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Él la miró.

– Quiero decir «puedo».

– ¿John Rebus lo arregla todo? -replicó ella con gesto un tanto adusto-. Yo misma puedo aplicarme el cuento, John. No tienes que hacer siempre de caballero andante.

Rebus puso los brazos en jarras.

– ¿Has acabado de hablar con metáforas?

– ¿Sabes por qué hice caso a Cafferty? ¿Por qué fui a los billares sabiendo que estaría allí? -replicó ella con voz temblorosa de emoción-. Porque me ofrecía algo que no iba a conseguir con la ley. Tú lo has visto aquí esta semana: cómo actúan los ricos y poderosos y cómo se salen con la suya. Keith Carberry fue a Princes Street aquel día porque pensó que era lo que su jefe quería. Pensó que obtendría la aprobación de Gareth Tench de cuanta violencia apeteciera.

Rebus aguardó a ver si decía algo más y luego le puso las manos en los hombros.

– Cafferty quería eliminar a Gareth Tench -dijo pausadamente- y se sirvió de ti para ello.

– Me dijo que no lo quería muerto.

– Pues a mí me dijo que sí. Y bien explícitamente, a voces.

– No le dijimos a Keith Carberry que lo matase -añadió ella.

– Siobhan -dijo Rebus-, tú misma lo has comentado hace un minuto: Keith hace lo que la gente quiere de él, la gente con poder que tiene cierto dominio en él. Gente como Tench, Cafferty y… tú -espetó señalándola con el dedo.

– ¿Así que la culpa es mía? -replicó ella entornando los ojos.

– Todos cometemos errores, Siobhan.

– Ah, bien, muchas gracias -dijo ella girando sobre sus talones y echando a andar por el terreno de juego.

Rebus miró a sus pies, lanzó un suspiro y metió la mano en el bolsillo para sacar el tabaco y el encendedor.

El encendedor estaba vacío. Lo agitó, lo basculó, lo sopló, lo restregó y apenas consiguió una chispa. Se acercó a la hilera de vehículos policiales y pidió fuego a un agente uniformado. El hombre se lo ofreció, y Rebus pensó que bien podía pedirle otro favor.

– Necesito un coche patrulla -dijo mirando los pilotos de posición del coche de Siobhan, que se alejaba en la noche.

No podía creer que Cafferty la tuviera en sus garras. No; no podía creerlo. Ella había querido demostrar algo a sus padres; no simplemente que tuviera éxito en su trabajo, sino algo más importante; que vieran que todo era posible, que había soluciones para todo. Precisamente lo que le había prometido Cafferty.

Con un precio: su precio.

Siobhan había dejado de pensar como un agente de policía para volver a ser la hija de sus padres. El mismo se había ido apartando de su familia; primero de su mujer y luego de su hermano; marginándolos porque su profesión lo requería, le exigía una dedicación incondicional y no le dejaba sitio para otras cosas… Ahora ya no había remedio.

Pero sí en el caso de Siobhan.

– ¿Quiere que le llevemos? -preguntó un agente uniformado a Rebus.

Él asintió con la cabeza y subió al coche patrulla.

* * *

Primero pararon en la comisaría de Craigmillar. Tomó una taza de café mientras aguardaba a que se reuniera el equipo del DIC; lógicamente montarían allí la sala de control del homicidio. Efectivamente, los coches comenzaron a llegar. No conocía a los agentes, pero se presentó a uno de ellos.

– Hable con el sargento McManus -dijo el hombre ladeando la cara.

El sargento McManus entraba en aquel momento. Era incluso más joven que Siobhan, quizá no había cumplido aún treinta años; tenía rasgos infantiles, era alto y delgado. Rebus tuvo la impresión de que era del barrio; le dio la mano y se presentó.

– Casi pensaba que era usted un mito -dijo McManus con una sonrisa-. Me dijeron que estuvo destinado a esta comisaría bastante tiempo.

– Cierto.

– Y que trabajó con Bain y Maclay.

– Por mis pecados.

– Bueno, hace tiempo ya que no están aquí, así que no se preocupe. -Caminaban por el largo pasillo de detrás del mostrador de recepción-. ¿Qué se le ofrece, Rebus?

