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– ¿Qué es esto, un acoso? Me han dicho que hay mujeres con verdadera obsesión. -Se echó a reír y se irguió-. ¿Hemos acabado?

– Hemos empezado.

– Muy bien -dijo él-. Pues, dentro la espero.

Siobhan le llamó por su nombre pero él, sin hacer caso, abrió la puerta del local y entró a los billares. Siobhan subió el cristal de la ventanilla, salió del coche, lo cerró y entró en Billares Lonnie's, «Las mejores mesas de Restalrig».

Había poca luz y olía a cerrado, como por falta de limpieza, y sólo en dos mesas había jugadores; Carberry echó monedas en una máquina de bebidas y sacó una lata de Coca-Cola.

Siobhan no vio a ningún encargado, lo que seguramente quería decir que estaba jugando una partida. Se oía el chocar de bolas y el sonido al caer en las troneras más las maldiciones protocolarias entre tiro y tiro.

– Potrero de los cojones.

– Vete a la mierda. La bola seis va al agujero de la esquina. Verás, idiota.

– Tía a la vista.

Cuatro pares de ojos la miraban. Sólo Carberry se hacía el ausente, bebiendo su refresco. Al fondo del local sonaba una radio mal sintonizada.

– ¿Qué desea, guapa? -preguntó uno de los que jugaban.

– Quería jugar unas partidas -dijo Siobhan tendiéndole un billete de cinco libras-. ¿Me da cambio?

El interfecto no tenía ni veinte años, pero con toda evidencia era el encargado del primer turno. Cogió el billete, abrió la caja de detrás del mostrador y contó diez monedas de cincuenta peniques.

– Las mesas no son gran cosa -comentó ella.

– Son una mierda -terció otro de los jugadores.

– Cierra el pico, Jimmy -replicó el joven encargado, pero el otro estaba embalado.

– Eh, guapa, ¿viste la película del Acusado? Si te da la vena como a Jodie Foster podemos echar el cerrojo a la puerta.

– Intenta algo y serás tú quien echará a correr -replicó Siobhan.

– No le haga caso -dijo el jovenzuelo-. Jugamos una partida, si quiere.

– Es conmigo con quien quiere jugarla -dijo en voz alta Keith Carberry, lanzando un eructo al tiempo que estrujaba la lata con un puño.

– Tal vez después -dijo Siobhan al jovenzuelo, acercándose a la mesa de Carberry. Se agachó y metió la moneda en la ranura-. Colócalas -dijo.

Carberry cogió el triángulo y reunió las bolas mientras ella elegía taco. El cuero de la punta era una pena y no había tiza. Carberry abrió su estuche, enroscó las dos piezas de su taco, sacó una tiza nueva azul del bolsillo del pantalón, frotó la punta del taco y volvió a guardársela, dirigiendo un guiño a Siobhan…

– Si quiere tiza, cójala -dijo-. ¿Lo echamos a cara o cruz?

Se oyeron unas risotadas, pero Siobhan ya estaba inclinada para tirar con la bola blanca. Era un tapete descolorido y con desgarrones, pero a pesar de ello hizo un buen tiro, dispersando bien las bolas y metiendo una rayada en la tronera del medio. A continuación metió otras dos y luego falló una en el rincón.

– Juega mejor que tú, Keith -comentó un jugador de otra mesa.

Carberry, sin hacerle caso, metió tres bolas seguidas e intentó meter una cuarta muy difícil tirando a tres bandas, pero falló por dos centímetros. Siobhan jugaba a lo seguro y él trataba de superar su ventaja con aquel tiro difícil fallido.

– Tengo dos tiros -dijo Siobhan.

Los necesitaba para meter una, y a continuación hizo doblete con otras dos, arrancando un murmullo de admiración en los jugadores de la otra mesa, que habían dejado de jugar para mirar. Metió directas las dos que quedaban y en la mesa quedó sólo la negra, que tiró de corrido por la banda inferior, pero se paró justo ante la tronera. Carberry remató la partida.

– ¿Quiere otra lección? -preguntó con sonrisa de satisfacción.

– Primero voy a beber algo -dijo ella acercándose a la máquina y sacando una Fanta.

