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– Separado -replicó ella.

– No mucho -añadió Rebus frunciendo los labios-. Los dos viven en la misma casa.

– ¿Por qué los hombres son unos mal nacidos, John? -replicó ella sin parpadear-. Mejorando lo presente, por supuesto.

– A mí lo que me extraña -añadió Rebus- es por qué le interesa tanto Denise.

– No está tan mal.

Rebus asintió con una mueca imperceptible.

– De todos modos, sospecho que a ese concejal le atraen las víctimas. A algunos hombres les sucede eso, ¿no es cierto?

– ¿Adonde quiere ir a parar?

– No lo sé realmente… Sólo intento hacerme una idea de su forma de ser.

– ¿Lo incluye entre los sospechosos?

– ¿Cuántos son?

Ellen se encogió de hombros.

– Eric Bain ha recopilado algunos nombres y datos de la lista de suscriptores, pero supongo que serán familias de las víctimas o profesionales que trabajan en ese campo.

– ¿A qué campo pertenece Tench?

– A ninguno de los dos. ¿Eso le convierte en sospechoso?

Rebus estaba a su lado mirando las notas.

– Necesitamos un perfil del asesino. Lo único que sabemos de momento es que no da la cara a sus víctimas.

– Sí, pero a Trevor Guest le dejó en un estado deplorable… Cortes, arañazos, contusiones. Y con la tarjeta del banco para que supiéramos su nombre.

– ¿Ves en ello una discrepancia?

Ella asintió con la cabeza.

– Pero también podría considerarse que la discrepancia es Cyril Colliar por ser el único escocés.

Rebus miró la foto del rostro de Trevor Guest.

– Guest vivió un tiempo en Escocia -dijo-, según me informó Hackman.

– ¿Sabemos dónde?

Rebus negó despacio con la cabeza.

– Habrá una ficha en algún archivo.

– ¿Existe alguna posibilidad de que la tercera víctima tuviera alguna relación con Escocia?

– Supongo que podría haberla.

– Tal vez sea ésa la clave. En lugar de centrarnos en Vigilancia de la Bestia deberíamos pensar más en las tres víctimas.

– Pareces a punto de ponerte las pilas.

Ella le miró.

– Estoy muy nerviosa para dormir. ¿Y usted? Puedo llevarme trabajo a casa.

Rebus volvió a negar con la cabeza.

– Estás muy bien donde estás -dijo cogiendo una serie de informes, dirigiéndose al sillón y encendiendo la lámpara de pie. Se sentó-. ¿No estará Denise preocupada por tu ausencia?

– Le enviaré un mensaje de texto diciendo que me quedo a trabajar hasta tarde.

– Mejor no decirle dónde… No quiero chismorreos.

Ella sonrió.

– No, claro que no. Por cierto, ¿debería saberlo Siobhan?

– ¿Saber, qué?

– Es ella la encargada del caso, ¿no?

– Siempre lo olvido -contestó Rebus como quien no quiere la cosa, y siguió leyendo.

Era casi medianoche cuando se despertó. Ellen volvía de la cocina de puntillas con una taza de té.

– Lo siento -se disculpó ella.

– Me he quedado dormido -comentó Rebus.

– Ya hace más de una hora -dijo ella soplando sobre el líquido.

– ¿Alguna novedad?

– Ninguna. ¿Por qué no se acuesta?

– ¿Y te dejo a ti sola currando? -replicó estirando los brazos y sintiendo crujir las vértebras-. Estoy bien.

– Tiene cara de estar rendido.

– No paran de decírmelo. -Se levantó y se acercó a la mesa-. ¿Hasta dónde has avanzado?

– No encuentro ninguna relación entre Edward Isley y Escocia; aquí no tiene familia y no ha trabajado ni ha venido de vacaciones. No sé yo si no será un enfoque equivocado.

– ¿Qué quieres decir?

– Quizás era Colliar quien estaba relacionado con el norte de Inglaterra.

– Tienes razón.

– Pero tampoco eso lleva a ninguna parte.

– Tal vez te venga bien una pausa.

– ¿No estoy en ello? -replicó ella alzando la taza.

– Me refiero a algo más sustancial.

Ella balanceó los hombros.

