– Estamos en distinto equipo en todo, Cafferty. Téngalo en cuenta.
Él inclinó levemente la cabeza.
– ¿Sabe que se expresa igual que él?
– ¿Igual que quién?
– Igual que Rebus, por supuesto. Ustedes dos tienen en común esa engreída actitud de creerse que lo saben todo mejor que nadie…, que son mejor que nadie.
– Vaya, sesión de ayuda psicológica…
– ¿No lo ve? Siempre igual. Es como si Rebus moviera los hilos de una marioneta -añadió conteniendo la risa-. Ya es hora de que sea usted misma, Siobhan. Y tiene que hacerlo antes de que Rebus se jubile; es decir, pronto. -Hizo una pausa-. Mejor ahora que nunca.
– Lo que menos necesito son consejos suyos.
– No le estoy dando consejos; le ofrezco ayuda. Entre los dos podemos hundir a Tench.
– Es la misma oferta que le hizo a John aquella noche en el auditorio religioso, ¿verdad? Y me imagino que diría que no.
– Pues quería decir sí.
– Pero no lo dijo.
– Rebus y yo hace mucho tiempo que somos enemigos, Siobhan. Casi se nos ha olvidado cómo empezó. Pero entre usted y yo no hay enemistad.
– Usted es un gángster, señor Cafferty, y aceptar su ayuda sería ponerme a su altura.
– No -replicó él meneando la cabeza-; conseguiría meter en la cárcel a los responsables de lo que le sucedió a su madre. Si lo único que tiene para empezar es esa foto, no irá más allá de Keith Carberry.
– ¿Y usted me ofrece mucho más, como esos timadores de los canales de compras? -dijo ella.
– No sea cruel -replicó él en tono de riña.
– Cruel pero sincera -replicó Siobhan. Miró por el parabrisas y vio que un taxi dejaba a una pareja borracha delante de su casa. Al arrancar el vehículo, estuvieron a punto de caer al suelo abrazados y besándose-. ¿Qué tal un escándalo? -dijo-. Algo que hiciera que el consejero apareciera en los tabloides.
– ¿Tiene pensado algo?
– Tench engaña a su mujer -contestó ella-. Mientras su esposa está en casa viendo la tele, él se dedica a visitar a sus amantes.
– ¿Cómo lo sabe?
– Una compañera mía, Ellen Wylie, tiene una hermana… -Se interrumpió al percatarse de que si estallaba el escándalo no sería sólo Tench quien saliera en los periódicos, sino también Denise-. No -dijo negando con la cabeza-. Olvídelo.
«Imbécil, imbécil, imbécil.»
– ¿Por qué?
– Porque haríamos daño a una mujer muy sensible.
– Pues como si no lo hubiera dicho.
Ella se volvió a mirarle.
– Bien, dígame, ¿qué haría usted en mi caso? ¿Cómo atacaría a Gareth Tench?
– A través del joven Keith, por supuesto -contestó Cafferty, como si fuera la cosa más evidente del mundo.
Mairie estaba disfrutando con el acoso.
Aquello no eran artículos de fondo, ni un elogio dando bombo a un amigo del jefe de redacción o una entrevista de mercadotecnia para dar publicidad a un libro o una película. Era una investigación. Por eso se había hecho ella periodista.
Incluso las pistas que no llevaban a ninguna parte eran emocionantes. Y, aunque había seguido varios caminos erróneos, acababa de ponerse en contacto con un periodista de Londres, también autónomo. En la primera conversación por teléfono ambos se dedicaron a darle rodeos al tema. Él trabajaba en un proyecto televisivo: un documental sobre Irak titulado Mi pequeña lavandería de Bagdad, y al principio no quiso explicarle la razón de aquel título, pero al mencionar ella su contacto de Kenia, vio que el de Londres cedía y, en ese momento, una sonrisa cruzó su rostro: ahora era ella quien marcaba la pauta. Iba a titularse lavandería de Bagdad en referencia al dinero que se blanqueaba en Irak y especialmente en la capital. No se sabía adonde habían ido a parar la mayor parte de los miles de millones de dólares estadounidenses destinados a la reconstrucción; maletas repletas de billetes para sobornar a funcionarios del país y untar la mano a la gente asegurando a toda costa elecciones, porque las empresas estadounidenses entraban en el jugoso mercado «con extrema cautela», según su amigo, y el dinero corría a raudales porque había que tranquilizar a los diversos bandos en conflicto en aquella situación tan inestable.
