Carberry no salía de su aturdimiento.
– ¿Me van a dar una paliza o qué? -dijo.
Cafferty alzó los hombros.
– Sí, eso también podemos arreglarlo, claro. A la sargento Clarke aquí presente nada le gustaría más que verte llorar como un niño. Y es lógico, visto lo que le hiciste a su madre. -Hizo otra pausa-. Pero hay una posibilidad.
Siobhan se rebulló ligeramente, con ganas de llevarse a Carberry de allí y huir de la voz hipnótica de Cafferty. El gángster debió de advertirlo y la miró, aguardando su decisión.
– ¿Qué es lo que quieren? -preguntó Keith Carberry.
Cafferty no contestó y siguió mirando a Siobhan.
– A Gareth Tench -dijo ella-. Sólo a él.
– Y tú, Keith, nos lo vas a entregar.
– ¿Entregar?
Siobhan advirtió que a Carberry casi no le sostenían las piernas. Cafferty le tenía aterrado y probablemente ella también.
«Tú te lo has buscado», se dijo para sus adentros.
– Tench te está utilizando, Keith -añadió Cafferty con voz suave como de nana-Él no es tu amigo ni piensa serlo.
– No me dijo que lo fuese -balbució el joven.
– Eso es -dijo Cafferty levantándose despacio y mostrándose casi tan ancho como la mesa-. Repítetelo una y mil veces -añadió-, para que te sea más fácil cuando llegue el momento.
– ¿Qué momento? -repitió Carberry.
– El momento de entregárnoslo.
– Perdone por lo de antes -dijo Rebus a Hackman.
– ¿Qué es lo que interrumpí?
– Una bronca del jefe de la policía.
Hackman se echó a reír.
– Es usted un hombre que me gusta, Johnny, pero ¿a cuento de qué me llamó «cariño»? Ah, claro, deje que piense -añadió alzando una mano-. No quería que se enterase de que era una llamada profesional… porque se supone que no tiene que estar de servicio, ¿verdad?
– Me han suspendido de servicio -dijo Rebus.
Hackman dio una palmada y volvió a reír.
Estaban sentados en un pub llamado The Crags recién abierto, y eran los únicos clientes. Era el bar más cercano a Pollock Halls, frecuentado por estudiantes atraídos por su batería de videojuegos y juegos de tablero, hilo musical y hamburguesas baratas.
– Me alegro de que haya alguien a quien tanto le divierta mi vida -musitó Rebus.
– Bueno, ¿a cuántos anarquistas aporreó?
Rebus negó con la cabeza.
– Lo que hice fue meter la nariz donde no debía.
– Se lo repito, John, es un hombre que me gusta. Por cierto, no le he dado las gracias como es debido por indicarme The Nook.
– Me satisface que le gustara.
– ¿Acabó en la cama con la bailarina?
– No.
– La verdad, era la mejor de un conjunto mediocre. Ni me molesté en entrar en el reservado especial -dijo con la mirada perdida un instante, rememorando algo, pero inmediatamente parpadeó y volvió a la realidad-. Bien, ahora que le han mostrado tarjeta roja, ¿qué hago? ¿Le doy la información o la dejo en la bandeja de «pendiente»?
Rebus dio un sorbo a su vaso de zumo de naranja. Hackman ya había despachado la mitad de su cerveza.
– Somos dos simples combatientes que sostienen una conversación -dijo Rebus.
– Eso es -dijo el inglés asintiendo pensativo con la cabeza-. Y que se toman juntos una copa antes de volver a casa.
– ¿Se marcha a Londres?
– Hoy por la tarde -contestó Hackman-. Y, la verdad, no lo he pasado mal.
– Vuelva en otra ocasión -dijo Rebus- y le enseñaré el resto de las vistas.
– Aja, dicho lo cual, se esfumaron mis reservas -dijo Hackman arrimando levemente la silla-. ¿Recuerda que le dije que Trevor Guest estuvo un tiempo en Escocia? Bien, pues pedí a un compañero que desempolvara archivadores -añadió metiendo la mano en el bolsillo, cogiendo la libreta y abriendo una página con apuntes-. Trevor estuvo en Borders cierto tiempo, pero la mayor parte lo pasó en Edimburgo; tenía una habitación en Craigmillar y trabajó temporalmente en un centro de mayores; seguramente en aquel entonces no se pedían informes de antecedentes.
