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– Ya que lo dices, ¿por qué no habrá habido más víctimas?

– La explicación lógica sería que se ha marchado a otro lugar, que le hemos detenido por otro delito, o bien, que sabe que le seguimos los pasos.

– No le seguimos los pasos.

– La prensa dice que sí.

– Para empezar, ¿a cuento de qué dejar rastros en la Fuente Clootie? ¿Porque existía la posibilidad de que fuésemos allí?

– No podemos descartar una relación local.

– ¿Y si no tiene nada que ver con Vigilancia de la Bestia?

– En ese caso estamos perdiendo el tiempo miserablemente.

– ¿No será una especie de mensaje para el G-8? A lo mejor está aquí, en Edimburgo, con una pancarta por las calles.

– Su foto podría estar en ese compacto…

– Y nunca lo sabremos.

– Si dejó los rastros para desafiarnos, ¿cómo es que no ha seguido haciéndolo? ¿No sería lógico que continuara el juego?

– Tal vez no tenga que continuarlo.

– ¿A qué te refieres?

– Podría estar más cerca de lo que pensamos.

– Hombre, muchas gracias.

– ¿Quieres una taza de té?

– Adelante.

– En realidad, te toca a ti. Yo pagué el café.

– Tiene que haber una pauta, ¿sabes? Nos falta algo.

El teléfono de Siobhan dio unos pitidos; era un mensaje de texto y lo leyó.

– Pon la tele -dijo.

Pero bajó las piernas del sofá y ella misma pulsó el botón. Encontró el mando a distancia y cambió de canales. AVANCE DE NOTICIAS, EXPLOSIONES EN LONDRES.

– Es Eric quien me ha enviado el texto -dijo con voz queda.

Rebus se acercó al sofá. La información era escueta: una serie de explosiones en el metro de Londres con docenas de heridos.

– Se atribuye a una sobrecarga de la red eléctrica -decía el presentador no muy convencido.

– ¡Qué cojones, una sobrecarga! -refunfuñó Rebus.

Estaban cerradas las principales estaciones de ferrocarril, los hospitales habían decretado la situación de alerta y se recomendaba al público no circular por el centro. Siobhan volvió a sentarse en el sofá con la cabeza entre las manos y los codos apoyados en las rodillas.

– Están ciegos -dijo con voz queda.

– Tal vez no sea sólo en Londres -añadió Rebus. Pero probablemente sí.

Era la hora punta de la mañana, con muchísima gente camino del trabajo; y la policía de transportes públicos trasladada a Escocia para el G-8 y reforzada con agentes de Londres. Cerró los ojos, pensando: «Suerte que no fue ayer cuando miles de personas celebraban en Trafalgar Square la designación de la sede olímpica, o el sábado por la noche en Hyde Park con doscientas mil personas».

La red nacional de electricidad confirmaba que no había ninguna avería en sus líneas. Aldgate. King's Cross. Edgware Road.

Corría el rumor de que había también un autobús «destruido». El locutor estaba demudado y un número de teléfono de urgencias destellaba en la base de la pantalla.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Siobhan.

Aparecieron imágenes de los lugares de las explosiones con médicos corriendo atropelladamente, entre emanaciones de humo y heridos sentados en el bordillo de la acera, pisando cristales y con el ruido de fondo de las sirenas y las alarmas de los coches y los comercios cercanos.

– ¿Qué hacemos…? -repitió Rebus, sin necesidad de respuesta, al sonar el teléfono de Siobhan.

– ¿Mamá? -dijo ella-. Sí, lo estamos viendo. -Hizo una pausa, escuchando-. Seguro que están bien… Sí, podrías llamarlos. Pero a lo mejor tarda la comunicación. -Hizo otra pausa-. ¿Qué? ¿Hoy? King's Cross estará cerrada -dijo medio volviéndose hacia Rebus.

Él optó por salir del cuarto y dejarla a solas para que hablara lo que quisiera. En la cocina, abrió el grifo y llenó el hervidor escuchando el sonido del agua, un sonido básico que casi nunca oía. Pero existía.

Normal y cotidiano.

Al cerrar el grifo oyó un débil jadeo. Era curioso que le pareciera oírlo por primera vez. Cuando volvió al cuarto de estar, Siobhan se había levantado del sofá.