– Sólo quería decirle algo que debe saber.

– ¿Ah, sí?

– Últimamente tuve algún enfrentamiento con el difunto.

– ¿Ah, sí? -inquirió McManus mirándole.

– Estuve trabajando en el caso de Cyril Colliar.

– ¿Se sustenta lo de otras dos víctimas?

Rebus asintió con la cabeza.

– Tench tuvo relación con una de ellas, un tipo que trabajó en un asilo cerca de aquí. Fue Tench quien le procuró el empleo.

– Entiendo.

– Cuando interroguen a la viuda probablemente les dirá que los de homicidios estuvieron en su casa.

– ¿Usted?

– Sí, una colega y yo.

Doblaron por un pasillo a la izquierda y Rebus entró tras los pasos de McManus en la sala del DIC, donde ya se congregaba el equipo de agentes.

– ¿Hay algo más que crea que debo saber?

Rebus fingió estrujarse el cerebro y, finalmente, negó con la cabeza.

– Nada más -dijo.

– ¿Tench era sospechoso?

– Pues no -respondió Rebus-, pero nos preocupaba su relación con un gamberro llamado Keith Carberry.

– Yo conozco a ese Keith -dijo McManus.

– Compareció ante el juez acusado de alteración del orden en Princes Street y a la salida del juzgado el concejal Tench estaba esperándole. Parecían bastante amigos. Por una grabación de las cámaras de vigilancia en la que Carberry golpea a un transeúnte cabía pensar que se trataba de una imputación más grave. A la hora del almuerzo yo estuve en el ayuntamiento hablando con el concejal Tench y al marcharme vi a Carberry observando desde la acera de enfrente.

Rebus concluyó su relato alzando los hombros como dando a entender que no tenía idea de lo que podía significar. McManus le miraba.

– ¿Carberry les vio a ustedes dos juntos? ¿Y eso fue a la hora del almuerzo?

– A mí me dio la impresión de que vigilaba al concejal.

– ¿No se acercó a preguntárselo?

– Estaba ya en el coche y lo vi por el retrovisor.

McManus se mordisqueó el labio inferior.

– Necesito resolver este caso rápidamente -dijo casi para sus adentros-. Tench gozaba de popularidad porque hizo muchas cosas buenas en esta zona y habrá gente muy soliviantada.

– Sin duda -asintió Rebus-. ¿Conocía al concejal?

– Era amigo de mi tío desde que iban al colegio.

– Usted es del barrio -afirmó Rebus.

– Me crié a la sombra del castillo de Craigmillar.

– O sea, que conocía desde hace tiempo al concejal.

– Hace sus buenos años.

Rebus procuró que la pregunta sonase intrascendente.

– ¿Nunca oyó rumores sobre él?

– ¿Qué clase de rumores?

– No sé… Lo habitual, asuntos de faldas, dinero que desaparece de las arcas…

– Por favor, aún está tibio -protestó McManus.

– Era un decir -alegó Rebus-. No trato de insinuar nada.

McManus miró hacia su equipo de siete agentes, incluidas dos mujeres, que fingían no escucharles. Se apartó de Rebus y se situó frente a los agentes.

– Hay que ir a su casa y dar la noticia a la familia para que alguien haga la identificación oficial. Después -añadió casi volviéndose hacia Rebus- traemos a Keith Carberry para hacerle unas preguntas.

– ¿Como, por ejemplo, «dónde está el cuchillo, Keith»? -dijo uno de los agentes.

McManus no dijo nada.

– Ya sé que esta semana han estado aquí Bush, Blair y Bono, pero Gareth Tench era un personaje en Craigmillar. Así que hay que esmerarse. Cuantas más casillas podamos rellenar, mejor.

Se oyeron débiles gruñidos. A Rebus le dio la impresión de que McManus gozaba de estima entre sus hombres y que éstos harían de buena gana horas extra.

– ¿Hay horas extra? -preguntó uno.

– ¿No has tenido bastante con el G-8, Ben? -replicó McManus.

Rebus permaneció indeciso un momento sin saber si decir «gracias» o «buena suerte», pero McManus ya sólo prestaba atención al nuevo caso y se dedicaba a distribuir las tareas.