La muy eficiente secretaria, la señora Eadie -no le dijo su nombre de pila-, conservaba el expediente de Trevor en el archivador a pesar de que éste sólo había trabajado un par de horas a la semana durante un mes más o menos. No se lo podía enseñar, por el derecho a la intimidad, etcétera, a menos que le presentara una autorización.
Rebus asintió con la cabeza. El termostato del edificio estaba a tope y le sudaba la espalda en aquella oficina pequeña y cerrada, con un desagradable olor a polvos de talco.
– Este individuo -comentó a la señora Eadie- tuvo problemas con la policía. ¿Cómo es que no lo sabían cuando le contrataron?
– Sabíamos que tenía problemas, inspector. Nos lo dijo Gareth.
– ¿El concejal Gareth? -le preguntó Rebus mirándola-. ¿Fue él quien trajo a Trevor Guest?
– No es fácil encontrar hombres fuertes que quieran trabajar en un sitio como éste -respondió la señora Eadie- y tenemos amistad con el concejal.
– ¿Quiere decir que les trae voluntarios?
Ella asintió con la cabeza.
– Tenemos mucho que agradecerle.
– Estoy seguro de que un día de estos vendrá a cobrárselo.
Cinco minutos después salía a la calle y oyó que el acordeón había sido reemplazado por un disco de Moira Anderson. En aquel preciso instante se juró suicidarse antes que resignarse a una silla con una mantita para que le alimentaran con una cuchara al son de Charlie Is My Darling.
Siobhan aguardaba hacía tiempo sentada en el coche frente a la casa de Rebus. Había subido al piso pero él no estaba. Bueno, casi mejor, porque aún temblaba. Sentía un nerviosismo interior y no creía que fuese por la cafeína. Se miró en el retrovisor y, al comprobar una leve palidez, se dio palmaditas en las mejillas para recuperar el color. Tenía la radio puesta, pero había prescindido de las noticias, porque las voces le sonaban demasiado frágiles y desvalidas o edulcoradas y conniventes, y sintonizó música clásica en FM. Conocía aquella melodía pero no recordaba qué era. Ni podía esforzarse por recordar.
Keith Carberry salió de los Billares Lonnie's como un condenado a quien su abogado acaba de salvarle del corredor de la muerte: con verdadera ansia de respirar aire fresco. El joven encargado tuvo que decirle que no se le olvidara el taco.
Siobhan contempló la escena por el monitor de la cámara de seguridad; unas figuras borrosas en aquella pantalla grasienta a la que Cafferty había dotado de sonido que llegaba distorsionado desde el destartalado altavoz situado a pocos pasos.
– ¿A qué tanta prisa, Keith?
– Olvídame, mierdosa.
– Te dejas tu espada mágica.
Carberry apenas hizo alto un instante para guardar su taco en el estuche.
– Creo que le hemos doblegado -dijo Cafferty pausadamente.
– Para lo que nos va a servir… -replicó Siobhan.
– Hay que tener paciencia -añadió Cafferty-. La lección ha valido la pena, sargento Clarke.
Una vez en su coche, Siobhan sopesó las posibilidades y pensó que lo más sencillo sería entregar las pruebas al fiscal para que Keith Carberry compareciera de nuevo ante el juez con un cargo grave. Así, Tench saldría bien librado. Bueno, ¿y qué? Aun suponiendo que el concejal hubiese ideado las agresiones al campamento de Niddrie, lo cierto era que había salido en su defensa en los jardincillos traseros de los bloques, y Carberry no iba en broma con ella, porque estaba embalado por la adrenalina.
Sí, Carberry la amenazó en serio y había disfrutado al verla atemorizada y con pánico. Era algo que a veces una no puede dominar. Y Tench había salvado la situación.
Eso no podía negarlo.
Pero por otro lado, a Carberry no podía perdonarle lo de su madre. No sería justo. Ella quería más. Algo más que disculpas o muestras de remordimiento, no una simple sentencia de semanas o meses con libertad condicional.
Cuando sonó el teléfono tuvo que aflojar los dedos con que aferraba el volante. Por la pantalla vio que era Eric Bain. Murmuró una maldición y contestó:
– ¿Qué se te ofrece, Eric? -preguntó con un entusiasmo algo exagerado.
