– Y en Newcastle y Edimburgo -añadió Rebus volviéndose hacia la psicóloga-. Los tres estuvieron en la cárcel, ése es el único factor común.
– Lo que no significa que no haya otros -insistió Siobhan.
– O que sigan una pista errónea -añadió la doctora Gilreagh con una amable sonrisa.
– ¿Errónea? -repitió Siobhan.
– Según pautas inexistentes o pautas que el asesino deja a la vista.
– ¿Para jugar con nosotros? -aventuró Siobhan.
– Cabe la posibilidad. Hay tantos elementos lúdicos que… -La psicóloga dejó la frase en el aire y frunció el ceño-. Perdonen si les parece frívolo pero es la única palabra que se me ocurre. Se trata de un asesino decidido a que se le detecte, como demuestran los indicios que deja en la Fuente Clootie, y que, inmediatamente después del descubrimiento de esas señales, desaparece como tras una cortina de humo.
Rebus se inclinó hacia delante apoyando los codos en las rodillas.
– ¿Quiere decir que las tres víctimas son una cortina de humo? -inquirió.
La psicóloga efectuó un escueto balanceo con los hombros que él interpretó como inhibición.
– ¿Una cortina de humo para qué? -insistió.
Ella volvió a repetir el movimiento y Rebus miró exasperadamente a Siobhan.
– Toda esa exhibición falla en algo -comentó finalmente la psicóloga-. Un trozo de cazadora, una camiseta deportiva, unos pantalones de pana… Es inconsistente, ¿comprende? Los trofeos de un asesino en serie normalmente son muy parecidos: sólo camisas o sólo trozos de tela. La colección que deja es desordenada, hay algo que no cuadra.
– Es muy interesante, doctora Gilreagh -dijo Siobhan con voz queda-, pero ¿adónde nos lleva eso?
– Yo no soy policía -contestó la psicóloga-, pero, volviendo al leitmotiv rural y a los indicios, que podrían ser el recurso tradicional de un prestidigitador… me pregunto por qué eligió concretamente a esas víctimas -añadió asintiendo con la cabeza-. Miren, a veces las víctimas se eligen ellas mismas, en el sentido de que responden a las necesidades básicas del asesino. A veces el asunto se reduce a una mujer sola en circunstancias de desamparo, aunque lo más frecuente es que entren otros factores en juego. -Centró su atención en Siobhan-. Cuando hablamos por teléfono, sargento Clarke, mencionó ciertas discrepancias. Esas discrepancias pueden ser de por sí significantes. -Hizo una pausa para dar énfasis-. Pero el examen de las notas del caso podría servirme para establecer una conclusión más firme. Comprendo su escepticismo, inspector -prosiguió mirando a Rebus-, pero, pese a toda evidencia visual, no estoy chalada.
– Estoy seguro de ello, doctora Gilreagh.
La psicóloga juntó las manos y se levantó de la silla dándoles a entender que la entrevista había concluido.
– Y ténganlo en cuenta -dijo-: ruralismo y discrepancias, ruralismo y discrepancias -repitió alzando dos dedos, y a continuación alzó el tercero-. Y tal vez más que nada, intención de que vean lo que no es.
– ¿Existe la palabra ruralismo? -preguntó Rebus.
– Ya existe -contestó Siobhan girando la llave de contacto.
– ¿Y tú vas a darle las notas?
– Vale la pena.
– ¿Porque no tenemos otra cosa?
– A menos que se te ocurra algo mejor.
Pero no era el caso, y Rebus bajó el cristal de la ventanilla para fumar. Pasaron ante el antiguo aparcamiento.
– Informática -musitó él, mientras ella ponía el intermitente derecho en dirección a los Meadows y Arden Street.
– La discrepancia es Trevor Guest -dijo ella al cabo de unos minutos-. Lo dijimos desde el principio.
– ¿Y qué?
– Que sabemos que vivió un tiempo en Borders; ahí acaba lo rural.
– Muy alejado de Auchterarder y Black Isle -añadió Rebus.
– Pero le sucedió algo en Borders.
– Sólo tenemos la palabra de Tench.
– Tienes razón -comentó ella.
Rebus miró el número de Hackman y le llamó.
