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Pero no se contentó con llamarle. Fue en plena noche a Glasgow en coche y se vieron en un café de los que están abiertos veinticuatro horas, lleno de estudiantes bebidos, pero más agotados que escandalosos. Su amigo se llamaba Cameron Bruce, y siempre hacían bromas con aquel nombre que servía igual para un roto que para un descosido. Él se presentó con sudadera, pantalones de chándal y despeinado.

– Buenos días -dijo mirando el reloj.

– La culpa es tuya -le regañó ella en broma- por coquetear con una chica a medianoche.

– Suele pasar -replicó él.

Por el guiño que le dirigió, Mairie comprendió que convenía comprobar el estado del feliz matrimonio y dio gracias al cielo por no haber quedado con él en un hotel.

– Cuéntame -dijo.

– No está mal el café -dijo él alzando la taza.

– Oye, no he cruzado en coche media Escocia para oírte cosas insulsas, Cammy.

– ¿A qué has venido, entonces?

Ella se reclinó en el asiento y le explicó por qué tenía interés en Richard Pennen. No le contó todo, por supuesto, pues él, al fin y al cabo, era de la competencia aunque fuese amigo. Cammy se percató de que había lagunas en lo que explicaba cada vez que hacía una pausa o cambiaba el sentido de la historia, pero se limitó a sonreír discretamente. En un momento determinado ella interrumpió el relato mientras, con gran profesionalidad y rapidez, el personal se hacía cargo de un cliente alborotador poniéndole de patitas en la calle. El hombre dio unos puntapiés a la puerta y puñetazos en la luna, pero acabó marchándose.

Pidieron más café y tostadas con mantequilla, y Cameron le contó lo que sabía.

O más bien, lo que sospechaba, basado todo ello en comentarios que circulaban.

– Por consiguiente, hay que interpretarlo con cierta precaución.

Ella asintió con la cabeza.

– Se trata de financiación de partidos -añadió él.

La reacción de Mairie fue fingir un bostezo repentino. Bruce se echó a reír y dijo que era un capítulo muy interesante.

– No me digas.

Se decía que Richard Pennen hacía importantes donativos personales al partido laborista. No era de extrañar, ya que su propia empresa se beneficiaba de los contratos del gobierno.

– Igual que con Capita y tantos otros -comentó Bruce.

– ¿Me has hecho venir hasta aquí para decirme que lo que hace Pennen es perfectamente legal y transparente? -replicó Mairie con gesto de decepción.

– Bueno, no estoy tan seguro, dado que el señor Pennen juega con dos barajas.

– ¿Da dinero a conservadores y laboristas?

– En cierto modo, sí. Pennen Industries ha financiado varias juergas de los torys y sus gerifaltes.

– Pero es más bien la empresa; no él personalmente. Así que no vulnera la ley.

– Mairie -dijo Bruce sonriendo-, no hay que vulnerar la ley para tener problemas en política.

– Hay algo más, ¿verdad? -dijo ella mirándole furiosa.

– Tal vez -añadió él mordiendo una tostada.

CARA CUATRO: EMPUJE FINAL

VIERNES 8 DE JULIO

Capítulo 22

La primera página la ocupaba una matanza con grandes fotos en color del autobús rojo londinense de dos pisos y supervivientes salpicados de sangre y hollín con la mirada vacua, entre ellos una mujer con una enorme compresa en la cara. Edimburgo vivía los hechos como una molestia postraumática. El autobús de Princes Street con amenaza de bomba había sido remolcado tras su explosión controlada, e igual procedimiento se aplicó a una bolsa abandonada en una tienda cercana. Quedaban restos de vidrio en la calzada y algún parterre destrozado durante los disturbios del miércoles, pero todo parecía haber sucedido hacía ya mucho tiempo. La gente había vuelto al trabajo, los escaparates lucían sin planchas de madera y las barreras, desmontadas, se las llevaron en camiones. También Gleneagles se vaciaba de manifestantes. Blair regresó en avión desde Londres a tiempo para la ceremonia de clausura, en la que hubo discursos y firmas, pero la gente no sabía qué pensar de todo aquello. Las bombas de Londres habían servido de excusa perfecta para abreviar las conversaciones comerciales. Se concedería una ayuda extra a África, pero no tanta como la reclamada en la campaña de protestas. Antes de acabar con la pobreza, los políticos tenían otra guerra en que luchar.

