario con un gesto.

– ¿Y su colega? -preguntó a Siobhan.

– ¿Se refiere al inspector Rebus?

– Exacto. Me ha parecido bastante buen amigo del gangsterismo local.

– ¿Qué quiere decir?

– Bueno, trabajando juntos… seguro que le hará confidencias. La otra noche… -hizo una pausa como recordando- di en el Centro Religioso de Craigmillar una conferencia y apareció su colega Rebus con un monstruo llamado Cafferty. -Hizo otra pausa-. Supongo que le conoce.

– Le conozco -admitió Siobhan.

– Me resulta chocante que las fuerzas de la ley y el orden tengan que… -se detuvo como buscando la palabra adecuada- «fraternizar». -Hizo otra pausa y miró fijamente a Siobhan-. Supongo que el inspector Rebus no habrá omitido decírselo. Quiero decir, que ya lo sabía, ¿no?

Siobhan se sintió como un pez tentado por un persistente cebo.

– Todos tenemos nuestra vida privada, señor Tench -fue la única respuesta que se le ocurrió, aunque a Tench no se le escapó su apuro-. Y usted -prosiguió-, ¿a qué ha venido, a tratar de convencer a algún grupo para que toque en el centro Jack Kane?

Tench se restregó otra vez las manos.

– Si se presenta la ocasión…

Dejó la frase en el aire al ver una cara conocida, que Siobhan reconoció: Marti Pellow, de Wet Wet Wet. El nombre le hizo enderezar el paraguas sobre el que la lluvia tamborileó mientras Tench se dirigía hacia el recién llegado.

– ¿De qué hablaba ese hombre? -preguntó Greig, pero ella negó con la cabeza-. No sé, pero me da la impresión de que está usted en otra parte.

– Perdone -dijo ella.

Greig miraba a Tench y al cantante.

– Qué rapidez, ¿no? Y no se corta… Yo creo que por eso le escucha la gente. ¿Le ha oído en algún discurso? Pone la piel de gallina.