Miró por el retrovisor: ni rastro de ellos. Lo que no quería decir que no fueran siguiéndola. Tomó el desvío a la A8 rebasando el límite de velocidad y lanzando ráfagas de prevención a otros automovilistas.
¿Adónde iría? A ellos no les costaría averiguar su dirección; simple bagatela para un hombre como Richard Pennen. Allan estaba ocupado con un trabajo y no volvería hasta el lunes. Bueno, podía ir al Scotsman a redactar el artículo; tenía el portátil en el maletero con toda la información, las notas, las citas y el borrador, y podía quedarse en la redacción toda la noche, a base de cafés y algo para picar, aislada del mundo exterior.
Redactando el hundimiento de Richard Pennen.
Fue Ellen Wylie quien dio a Rebus la noticia. Él, a su vez, llamó a Siobhan, quien le recogió en su coche veinte minutos más tarde para ir a Niddrie en silencio cuando ya anochecía. Habían desmontado completamente el campamento en el centro Jack Kane: no quedaban tiendas, duchas ni váteres, la mitad de las vallas habían desaparecido y ahora, en vez de vigilantes, se veían agentes de uniforme, camilleros de ambulancia y los mismos empleados del depósito que habían recogido los restos destrozados de Ben Webster al pie del castillo. Siobhan aparcó junto a la fila de vehículos. Rebus reconoció a algunos agentes de St. Leonard y de Craigmillar, que les saludaron con una inclinación de cabeza.
– No es vuestra demarcación -comentó uno de ellos.
– Pongamos que nos interesa el difunto -replicó Rebus.
Siobhan iba a su lado y se inclinó para decirle algo sin que la pudieran oír.
– No les ha llegado la noticia de que estamos suspendidos de servicio.
Rebus asintió sin decir nada. Llegaron junto a un círculo de agentes de la policía científica agachados en el escenario del crimen. El médico de servicio acababa de certificar la defunción y firmaba los formularios en una carpeta portapapeles. Centelleaban los fogonazos de los flashes de los fotógrafos y se veía el haz de las linternas buscando algún indicio en la hierba. Una docena de agentes uniformados, mientras montaban el cordón de seguridad, mantenían a raya a los curiosos: niños en bicicleta y madres con niños en carrito. No había nada que atrajera tanto a la gente como el escenario de un crimen.
Siobhan comenzó a orientarse.
– Aquí más o menos plantaron mis padres la tienda -dijo.
– Supongo que no dejarían ellos toda esta basura -dijo Rebus dando una patada a una botella de plástico.
Había restos diseminados por el parque: pancartas y octavillas, envases de comida rápida, un pañuelo y un guante, un sonajero y un pañal enrollado. Los de la científica guardaban algunos artículos en bolsas de plásticos por si había restos de sangre o huellas dactilares.
– Me encanta que tengan que analizar el ADN de eso -comentó Rebus señalando con la barbilla un condón usado-. ¿Tú crees que quizá tus padres…?
Siobhan le miró disgustada.
– Yo me quedo aquí -dijo ella.
Él alzó los hombros y siguió acercándose. El concejal Gareth Tench yacía con el tronco en tierra y las piernas dobladas, como si hubiese caído al saltar. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado con los ojos abiertos. En la espalda de la chaqueta se apreciaba una mancha oscura.
– ¿Apuñalado? -preguntó Rebus al médico.
– Tres veces y en la espalda -confirmó el hombre-. No me han parecido heridas muy profundas.
– No es necesario que lo sean -comentó Rebus-. ¿Con qué tipo de cuchillo?
– Es difícil determinarlo en este momento -contestó el médico mirando por encima de las gafas de media luna-. La hoja tendrá algo más de dos centímetros, o quizás algo menos.
– ¿No falta nada?
– Lleva algo de dinero, las tarjetas de crédito y documentación. Gracias a ello se le pudo identificar -dijo el médico con una sonrisa cansina, volviendo la carpeta portapapeles hacia Rebus-. ¿ Quiere firmar aquí, inspector…?
– Yo no me encargo del caso, doctor -comentó Rebus alzando las manos.