– ¿Listo para largarse? -dijo.
– ¿Ya me echa de menos? -respondió Hackman al reconocer la voz de Rebus.
– Quería hacerle una pregunta. ¿Dónde vivió Trevor Guest en Borders?
– Se agarra a un clavo ardiendo, ¿eh? -comentó Hackman.
– Algo así -respondió Rebus.
– Bueno, no sé si podré salvarle la vida, pero creo recordar que Guest mencionó Borders en un interrogatorio.
– Aún no hemos visto las transcripciones -dijo Rebus.
– Los de Newcastle siempre tan eficientes. ¿Tiene una dirección de correo electrónico, John?
Rebus se la deletreó.
– Mire en el ordenador dentro de una hora aproximadamente. Pero tenga en cuenta que es fin de semana y en el DIC ya casi no habrá nadie.
– Le agradezco lo que pueda hacer, Stan. Buen viaje. -Rebus cerró el móvil-. Es fin de semana -añadió a Siobhan.
– Sí, mañana sábado -repitió ella.
– Por cierto, ¿vas a ir a ver a T in the Park?
– No estoy segura.
– Pues bien que te esforzaste por conseguir entrada.
– Tal vez aguarde hasta la noche. Aún podré ver a New Order.
– ¿Después de trabajar a mogollón todo el sábado?
– ¿Estabas pensando en un paseo por la playa de Portobello?
– Depende de Newcastle, ¿no? Hace tiempo que no he viajado a Borders.
Siobhan aparcó y los dos subieron los dos tramos de escalera. El plan era hacer una revisión rápida de las notas, decidir qué podía ser útil para la doctora Gilreagh e ir a una tienda para hacer fotocopias. Acabaron con un montón de dos centímetros.
– Buena suerte -dijo Rebus cuando ella iba por el pasillo.
Oyó un bocinazo abajo: un conductor que no podía salir. Abrió la ventana para que entrara aire y se derrumbó en el sillón. Estaba rendido. Le picaban los ojos y le dolían el cuello y los hombros. Pensó de nuevo en el masaje que Ellen Wylie había insinuado. ¿Lo habría dicho con intención? Daba igual; menos mal que no había sucedido nada. Le apretaba el cinturón. Se aflojó la corbata y se desabrochó dos botones de la camisa. Notó alivio y se aflojó también el cinturón.
– Un chándal es lo que necesitas, gordo -se reprendió a sí mismo.
Chándal y zapatillas. Y ayuda doméstica. De hecho, todo menos Charlie Is My Darling.
– Y un poco de autocompasión.
Se restregó una rodilla. Seguía despertándole por las noches un calambre allí. Reuma, artritis, desgaste; sabía que no valía la pena ir al médico; había recurrido a él por la tensión y le había dicho que menos sal y azúcar, reducción de grasas y ejercicio. Y controlar el tabaco y la priva.
La reacción de Rebus fue una pregunta: «¿Sabe lo que es sentirse con ganas de dejar una nota escrita en el tablero del trabajo y quedarse sentado en casa toda la tarde?».
Y obtuvo como respuesta una sonrisa más cansada que la de un alumno de primero en la foto de colegio.
Sonó el teléfono y pensó: «Que le den». Si tan importante era, que le llamaran al móvil. Medio minuto después sonó. Tardó un instante en cogerlo: Ellen Wylie.
– Dime, Ellen -respondió, diciéndose que era mejor no comentarle que hacía muy poco rato había pensado en ella.
– Sólo hubo un incidente durante la estancia de Trevor Guest en nuestra bella ciudad.
– Ilústrame -dijo él reclinándose en el sillón y cerrando los ojos.
– Se enzarzó en una pelea en Radcliffe Terrace. ¿Lo conoce?
– ¿Donde ponen gasolina los taxistas? Anoche estuve allí.
– Enfrente hay un pub llamado Swany's.
– He entrado en él varias veces.
– Ahora viene la sorpresa. Bien, Guest estuvo allí, una vez al menos, y un cliente se metió con él y salieron a la calle a pelearse. En la gasolinera había un coche patrulla, seguramente comprando algo. Total, que los dos contendientes acabaron en el calabozo.