– Mamá quiere volver a Londres -dijo- para saber si los vecinos están bien.

– ¿Dónde viven?

– En Forest Hill, al sur del Támesis -contestó ella.

– Entonces, ¿no hay almuerzo?

Siobhan negó con la cabeza. Rebus le tendió un trozo de rollo de cocina para que se sonara.

– Una cosa como ésta te hace verlo todo en su justa medida -dijo ella.

– No creas. Ha estado flotando en el aire toda la semana. Hubo momentos en que casi lo olfateaba.

– Hay tres bolsitas -dijo Siobhan.

– ¿Cómo?

– Que has puesto tres bolsitas de té en esa taza. ¿Era en eso en lo que pensabas? -añadió tendiéndole la tetera.

– Sí, es posible -admitió él.

Mentalmente se representó una estatua en el desierto desmoronándose.

* * *

Siobhan se marchó a casa para ayudar a sus padres y llevarlos al tren, si seguía en vigor el plan. Rebus se quedó viendo la televisión. Era un autobús rojo de dos pisos con el techo en la calzada. Pero había supervivientes. A él le parecía un milagro. Resistía el impulso de abrir la botella y servirse una copa. Los testigos presenciales daban su versión; el primer ministro regresaba a Londres, dejando en Gleneagles al secretario de Asuntos Exteriores al frente de la delegación. Antes de emprender viaje, Blair hizo una declaración flanqueado por sus colegas del G-8 y pudieron verse las tiritas en los nudillos del presidente Bush. En el noticiario sobre el atentado, la gente explicaba que habían tenido que arrastrarse en medio de miembros humanos para salir de los vagones, entre humo y sangre. Algunos habían tomado fotos con los móviles para captar el horror. Rebus se preguntó qué instinto les habría impulsado a hacerlo a modo de corresponsales de guerra.

Miró la botella de la repisa de la chimenea, con la taza de té frío en la mano. Tres personas habían sido elegidas para morir por otra u otras personas. Ben Webster había encontrado la muerte; Big Ger Cafferty y Gareth Tench se ponían en guardia mutuamente. «Ver las cosas en su justa medida», había dicho Siobhan. Él no estaba tan seguro. Porque ahora más que nunca necesitaba respuestas, rostros y nombres. Él no podía hacer nada por aquello de Londres, de terroristas suicidas de una matanza a semejante escala como la que estaba viendo. Lo único que podía hacer era meter en la cárcel a malhechores de vez en cuando; magros resultados que en nada modificaban el panorama global. Recordó una imagen: Mickey de niño, en la playa de Kirkcaldy o de vacaciones en St. Andrews o Blackpool, construyendo con tesón barreras de arena húmeda frente a las olas que morían en la orilla; trabajando como si en ello le fuera la vida. Y John, su hermano mayor, ayudándole a amontonar arena con la palita de plástico. Mickey la apelmazaba. Una barrera de cinco metros de largo y quizá de quince centímetros de alto. Pero las primeras lenguas de espuma que la alcanzaban deshacían indefectiblemente la construcción, que se desmoronaba fundiéndose en la propia arena; ellos chillaban de rabia, pataleaban y esgrimían sus pequeños puños frente al agua invasora, la traicionera orilla y el cielo impasible.

Y Dios. Dios por encima de todo.

La botella parecía aumentar de tamaño, o quizá fuese que él se empequeñecía. Pensó en la letra de una canción de Jackie Leven: «Pero mi barca es muy pequeña y tu mar tan inmenso». Sí, inmenso, pero ¿por qué demonios estaba lleno de putos tiburones?

Al oír el teléfono pensó en no contestar; dudó diez segundos. Era Ellen Wylie.

– ¿Alguna novedad? -preguntó. Tras lo cual lanzó una breve carcajada sarcástica y se apretó el puente de la nariz-. Aparte de lo obvio, claro.

– Aquí estamos conmocionados -dijo ella-. Ni se darán cuenta de que fotocopió todo el papeleo para llevárselo a casa. Creo que nadie revisará nada hasta la semana que viene. He pensado si volver a Torphichen a ver cómo les va en mi comisaría.