Выбрать главу

Siobhan asintió distraída con la cabeza, pensando en Rebus y en Cafferty; no le sorprendía que Rebus no le hubiese dicho nada. Volvió a mirar el móvil. Ahora tenía un pretexto para llamarle, pero se contuvo.

«Tengo derecho a mi vida privada y a salir una noche.»

Si no, se volvería como Rebus, una ofuscada, excluida, despreciada y desconfiada. Él llevaba en el puesto de inspector casi veinte años, pero ella aspiraba a más; aspiraba a hacer bien su trabajo y a ser capaz de desconectarse cuando fuese preciso. Quería una vida al margen de la profesión, y no una profesión que la acaparase por completo. Rebus había perdido a familia y amigos, dándoles de lado para dedicarse a cadáveres y a ex presidiarios, ladronzuelos, violadores, matones, chantajistas y racistas; cuando salía a beber lo hacía solo, sentado a la barra frente al botellero. No tenía aficiones, no le interesaba ningún deporte ni se tomaba vacaciones; si tenía un par de semanas libres, era frecuente verle en el Bar Oxford, en la mesa de un rincón, fingiendo leer el periódico o mirando aburrido la tele.

Ella quería más.

Decidió hacer una llamada y cuando contestaron esbozó una sonrisa.

– ¿Papá? ¿Estáis aún en el restaurante? Di que pongan otro servicio de postres.

* * *

Stacey Webster había recuperado su personalidad.

Iba vestida casi igual que el día de su entrevista con Rebus fuera del depósito, y llevaba camiseta de manga larga.

– ¿Es para ocultar los tatuajes? -preguntó él.

– No son permanentes y acaban por borrarse -contestó ella.

– Como casi todo. -Rebus vio la maleta con soporte de ruedas-. ¿Vuelve a Londres?

– En coche cama -dijo ella.

– Escuche, siento que le hiciéramos… -Miró a su alrededor por el vestíbulo como renuente a mirarle a la cara.

– Son cosas que pasan -dijo ella-. A lo mejor nadie me descubrió, pero el comandante Steelforth no quiere correr riesgos -añadió con un extraño aire de indecisión, como prisionera entre dos personalidades distintas.

– ¿Le apetece una copa? -preguntó Rebus.

– He venido a ver a Siobhan -contestó ella metiendo la mano en el bolsillo-. ¿Cómo está su madre?

– Recuperándose en el piso de Siobhan -respondió él.

– Bueno, Santal no podrá decirle adiós -añadió ella tendiéndole un sobre de plástico transparente con un disco plateado-. Es un CD con copia de lo que filmé con la cámara aquella tarde en Princes Street.

– Ya se lo daré -dijo Rebus asintiendo con la cabeza.

– El comandante me mataría si se…

– Será un secreto -dijo Rebus, guardándose el disco en el bolsillo interior de la chaqueta-. Bueno, vamos a tomar esa copa.

Había muchos pubs en Leith Walk, pero el primero ante el que pasaron estaba lleno y el televisor retransmitía a todo volumen el concierto de Murrayfield. Un poco más abajo encontraron otro tranquilo, tradicional, con tocadiscos y una máquina tragaperras. Stacey, que había dejado la maleta detrás del mostrador de recepción de Gayfield Square, le dijo que quería descargarse de moneda escocesa como excusa para pagar la consumición. Se sentaron en una mesa apartada.

– ¿Ha viajado antes en coche cama? -preguntó Rebus.

– Por eso tomo un vodka con tónica, para poder dormir en ese maldito tren.

– ¿Se acabó lo de Santal?

– Depende.

– Steelforth dijo que llevaba varios meses de agente encubierta.

– Meses -asintió ella.

– En Londres no le resultaría tan fácil, por el riesgo casual de que alguien la reconociera.

– En cierta ocasión pasé al lado de Ben.

– ¿Con su disfraz de Santal?

– Y no me conoció -añadió ella reclinándose en el asiento-. Por eso dejé que Santal se acercase a Siobhan, aunque ya sabía por sus padres que era policía.

– ¿Quería comprobar si el disfraz era eficaz?