Había que armarlos.
A chiítas, suníes y kurdos. Claro, el agua y la electricidad eran imprescindibles, pero también cañones y lanzacohetes eficaces; sólo para la defensa, naturalmente, porque la reconstrucción sólo es posible si la gente se siente protegida.
– Yo creía que las armas no entraban en juego -comentó Mairie.
– Hasta que vuelvan a entrar cuando nadie preste atención.
– ¿Y estás indagando para establecer una relación entre Pennen y todo el cotarro? -preguntó finalmente Mairie, sin dejar de tomar nota a toda velocidad con el teléfono sujeto entre la mejilla y el hombro.
– Eso es el chocolate del loro. Pennen no es más que una simple nota a pie de página, tan sólo una P.D. al final de una carta. Y, en realidad, no él personalmente, sino la empresa que dirige.
– Y de la que es propietario -no pudo por menos de añadir Mairie-. En Kenia se ha asegurado sacar tajada de ambos bandos.
– ¿Subvencionando al gobierno y a la oposición? Sí, estoy al corriente, pero por lo que tengo entendido no es una operación de envergadura.
Pero el diplomático Kamweze le había dado a ella algún dato más. Coches para los ministros, construcción de carreteras en provincias gobernadas por la oposición y casas nuevas para los líderes tribales más importantes. Todo ello bajo el capítulo de «ayuda», mientras las armas teledirigidas con tecnología de Pennen lastraban la deuda interna.
– En Irak -prosiguió el periodista de Londres-, Pennen Industries financia una zona dudosa de reconstrucción, es decir, contratistas de defensa privados, armados y financiados por Pennen. Tal vez sea la primera guerra de la historia organizada en gran medida por el sector privado.
– ¿Y a qué se dedican esos contratistas de defensa particulares?
– Actúan de guardaespaldas de quienes van al país a hacer negocios. Se ocupan de las barreras, protegen la Zona Verde y garantizan que los mandatarios puedan girar la llave de contacto del coche sin peligro de una intervención del Padrino.
– Ya veo. Son mercenarios, ¿no es eso?
– En absoluto; son totalmente legales.
– ¿Pero les paga Pennen?
– Hasta cierto punto.
Finalmente, Mairie colgó, tras mutua promesa de seguir en contacto y hacer hincapié el de Londres que mientras ella no metiera mano a los datos de Irak podrían ayudarse recíprocamente. Mairie pasó a máquina sus notas y se dirigió al cuarto de estar, donde Allan estaba hundido en el sillón viendo Die Hard 3 y disfrutando de nuevo de sus películas preferidas ahora que tenía cine en casa; ella le dio un abrazo y sirvió dos vasos de vino.
– ¿Qué se celebra? -preguntó él dándole un beso en la mejilla.
– Allan -dijo ella-, tú que has estado en Irak, cuéntame cómo es aquello.
Aquella noche, a hora avanzada, Mairie se levantó. Sonaba su teléfono; era el corresponsal de Westminster del periódico Herald. Años atrás se habían sentado juntos en un banquete de distribución de premios, dando cuenta del asado de cordero y riendo de los finalistas de las diversas categorías. Mairie mantuvo contacto con él porque le gustaba bastante aunque era un hombre casado, feliz en su matrimonio, por lo que sabía. Se sentó en la escalera enmoquetada, cubierta sólo por una camiseta hasta las rodillas, leyendo el texto.
«Tendrías que haberme dicho que te interesaba Pennen. Llámame. ¡Tengo datos!»