– ¿Un centro de día para adultos?
– Para ancianos. Los llevaba en la silla de ruedas al váter y al comedor. Al menos, es lo que declaró.
– ¿Estaba ya fichado?
– Por un par de robos con allanamiento, pequeña posesión y maltrato a una novia que no quiso denunciarle. Eso significa que dos de sus víctimas tienen una relación local.
– Sí -dijo Rebus-. ¿De qué fecha estamos hablando?
– De hará cuatro o cinco años.
– ¿Me disculpa un minuto, Stan?
Se levantó y fue al aparcamiento, cogió el móvil y llamó a Mairie Henderson.
– Soy John -dijo.
– Ya era hora. ¿Por qué no dais ninguna información sobre el caso de la Fuente Clootie? Mi jefe de redacción dice que soy tonta.
– Acabo de descubrir que la segunda víctima vivió un tiempo en Edimburgo y trabajó en un centro de ancianos de Craigmillar. Lo que no sé es si se metería en algún lío mientras vivió aquí.
– ¿No tiene la policía ordenadores para averiguarlo?
– Yo prefiero servirme de los contactos tradicionales.
– Bueno, puedo hacer una búsqueda en el banco de datos y tal vez preguntar a uno que conozco de los juzgados por si sabe algo. Joe Cowrie tiene ese empleo hace años y se acuerda de todos los casos.
– Ah, pues mejor, porque éste podría ser de hace cinco años. Llámame con lo que averigües.
– ¿Crees que el asesino está aquí en Edimburgo?
– Yo no le diría eso al jefe de redacción. Que reserve sus esperanzas para más adelante.
Rebus cortó la comunicación y volvió al pub. Hackman tenía delante otra pinta de cerveza y señaló con la barbilla el vaso de Rebus.
– ¿No se ofende si le invito a otro de eso?
– No, gracias -contestó Rebus-. Y gracias por tomarse la molestia con esto -añadió dando unos golpecitos sobre la libreta abierta.
– Por un compañero que lo necesita se hace lo que sea -dijo Hackman alzando el vaso.
– Por cierto, ¿qué tal están los ánimos en la residencia?
A Hackman se le ensombreció el rostro.
– Anoche todos estábamos deprimidos y muchos de la metropolitana no paraban de hablar por el móvil; otros ya se habían marchado. Todos detestamos Londres, pero cuando vi por la tele a los londinenses, demostrando que la vida sigue a pesar de todo…
Rebus asintió con la cabeza.
– Soy un poco como usted, ¿eh, John? -dijo Hackman riendo de nuevo-. Leo en su cara que no piensa renunciar porque le hayan metido un puro.
Rebus reflexionó un instante una réplica, pero lo que hizo fue preguntar a Hackman si no tenía por casualidad la dirección del asilo de Craigmillar.
Quedaba apenas a cinco minutos en coche desde The Crags.
Antes de volver a Pollock Halls a hacer la maleta, Hackman se despidió con un apretón de manos y la advertencia de que no olvidase la promesa de un recorrido por los bares de destape «más allá de The Nook».
– Le doy mi palabra -dijo Rebus, a sabiendas de que ninguno de los dos sabían si se presentaría la ocasión.
Por el camino, Rebus contestó a una llamada de Mairie, que no encontraba nada sobre la época en que Trevor Guest vivió en Edimburgo. Si Joe Cowrie no lo recordaba es que no había comparecido ante los tribunales. Rebus le dio las gracias y le prometió que tendría la exclusiva de cualquier cosa que él averiguara.
El asilo estaba junto a un polígono industrial. Rebus olió a emanaciones de diesel y a algo parecido a goma quemada; las gaviotas graznaban sobre su cabeza al atisbo de algo que comer. El centro era un chalé ampliado con una zona protegida para tomar el sol y por las ventanas vio ancianos escuchando música de acordeón.
– Dentro de diez años y con suerte, John -musitó.