Rebus cerró el periódico y lo tiró sobre la mesita junto a la silla. Se encontraba en la Jefatura de la Policía de Lothian y Borders en Fettes Avenue por haber recibido la orden de presentarse a primera hora de la mañana. La secretaria del jefe superior replicó en forma tajante a su protesta por la premura.

– Inmediatamente -dijo.

Por eso Rebus únicamente hizo un alto para tomar un café con un bollo y comprar un periódico. Aún le quedaba un trozo de rosca en la mano cuando se abrió la puerta. Se puso en pie, pensando que entraría, pero por lo visto a Corbyn le bastaba con despacharlo en el pasillo.

– Creí que le había advertido debidamente, inspector Rebus, que quedaba apartado del caso.

– Sí, señor.

– ¿Entonces?

– Mire, señor, yo sabía que no estaba autorizado a trabajar en el caso de Auchterarder, pero pensé que debía aclarar algunos flecos en relación con Ben Webster.

– Está suspendido de servicio.

– ¿No únicamente en un caso? -replicó Rebus estupefacto.

– Sabe perfectamente lo que significa una suspensión.

– Lo siento, señor, será por la edad…

– Qué duda cabe -susurró Corbyn-. Tiene ya derecho a pensión máxima por jubilación. No sé por qué sigue en el cuerpo.

– No tengo nada mejor que hacer, señor. -Rebus hizo una pausa-. Por cierto, ¿es delito que un elector pregunte a su diputado?

– Es el ministro de Comercio, Rebus. Lo que quiere decir mano derecha del primer ministro. Hoy concluye el G-8 y no queremos ningún desdoro a estas alturas.

– Bien, no tengo motivo para molestar de nuevo al ministro.

– Ya lo creo que no; ni a nadie más. Es su última oportunidad. En este caso tal vez se libre con una reprimenda oficial, pero si su nombre vuelve a aterrizar en mi mesa una vez más… -añadió Corbyn esgrimiendo un dedo para dar énfasis a sus palabras.

– Entendido, señor.

El teléfono de Rebus comenzó a sonar, y lo sacó del bolsillo para comprobar el número: no lo conocía y arrimó al oído el aparatito plateado.

– Diga.

– ¿Rebus? Soy Stan Hackman. Quería llamarle ayer, pero en vista de lo ocurrido…

Rebus notaba los ojos de Corbyn clavados en su persona.

– Cariño -canturreó al micrófono-, ahora te llamo, te lo prometo. -Añadió el sonido de un besito y cortó la comunicación-. Era una amiga -dijo a Corbyn.

– Una mujer con entereza -comentó el jefe de policía abriendo la puerta de su despacho y poniendo fin a la entrevista.

* * *

– ¿Keith?

Siobhan estaba sentada en el coche, con el cristal de la ventanilla bajado. Keith Carberry iba camino de la sala de billar. El local abría a las ocho y Siobhan, para mayor seguridad, llevaba un cuarto de hora esperando, viendo obreros cansados llegar a la parada del autobús. Le hizo seña con la mano para que se acercara al coche, y el jovenzuelo miró a derecha e izquierda, temiéndose una emboscada; llevaba bajo el brazo un estuche negro alargado: su taco privado, que podía servir de arma en caso necesario.

– ¿Sí? -dijo él.

– ¿Te acuerdas de mí?

– Hasta aquí llega la peste a poli. -Llevaba echada la capucha de su casaca de marinero sobre la gorra clara de béisbol. La misma indumentaria con que aparecía en las fotos-. Ya sabía que volveríamos a vernos; la otra noche estaba calentona -añadió cogiéndose la entrepierna con la mano.

– ¿Qué tal en los juzgados?

– Estupendamente.

– Sí, con una condena por alteración del orden y en libertad provisional con prohibición de acercarte a Princes Street y obligado a presentarte a diario en la comisaría de Craigmillar -recitó ella.