– ¿Es que hay aquí un yacuzzi o un masajista? -dijo, y al ver la cara que él ponía, añadió-: Era una broma. Y no creo que a usted se le den muy bien las friegas en la espalda. Además… -Sin acabar la frase, se llevó la taza a los labios.

– ¿Además, qué?

Ellen dejó la taza en la mesa.

– Pues que usted y Siobhan…

– Somos compañeros -añadió él-. Compañeros y amigos. Y nada más, pese a los rumores.

– Es que circulan por ahí historias -alegó ella.

– Y eso es lo que son: historias, ficción.

– No sería la primera vez, ¿verdad? Me refiero a la comisaria Templer…

– Lo de Templer fue hace años, Ellen.

– Sí, ya lo sé -dijo ella mirando al vacío-. Esta profesión nuestra… ¿a cuántos conoce que mantengan una relación continuada?

– Hay algunos. Shug Davidson lleva veinte años casado.

Ellen asintió.

– Pero usted, Siobhan, yo y docenas que podría nombrar…

– Son gajes del oficio, Ellen.

– Tantas vidas como conocemos… -añadió ella dirigiendo una mano hacia los expedientes- y nos vemos incapaces de labrarnos una propia. ¿De verdad que no hay nada entre usted y Siobhan? -espetó mirándole.

Él negó con la cabeza.

– Así que no pienses que puedes abrir una brecha entre los dos.

Ella trató de aparentar sentirse ofendida, pero no fue capaz de encontrar una réplica.

– Estás flirteando -añadió él-. Y la única razón que se me ocurre es que lo haces únicamente por fastidiar a Siobhan.

– Dios bendito -exclamó ella poniendo de golpe la taza en la mesa y salpicando los papeles-. Habrase visto arrogante, descaminado y terco… -añadió haciendo ademán de levantarse de la silla.

– Escucha, si me he equivocado, perdona. Es medianoche y tal vez convendría que durmiéramos algo.

– Y no estaría de más darme las gracias.

– ¿Por qué?

– ¡Por aguantar trabajando mientras roncaba! ¡Por ayudarle arriesgándome a ganarme una bronca! ¡Por todo!

Rebus se levantó como aturdido, y tardó un instante aún en pronunciar la palabra que esperaba.

– Gracias.

– Y que le den, John -replicó ella, cogiendo el abrigo y el bolso.

Él se apartó para dejarla pasar y oyó que salía dando un portazo. Sacó un pañuelo del bolsillo y secó los papeles.

– No es mucho estropicio -murmuró-. No es mucho estropicio…

* * *

– Gracias por venir -dijo Morris Gerald Cafferty abriendo la puerta del pasajero.

Siobhan dudó un instante y finalmente subió.

– Es para una simple conversación -le previno ella.

– Naturalmente -dijo él cerrando suavemente la portezuela y dando la vuelta por delante del coche hasta sentarse al volante-. Ha sido un día movido, ¿no es cierto? -añadió-, con esa amenaza de bomba en Princes Street.

– No arranque el coche -dijo ella, sin hacerle caso.

Cafferty cerró la portezuela y se volvió hacia ella.

– Podríamos haber hablado arriba -dijo.

Ella negó con la cabeza.

– Tiene prohibido ese portal -espetó.

Cafferty encajó en silencio la tara de su mala fama y miró por la ventanilla hacia el piso de Siobhan.

– Pensaba que viviría en un lugar mejor -dijo.

– Estoy bien aquí -replicó ella-. Pero me gustaría saber cómo me ha localizado.

Cafferty sonrió afable.

– Tengo amistades -dijo-. Ha bastado con una llamada.

– ¿Y con Gareth Tench podría hacer lo mismo? Una llamada a un profesional y nunca más se supo…

– No quiero que muera -replicó Cafferty, pensándose las palabras-, sólo rebajarle.

– ¿Humillarle, acobardarle, asustarle?

– Creo que ha llegado la hora de que la gente lo vea tal como es -dijo inclinándose levemente hacia ella-. Ahora usted ya sabe cómo es. Pero si se centra en Keith Carberry errará el tiro -añadió con otra sonrisa-. Le hablo en términos de aficionados al fútbol, aunque seamos de distinto equipo.