«Mi hermano era una buena persona.»
Rebus no lo dudaba. Ni veía motivo alguno para que alguien le empujara en las murallas del castillo. Pese a ser un trabajador infatigable, Ben Webster apenas representaba amenaza alguna para Pennen Industries. Rebus volvió a considerar la posibilidad del suicidio. Quizá Webster sufriera una depresión por los conflictos, hambrunas y catástrofes de que había sido testigo; tal vez conociera de antemano los escasos resultados del G-8, y sus anhelos de un mundo mejor le llevaran a un callejón sin salida. ¿Había saltado al vacío para llamar la atención a propósito de la situación? A Rebus no acababa de convencerle. Webster había asistido a aquel banquete con hombres poderosos e influyentes, diplomáticos y políticos de diversos países. ¿Por qué no manifestarles sus preocupaciones? ¿O armar un escándalo en público, a voces, a gritos?
Aquel grito en la noche al caer…
– No sé -dijo Rebus, meneando la cabeza.
Le parecía tener el rompecabezas completo pero con algunas piezas mal puestas.
– No -repitió, volviendo a sumergirse en la lectura.
«Un buen hombre…»
Al cabo de veinte minutos encontró una entrevista de un suplemento dominical de hacía un año en la que preguntaban a Webster a propósito de sus primeros pasos como diputado. Tenía una especie de mentor, también escocés y diputado, figura relevante del partido laborista, Colin Anderson.
El que representaba a Rebus en el parlamento.
– No te vi en el funeral, Colin -musitó Rebus mientras subrayaba un par de frases.
«Webster menciona sin dudarlo dos veces a Anderson por la ayuda que le brindó en su andadura como diputado noveclass="underline" Me impidió caer en las trampas habituales y le quedo inmensamente agradecido. En cambio, Webster se muestra mucho más reticente cuando se le pregunta si tiene fundamento la idea de que fuera Anderson quien le encumbró a su actual cargo de secretario privado del Parlamento, situándole en un puesto prometedor como principal candidato a ayudante del ministro de Comercio…»
– Vaya, vaya -murmuró Rebus, soplando sobre el té, a pesar de que ya estaba más que tibio.
– Había olvidado totalmente -dijo Rebus, arrastrando una silla hacia la mesa- que mi propio representante en el Parlamento es el ministro de Comercio. Sé que está ocupado, así que seré breve.
El restaurante estaba en la zona sur de Edimburgo, y aunque no era muy tarde se encontraba lleno. El personal acudió a entregarle la carta y ponerle un cubierto en la mesa para dos que ocupaba el honorable diputado Colin Anderson con su esposa.
– ¿Quién diablos es usted? -inquirió el parlamentario.
Rebus devolvió la carta al camarero.
– No voy a cenar -comentó, y dirigiéndose al diputado añadió-: Me llamo John Rebus y soy inspector de policía. ¿No se lo dijo su secretaria?
– ¿Me enseña su credencial? -replicó Anderson.
– En realidad, no es culpa de ella -añadió Rebus-. Exageré un poco y dije que era urgente -dijo tendiéndole el carné.
El diputado lo examinó mientras Rebus ofrecía una sonrisa a la esposa.
– ¿Quiere que…? -preguntó ella haciendo gesto de levantarse.
– No se trata de ningún secreto -dijo Rebus cogiendo el carné que le devolvía Anderson.
– Permita que le diga, inspector, que esto es una intrusión.
– Yo pensé que su secretaria le habría avisado.
Anderson alzó el móvil de la mesa.
– No hay cobertura -dijo.
– Pues debería usted subsanarlo -comentó Rebus-. Hay mucha gente en Edimburgo que…
– ¿Ha bebido, inspector?
– Sólo lo hago fuera de servicio, señor -respondió él hurgando en el bolsillo hasta encontrar la cajetilla.
– Aquí no se puede fumar -le previno Anderson.
Rebus miró el paquete de cigarrillos como si se hubiera materializado en su mano sin que él se lo propusiera. Se disculpó y volvió a guardárselo.
