«No se llevaban muy bien.»
Lo decía por Ben Webster y Richard Pennen, porque el diputado intentaba poner trabas a los planes de expansión del empresario. Él estaba equivocado respecto a Ben Webster, creyéndole un vendido. Y Steelforth le impidió acercarse a la habitación del hotel, no porque no quisiera publicidad ni que molestasen a los peces gordos con preguntas e hipótesis, sino para proteger a Richard Pennen.
«No se llevaban muy bien.»
Lo cual arrojaba sospechas sobre Richard Pennen; o al menos aportaba un motivo. Cualquiera de los que estaban de guardia en el castillo podía haber empujado al diputado al vacío. Habría guardaespaldas mezclados con los invitados. Y servicio secreto; al menos un agente personal para la protección del secretario de Exteriores y del ministro de Defensa. Steelforth era del SOI2, el departamento inmediatamente inferior al MI5 y al MI6. Pero si uno quiere desembarazarse de alguien, ¿por qué elegir ese método? Era demasiado público, demasiado espectacular. Rebus sabía por experiencia que los asesinatos perfectos eran aquellos en los que no había asesinato: víctima asfixiada durante el sueño, drogada y metida en un vehículo en marcha, o desaparecida sin más.
«Dios, John, acabarás viendo duendes verdes», se regañó. La culpa era de las circunstancias; aquella semana del G-8 se imaginaba uno cualquier conspiración. Dejó las bebidas en la mesa, un tanto preocupado al ver que Stacey seguía sin salir de los servicios; pero le vino al pensamiento que había estado en la barra, de espaldas, esperando las bebidas. Aguardó otros cinco minutos y luego pidió a la camarera que fuese a mirar. La mujer salió del lavabo de señoras negando con la cabeza.
– Tres libras en balde -dijo señalando la copa de Stacey-. De todas formas, perdone que le diga, pero era muy joven para usted.
Había vuelto a Gayfield Square a por su maleta y le dejaba una nota.
«Buena suerte y recuerde que Ben era mi hermano, no el suyo. No deje de apurar su propio duelo.»
Faltaban unas horas para la salida del tren nocturno. Podía ir a Waverley, pero optó por no hacerlo; no estaba seguro de que hubiera mucho más que decirse. Tal vez ella tuviera razón; indagando la muerte de Ben conservaba patente el recuerdo de Mickey. De pronto se le ocurrió una pregunta que quería haberle hecho.
«¿Qué cree que le sucedió a su hermano?»
Bueno, tenía la tarjeta que le había dado enfrente del depósito. Tal vez la llamara al día siguiente para preguntarle si había dormido en el viaje a Londres; le diría que seguía investigando la muerte de su hermano y ella diría: «Lo sé». Sin preguntas ni hipótesis por su parte. ¿Prevenida por Steelforth? Un buen soldado siempre obedece las órdenes. Pero seguro que ella también había estado pensando y sopesando posibilidades.
Una caída. Un salto. Un empujón.
– Mañana -se dijo camino del DIC, con toda una noche por delante de fotocopia clandestina.
JUEVES 7 DE JULIO
Capítulo 19
El zumbador le despertó.
Cruzó el pasillo tambaleándose y apretó el botón del intercomunicador.
– ¿Quién es? -preguntó con voz pastosa.
– Yo creía que íbamos a trabajar aquí.
Era la voz lejana y distorsionada de Siobhan.
– ¿Qué hora es? -preguntó él tosiendo.
– Las ocho.
– ¿Las ocho?
– El inicio de nuestra jornada laboral.
– Estamos suspendidos de servicio, ¿recuerdas?
– ¿Te he pillado en pijama?
– No uso pijama.
– ¿Y me vas a hacer esperar aquí en la calle?
– Te dejaré abierta la puerta del piso -contestó él pulsando el aparato.
Recogió la ropa de la butaca del dormitorio y se encerró en el cuarto de baño. La oyó dar con los nudillos en la puerta y abrirla.
– ¡Dos minutos! -gritó entrando en la bañera para meterse bajo la ducha.