– ¿Cómo va todo, Siobhan?
– Lentamente -respondió riendo, pellizcándose el puente de la nariz. «Nada de histerismos», se dijo.
– Bueno, no sé si… pero conozco a alguien con quien a lo mejor te convendría hablar.
– ¿Ah, sí?
– Es una amiga que trabaja en la universidad, a quien hace unos meses ayudé en una simulación por ordenador…
– Ah, qué bien.
Se hizo un silencio.
– ¿Seguro que te encuentras bien?
– Muy bien, Eric. ¿Y tú, qué tal? ¿Cómo está Molly?
– Molly, estupendamente… Bueno, te decía que esa universitaria…
– Sí, sí, dime. ¿Crees que debería ir a verla?
– Bueno, podrías llamarla antes. Quiero decir, a lo mejor no te sirve de nada.
– Es lo que suele suceder, Eric.
– Sí; no vale la pena.
Siobhan cerró los ojos y suspiró hondo.
– Perdona, Eric, perdona por desahogarme contigo.
– ¿Desahogarte de qué?
– De toda una semana de mierda.
– Te acepto la disculpa -dijo él riendo-. Te llamo más tarde cuando estés…
– Un momento, por favor -replicó ella estirando el brazo y sacando la libreta del bolso que tenía en el asiento del pasajero-. Dame su número de teléfono y hablaré con ella.
Bain le dijo el número y ella lo anotó, escribiendo el apellido lo mejor que supo, porque ninguno de los dos sabían bien cómo se deletreaba.
– Bien, ¿en qué crees tú que podrá ayudarme? -preguntó.
– Con algunas de sus descabelladas teorías.
– Ah, fantástico.
– No se pierde nada por escucharlas -comentó Bain.
Pero Siobhan pensaba de modo muy distinto. Sabía que escuchar podía tener sus repercusiones. Y adversas.
Hacía tiempo que Rebus no había estado en el ayuntamiento. El edificio estaba en High Street frente a la catedral de St. Giles, en un tramo de calzada cerrado a la circulación rodada, en principio; pero como la mayoría de los habitantes de Edimburgo, él no hizo caso de los indicadores y aparcó junto al bordillo. Creyó recordar que se había construido aquel inmueble como sede del comercio, pero los comerciantes no se aprovecharon y se lo quedaron los políticos. Con todo, no tardarían mucho en mudarse, porque dentro de los planes de desarrollo estaba previsto un nuevo aparcamiento cerca de la estación de Waverley, del que aún se ignoraba, naturalmente, en cuánto sobrepasaría el presupuesto, pero, de suceder como con el parlamento, en los bares de Edimburgo pronto habría tema de conversación que inflamara la indignación de los clientes.
El ayuntamiento se alzaba sobre una calle clausurada cuando la epidemia de la peste, llamada Mary King's Close, donde años atrás había investigado Rebus un asesinato en el húmedo laberinto subterráneo, el del hijo de Cafferty. Ahora era una zona rehabilitada y atracción turística en verano. Fuera, una empleada con cofia de sirvienta y enaguas repartía octavillas y trató de darle un vale de descuento. Rebus negó con la cabeza. Los periódicos informaban de que las atracciones se resentían por efecto de los disturbios del G-8 y que toda aquella semana los turistas habían brillado por su ausencia.
– Hi-ho, silver lining -musitó Rebus silbando los primeros compases de la canción.
La recepcionista del mostrador le preguntó si la canción era Kylie y acto seguido sonrió dándole a entender que era una broma.
– Quiero hablar con Gareth Tench, por favor -dijo Rebus.
– Dudo que esté -contestó ella-. Al ser viernes, ya sabe… Muchos concejales aprovechan el viernes para visitar los distritos electorales.
– ¿Como excusa para salir antes? -aventuró Rebus.
– No sé qué quiere insinuar -replicó ella.
Aunque por la sonrisa con que lo dijo, él comprendió que lo sabía perfectamente. A Rebus le gustó. Miró si llevaba anillo de casada y, efectivamente, por lo que se puso a silbar «Otro que muerde el polvo».