El médico se volvió hacia Siobhan, pero Rebus negó con la cabeza y se apartó con ella.
– Tres puñaladas -le dijo.
Ella miró la cara de Tench y tembló imperceptiblemente.
– ¿Tienes frío? -preguntó Rebus.
– Es él; sí -musitó ella.
– ¿Pensabas que era indestructible?
– No -contestó Siobhan, sin poder apartar la vista del cadáver.
– Supongo que debemos informar a alguien -dijo él mirando a su alrededor en busca de un posible candidato.
– ¿Informar de qué?
– De que hemos estado dando la vara a Tench. Saldrá a relucir más pronto o más…
Ella le agarró de la mano y le arrastró hacia la pared de hormigón del centro deportivo.
– ¿Qué sucede?
Pero ella no contestó hasta que consideró que estaban suficientemente apartados. Aun así, se acercó tanto a él que parecían una pareja a punto de bailar, pero la sombra le velaba el rostro.
– ¡Siobhan! -exclamó él.
– ¿Sabes quién lo mató? -dijo ella.
– ¿Quién?
– Keith Carberry -dijo entre dientes.
Y como Rebus permanecía impasible, alzó el rostro al cielo y cerró los ojos. Él advirtió que tenía los puños cerrados y que estaba en tensión.
– ¿Qué ocurre? -preguntó en voz baja-. Siobhan, ¿qué demonios has hecho?
Ella abrió finalmente los ojos, conteniendo las lágrimas y recuperando el ritmo normal de la respiración.
– Esta mañana vi a Carberry y le dijimos… -Hizo una pausa-. Le dije que quería hundir a Gareth Tench -añadió mirando en dirección al cadáver-. Debió de ser su manera de entenderlo.
Rebus aguardó a que le mirara a la cara.
– Yo le vi esta tarde -dijo-. Estaba vigilando a Tench frente al ayuntamiento. Has dicho «le dijimos», Siobhan… -añadió metiendo las manos en los bolsillos.
– ¿Ah, sí?
– ¿Dónde hablaste con él?
– En los billares.
– ¿En los que nos dijo Cafferty? -Vio que asentía con la cabeza-. Y Cafferty estaba allí, ¿verdad? -Leyó la respuesta en sus ojos; sacó las manos de los bolsillos y dio un palmetazo en el muro-. ¡Por Dios bendito! -espetó-. ¿Tú con Cafferty? Siobhan, una vez que te tenga en sus garras no te soltará. Tenías que haberlo visto en todos estos años que me conoces.
– ¿Qué hago ahora?
Él reflexionó un instante.
– Si te callas, Cafferty comprenderá que te tiene en su poder.
– Pero si hablo…
– No lo sé -comentó él-. Tal vez vuelvas a vestir el uniforme.
– Mejor será que redacte mi dimisión ahora mismo.
– ¿Qué le dijo Cafferty a Carberry?
– Que nos entregara al concejal.
– ¿Quién es «nos», Cafferty o la ley?
Ella se encogió de hombros.
– ¿Y cómo lo iba a entregar?
– Hostia, John, no lo sé. Tú mismo viste que seguía a Tench.
Rebus miró hacia el escenario del crimen.
– De eso a darle tres puñaladas, media una gran distancia.
– Tal vez no para la mentalidad de Keith Carberry.
Rebus reflexionó un instante sobre el comentario de Siobhan.
– De momento, no hagamos nada -dijo-. ¿Quién más te vio con Cafferty?
– Únicamente Carberry. Había gente en los billares, pero arriba en el despacho sólo estuvimos los tres.
– ¿Y tú sabías que Cafferty iba a estar allí? ¿Lo preparaste todo con él? Sin decírmelo -espetó Rebus para desahogar su rabia.
– Cafferty vino a mi casa anoche -confesó Siobhan.
– Dios…
– Es el dueño de los billares y sabía que Carberry iba por allí.
– Tienes que alejarte de él, Shiv.
– Lo sé.
– El mal ya está hecho, pero podemos intentar arreglarlo.
– ¿Podemos?