Carberry la siguió. Los otros jugadores reanudaron sus partidas, mientras ella pensaba que no había quedado tan mal.

– No les has dicho quién soy -dijo en voz queda-. Gracias.

– ¿Qué es lo que busca?

– Te busco a ti, Keith -respondió Siobhan tendiéndole un papel doblado, copia de la foto del parque de Princes Street.

Él lo cogió, lo miró e hizo gesto de devolvérselo.

– ¿Y qué? -preguntó.

– Mira bien otra vez a esa mujer a quien golpeaste… -dijo ella dando un trago a la lata-. ¿No encuentras parecido?

– No me diga que… -replicó él mirándola.

Ella asintió con la cabeza.

– Mi madre acabó en el hospital por tu culpa, Keith. A ti no te importaba a quién golpeabas ni si hacías mucho daño. Fuiste allí a organizar jaleo a cuenta de quien fuese.

– Y ya he pasado por los juzgados.

– He leído las actas, Keith, pero al fiscal no le consta esa agresión -dijo Siobhan dando unos golpecitos en la foto-, simplemente el testimonio ocular del agente que te sacó de entre la multitud y te vio tirar el palo. ¿Sabes lo que te caerá? ¿Una multa de cincuenta libras?

– A pagar con una libra semanal a descontar de mi paga.

– Pero si yo les doy esta foto, y otras que tengo, será más bien pena de cárcel, ¿no crees?

– Ya me las arreglaré -replicó él seguro de sí mismo.

Ella asintió con la cabeza.

– Porque ya has estado otras veces, claro. Pero hay condenas -hizo una pausa- y condenas.

– ¿Cómo?

– Una palabra mía y de buenas a primeras los polis no serán tan amables. Y pueden enviarte a una galería donde sólo van los peores presos: delincuentes sexuales, psicópatas, condenados a prisión perpetua con nada que perder. Tu expediente dice que has estado como delincuente juvenil en prisión abierta. ¿Sabes por qué dices que te las puedes arreglar? Porque no has pasado por ello.

– ¿Todo esto porque su madre se interpuso al palo?

– Todo esto -replicó ella- porque puedo. Y voy a decirte una cosa, tu amigo Tench se enteró de todo anoche… Qué raro que no te avisara.

El muchacho encargado de los billares miró un mensaje de texto y les llamó:

– Eh, pichoncitos, el jefe quiere hablaros.

– ¿Qué? -exclamó Carberry apartando la vista de Siobhan.

– El jefe -dijo el encargado señalando una puerta con el rótulo de «Privado», sobre la cual se veía una cámara de seguridad.

– Mejor será que vayamos -dijo Siobhan-, ¿no crees?

Se dirigió a la puerta y la abrió. Había un pasillo y una escalera. El despacho era un altillo con mesa, sillas y archivadores, algunos tacos rotos y una enfriadora de agua vacía. La luz entraba a través de dos ventanucos polvorientos del techo.

Allí les esperaba Big Ger Cafferty.

– Tú debes de ser Keith -dijo tendiendo la mano.

Carberry se la estrechó mirando alternativamente al gángster y a Siobhan.

– No sé si sabes quién soy.

Carberry dudó un instante hasta asentir con la cabeza.

– Sí, claro que lo sabes -añadió Cafferty señalándole una silla, mientras Siobhan permanecía de pie.

– ¿Es usted el dueño de estos billares? -preguntó Carberry con un temblor casi imperceptible.

– Desde hace años.

– ¿Y Lonnie?

– Murió antes de que tu nacieses, hijo -contestó Cafferty pasándose la mano por la pernera del pantalón como si estuviera manchada de tiza-. Bien, Keith… Me han hablado muy bien de ti, pero a mí me parece que has tomado un camino equivocado y ya es hora de que lo enmiendes ahora que estás a tiempo. Tu madre sufre por ti y tu padre ha perdido la chaveta porque ya no puede sacudirte sin recibir él, y tienes a tu hermano mayor encerrado en Shotts por robo de coches -añadió Cafferty meneando con disgusto la cabeza-. Pareces tener un destino trazado de antemano contra el que nada puedes. -Hizo una pausa-. Pero podemos arreglarlo, Keith, si estás dispuesto a ayudarnos.