Cuando salió, ella estaba sentada a la mesa del comedor organizando las fotocopias de la noche anterior.
– No te acomodes -dijo él, haciéndose el nudo de la corbata, pero al recordar que no iba a la comisaría, se la quitó y la tiró al sofá-, que necesitamos provisiones -añadió.
– Y yo necesito un favor.
– ¿Cuál?
– Un par de horas para el almuerzo. Quiero llevar a mis padres a un restaurante.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Cómo está tu madre?
– Está bien. Han decidido no ir a Gleneagles a pesar del cambio de tiempo.
– ¿Se vuelven mañana a Londres?
– Probablemente.
– ¿Qué tal el concierto anoche? Vi la última parte en la tele y esperaba verte a ti saltando en primera fila.
Siobhan no contestó de inmediato.
– Yo ya me había ido.
– Ah.
Ella se encogió de hombros.
– ¿Qué es lo que hay que comprar?
– El desayuno.
– Yo ya he desayunado.
– Bueno, pues me contemplarás devorando un bocadillo de beicon. Hay un café en Marchmont Road y mientras yo como, tú puedes llamar al consejero Tench para concertar una entrevista.
– Anoche le vi en el concierto.
– Ese hombre está en todas partes, ¿no crees? -comentó Rebus mirándola.
Ella se había acercado al tocadiscos. Había vinilos en una estantería y cogió uno.
– Eso es de antes de que tú nacieras -comentó Rebus-. Canciones de amor y odio, de Leonard Cohen.
– Escucha esto -dijo ella leyendo el reverso de la funda-: «Encarcelaron a un hombre que quería dominar el mundo, pero los imbéciles se equivocaron de hombre». ¿Qué querrá decir?
– ¿Se trataría de un caso de error de identidad? -aventuró Rebus.
– Yo creo que se refiere a la ambición -replicó ella-. Gareth Tench me dijo que te vio con…
– Aja.
– Con Cafferty.
Rebus asintió con la cabeza.
– Big Ger dice que el concejal pretende ponerle fuera de juego.
Siobhan dejó el disco y se volvió hacia él.
– Estupendo, ¿no?
– Depende del sustituto. Según Cafferty, es Tench quien aspira a serlo.
– ¿Tú le crees?
Rebus hizo una pausa reflexiva.
– ¿Sabes lo que necesito saber para contestarte?
– ¿Pruebas? -preguntó ella.
Rebus negó con la cabeza.
– Café -contestó.
A las nueve menos cuarto Rebus iba por la segunda taza, con los restos del bocadillo en un plato manchado de grasa. En el café había una buena selección de periódicos, y Siobhan leía noticias sobre Empuje Final mientras él señalaba con el dedo fotos del escenario de sus respectivas correrías la víspera en Gleneagles.
– ¿No vimos a ese chico? -preguntó señalando una imagen.
Ella asintió con la cabeza.
– Sí, pero sin sangre en la cara.
Rebus volvió la página hacia sí.
– En realidad, es lo que quieren, ¿sabes? Un poco de sangre siempre va bien para las noticias.
– Y dejarnos a nosotros como los malos de la película.
– Por cierto… -añadió él sacando el compacto del bolsillo-. Ten; un regalo de despedida de Stacey Webster, o Santal, como gustes.
Siobhan cogió el disco ente dos dedos mientras él le explicaba cómo se lo había dado. Cuando terminó, sacó del bolsillo la tarjeta de Stacey y marcó el número. No contestaron; al volver a guardar el móvil en la chaqueta notó un leve aroma al perfume de Molly Clarke, pero pensó que a Siobhan no tenía por qué decírselo, pues no estaba seguro de su reacción. Aún andaba dándole vueltas en la cabeza cuando entró Gareth Tench. Les estrechó la mano. Rebus le dio las gracias por haber ido y le indicó que se sentara.
– ¿Qué quiere tomar?
Tench negó con la cabeza. Rebus vio un coche aparcado y, al lado, los escoltas.
– Buena idea -dijo Rebus señalando la escena con la barbilla-. Debería haber más vecinos de Marchmont con guardaespaldas.