Rebus vio que asentía con la cabeza y pensó que la entendía en cierto modo. Para Stacey, la muerte de su hermano habría sido demoledora, pero a Santal le habría importado muy poco. El problema era que el dolor seguía reprimido; algo que conocía bien.

– De todos modos, Londres no era mi base de servicio -dijo Stacey-. Muchos grupos se han marchado de allí, donde nos resultaba más fácil tenerlos vigilados. Ahora casi todo el tiempo estoy en Manchester, Bradford, Leeds…

– ¿Cree que hay alguna diferencia?

Ella reflexionó un instante.

– Siempre se espera que sí, ¿no cree?

Rebus asintió en silencio, dio un trago de cerveza y dejó el vaso en la mesa.

– Sigo investigando la muerte de Ben -dijo.

– Lo sé.

– ¿Se lo dijo el comandante?

Ella asintió.

– No ha dejado de ponerme trabas.

– Probablemente considera que es su trabajo, inspector. No es nada personal.

– A mí más bien me parece que trata de proteger a un tal Richard Pennen.

– ¿De Pennen Industries?

Rebus asintió con la cabeza.

– Es curioso -dijo ella-. No se llevaban muy bien.

– ¿Cómo es eso?

– Ben había viajado a muchas zonas de guerra -dijo ella mirándole- y sabía los horrores que siembra el comercio de armas.

– Según tengo entendido, Pennen vende tecnología más que armamento.

Ella lanzó un bufido.

– Es sólo cuestión de tiempo. Ben trató de impedirlo cuando estaba en su mano. Debería leer Hansard, los discursos de sus intervenciones parlamentarias, plantea toda clase de preguntas espinosas.

– Pero Pennen le pagaba el hotel…

– Y él estaría encantado. Aceptaba las invitaciones de los dictadores y luego durante el viaje no cesaba de criticarlos. -Hizo una pausa, meneó la bebida y volvió a mirarle a la cara-. Cree que era un soborno, ¿verdad? ¿Que Pennen compraba a Ben?

Rebus guardó silencio.

– Mi hermano era una buena persona, inspector. Y ni siquiera pude asistir a su funeral -añadió con lágrimas en los ojos.

– Él lo habría entendido -dijo Rebus-. Mi… -Tuvo que hacer una pausa para aclararse la garganta-. Mi hermano murió hace una semana. El viernes estuve en el crematorio.

– Cuánto lo siento.

Rebus se llevó el vaso a los labios.

– Tenía algo más de cincuenta años. El médico dijo que fue un derrame cerebral.

– ¿Estaban muy unidos?

– Nos llamábamos por teléfono. -Hizo una pausa-. Una vez le metí en la cárcel por tráfico de drogas -añadió observando su reacción.

– ¿Y eso le duele? -preguntó Stacey.

– ¿Cómo?

– No haberle dicho… -Hizo un esfuerzo por articular las palabras, con un rictus al sentir que le brotaban las lágrimas-. ¿No haberle dicho que lo sentía?

Se levantó de la mesa y se dirigió al servicio, ya del todo identificada con su personalidad de Stacey Webster. Rebus pensó que quizá debía ir tras sus pasos, o decir algo a la camarera, pero se quedó sentado moviendo el vaso hasta hacer espuma, pensando en las familias. Ellen Wylie y su hermana, los Jensen y su hija Vicky, Stacey Webster y su hermano Ben.

– Mickey -musitó. Nombraba a los muertos para que supieran que no los olvidaba.

Ben Webster, Cyril Colliar, Edward Isley, Trevor Guest.

– Michael Rebus -añadió en voz alta con gesto de brindis.

Luego, se levantó y pidió otra ronda: una IPA y vodka con tónica. Aguardó en la barra a que le dieran la vuelta. Dos parroquianos discutían sobre las posibilidades de Gran Bretaña para la candidatura olímpica de 2012.

– ¿Por qué Londres siempre se lo lleva todo? -dijo uno de ellos.

– Qué raro que no quisieran lo del G-8 -añadió su interlocutor.

– Sabían lo que se les venía encima.

Rebus reflexionó un instante. Era miércoles, pero el viernes todo habría acabado. Un día más y Edimburgo volvería a la normalidad. Steelforth y Pennen y los demás intrusos se habrían ido al sur.