– No le vi en el funeral -dijo al diputado.
– ¿Qué funeral?
– El de Ben Webster. Usted fue buen amigo suyo al principio de su carrera.
– Tenía un compromiso -replicó el diputado mirando ostensiblemente el reloj.
– La hermana de Webster me dijo que una vez muerto Ben, el partido laborista le olvidaría.
– Creo que eso es excesivo. Ben era amigo mío y yo quería asistir al funeral…
– Pero estaba ocupado -añadió Rebus con gesto comprensivo-. Y ahora que se dispone a cenar apaciblemente con su esposa, yo me presento sin avisar.
– Da la casualidad de que es el cumpleaños de mi esposa. Y hemos conseguido, Dios sabe cómo, encontrar este hueco libre.
– Y yo vengo a estropeárselo. Que cumpla muchos más -añadió, dirigiéndose a la esposa.
El camarero puso una copa para vino frente a Rebus.
– ¿No sería mejor de agua, quizá? -dijo Anderson.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Ha estado muy atareado con el G-8? -preguntó la esposa del diputado inclinándose hacia delante.
– Atareado a pesar del G-8 -replicó Rebus.
Vio como mujer y marido intercambiaban una mirada y comprendió lo que pensaban. Un policía con resaca, afectado por las manifestaciones y los disturbios y ahora por las bombas de Londres. Una situación delicada.
– ¿No podríamos hablar mañana, inspector? -preguntó Anderson pausadamente.
– Estoy investigando la muerte de Ben Webster -dijo Rebus con una voz nasal de la que él mismo era consciente, y notando una especie de neblina que envolvía la escena- y no acabo de encontrar ninguna motivación que explique que quisiera quitarse la vida.
– Yo creo que debió de ser un accidente -dijo la esposa del diputado.
– O que le empujaron -añadió Rebus.
– ¡Qué dice! -dijo Anderson dejando de ordenar los cubiertos.
– Richard Pennen quiere vincular la ayuda extranjera a la venta de armas, ¿no es cierto? ¿Cómo conseguirlo? Haciendo una buena donación a cambio de que haya manga ancha.
– No diga cosas absurdas -replicó el diputado sin ocultar su irritación.
– ¿Estuvo usted en el castillo aquella noche?
– Estaba ocupado en Westminster.
– ¿Cabe la posibilidad de que Webster tuviera una conversación con Pennen? ¿Tal vez a petición de usted?
– ¿Qué clase de conversación?
– Sobre la reducción del comercio de armas y en el sentido de que la asignación para cañones se destinase a agricultura.
– Escuche, no puede ir por ahí difamando a Richard Pennen. Si hay alguna prueba, me gustaría verla.
– A mí también -dijo Rebus.
– ¿Quiere decir que la hay? ¿En qué basa usted exactamente esta caza de brujas, inspector?
– En el hecho de que el Departamento Especial quiso apartarme del caso, o cuando menos encarrilarme.
– ¿Y usted prefiere descarrilarse?
– Es la única manera de llegar a donde se desea.
– Ben Webster era un notable parlamentario y una figura en ascenso dentro de su partido…
– Y le habría apoyado a usted sin reservas en cualquier candidatura -no pudo por menos de añadir Rebus.
– ¡Eso sí que son difamaciones fuera de lugar! -exclamó Anderson con un gruñido.
– ¿Era la clase de persona que repudiaba los grandes negocios? -le preguntó Rebus-. ¿La clase de persona insobornable? -Notaba que su mente se embotaba más y más.
– Inspector, está agotado -dijo la esposa del diputado en tono afable-. ¿No podrían hablar en otro momento?
Rebus negó con la cabeza, notando la pesadez de su cuerpo y consciente de que estaba a punto de desmoronarse, arrastrado hasta el suelo por la masa corporal.
– Querido, ahí está Rosie -dijo la esposa del diputado.
Una joven obviamente nerviosa se abría paso entre las mesas. Los camareros se miraron preocupados, temiendo que fueran a encargar servicio para cuatro en una mesa de dos.