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– Ray, Bárbara, comprobad si hay grabación de cámaras de seguridad en los terrenos del centro Jack Kane. Billy, Tom, id a meter prisa a nuestro estimado patólogo, y lo mismo a esos gandules del equipo forense. Jimmy, tú y Kaye id a por Keith Carberry y hacedle sudar en el calabozo hasta que yo vuelva. Ben, tú vienes conmigo a casa del concejal en Duddingston Park. ¿Alguna pregunta?

No hubo preguntas.

Rebus se alejó por el pasillo, rogando al cielo que Siobhan quedase al margen. Pero era una incógnita, porque McManus no le debía ningún favor y Carberry podría cantar, pero sería un inconveniente que podrían subsanar. Él ya iba elucubrando una historia al respecto.

«La sargento Clarke sabía que Keith iba a jugar a los billares de Restalrig. Cuando ella llegó, el propietario, Morris Gerald Cafferty, estaba en el local…»

Dudaba mucho que McManus se lo tragara. Podían negar que hubiese tenido lugar aquella reunión, pero habría testigos. Además, negarlo sólo les serviría si Cafferty colaboraba, y si accedía sería únicamente para comprometer más a Siobhan, y ella hipotecaría su futuro; lo mismo que él. Por eso, en recepción, pidió otro coche patrulla para ir a Merchiston.

Los agentes del coche patrulla era charlatanes, pero no le preguntaron qué iba a hacer allí, pensando, tal vez, que los agentes del DIC podían permitirse una vivienda en aquella zona tranquila de calles bordeadas de árboles con casas de estilo victoriano aisladas por setos y tapias. La iluminación de las calles era discreta, para no turbar el sueño de los residentes, y las amplias calles estaban casi desiertas, sin problemas de aparcamiento, pues, además, cada casa contaba con una amplia entrada propia capaz para media docena de coches. Rebus ordenó al conductor parar en Ettrick Road, para mayor discreción. Los agentes tardaron en arrancar con intención de ver en qué casa entraba, pero él les dijo adiós con la mano y se detuvo a encender un cigarrillo. Uno de los agentes le había obsequiado con una docena de cerillas. Restregó una de ellas contra un muro mientras observaba que el coche patrulla ponía el intermitente derecho al final de la calle. Él giró a la derecha al final de Ettrick Road; no se veía el coche ni podía estar oculto en parte alguna. Tampoco había señal de vida, tráfico ni peatones, ni llegaba ningún ruido desde atrás de las gruesas tapias de piedra. Todo eran ventanales protegidos por contraventanas de madera, y los céspedes para jugar a los bolos y al golf estaban desiertos. Volvió a girar a la derecha, caminó hasta la mitad de aquella calle y se detuvo ante un seto de acebo. El porche de la casa, flanqueado por columnas de piedra, estaba iluminado. Rebus cruzó la cancela abierta y llamó al timbre. Dudó en dirigirse a la parte de atrás, donde, en su última visita, pudo comprobar que había un jacuzzi, pero la gruesa puerta de madera se abrió con una sacudida y ante él apareció un joven con cuerpo de gimnasio y camiseta negra para mayor resalte.

– Ve con cuidado con los anabolizantes -dijo Rebus-. ¿Está el amo en casa?

– No quiere nada de lo que venda.

– Yo vendo salvación, hijo. Todos necesitan un poquito, incluso tú.

Por detrás del joven, Rebus vio un par de piernas femeninas bajando la escalera. Eran unos pies descalzos y unas piernas esbeltas y bronceadas cortadas por el albornoz blanco. La mujer se detuvo y se agachó para ver quién estaba en la puerta. Rebus la saludó con la mano y ella, muy educada, le devolvió el saludo a pesar de no conocerle, y, a continuación, dio media vuelta y subió la escalera.

– ¿Trae mandamiento judicial? -preguntó el guardaespaldas.

– Acabáramos -exclamó Rebus-. Mira, tu jefe y yo nos conocemos hace mucho tiempo y ese es el cuarto de estar -añadió señalando una de las numerosas puertas del vestíbulo- donde voy a esperarle.

Dio un paso para entrar, pero el joven se lo impidió poniéndole la palma de la mano en el pecho.

– El jefe está ocupado -dijo.

– Jodiendo con una de sus empleadas -comentó Rebus-, lo que significa que tendré que esperar un par de minutos, y eso contando con que no le dé un ataque cardíaco -añadió mirando aquella mano que le oprimía como una pesa y luego al guardaespaldas-. ¿Te das cuenta de lo que haces? -añadió-. Porque esto lo recordaré cada vez que nos encontremos, hijo, y por muchos fallos de memoria que se me achaquen, tengo ganado un puñado de medallas por saber guardar rencor.

– Y la cuchara de palo de la inoportunidad -ladró una voz desde lo alto de la escalera.

Big Ger Cafferty bajaba ciñéndose con el albornoz su voluminoso físico. Tenía alborotado el poco pelo que le quedaba y rojas las mejillas del sofoco.

– ¿Qué cuernos le trae aquí? -gruñó.

– Como coartada es muy floja -replicó Rebus-. Un guardaespaldas y una novia a la que seguramente pagas por horas…

– ¿Para qué necesito coartada?

– Lo sabes de sobra. Tienes la ropa en la lavadora, ¿no? Pero la sangre no desaparece tan fácilmente.

– ¿Qué bobadas está diciendo?

Pero Rebus advirtió que Cafferty mordía el anzuelo: era el momento de largar carrete.

– Gareth Tench ha muerto -dijo-. Apuñalado por la espalda; tu estilo, lo más probable. ¿Quieres que hablemos delante de Arnie o pasamos al salón?

Cafferty le miró imperturbable. Sus ojos eran dos agujeros negros impenetrables y su boca una línea prieta. Metió las manos en los bolsillos y dirigió al guardaespaldas una imperceptible señal con la cabeza. Éste apartó su mano y Rebus entró tras Cafferty al espacioso estudio. Del techo pendía una araña y junto al ventanal había un piano de cola, con sendos altavoces a cada lado, más el último grito en aparatos de alta fidelidad contra una pared. Los cuadros eran audaces y modernos, con fuertes manchas de color, y sobre la chimenea colgaba un ejemplar enmarcado del libro de Cafferty. Éste se dirigió al mueble bar, dando la espalda a Rebus.

– ¿Whisky? -preguntó.

– ¿Por qué no? -contestó él.

– ¿Apuñalado, ha dicho?

– Tres puñaladas. Junto al centro Jack Kane.

– Asunto del barrio -dijo Cafferty-. ¿Algún atraco malparado?

– Ya sabes que no.

Cafferty se volvió y tendió un vaso a Rebus. Era malta de calidad, oscuro y turbio. Rebus, sin mediar brindis, lo degustó en la boca antes de deglutirlo.

– Tú querías que muriese -prosiguió Rebus, mirando a Cafferty, que daba un sorbito al vaso-. Te oí en persona vociferar y despotricar.

– Fue una reacción impulsiva -admitió Cafferty.

– Un estado en el que habrías sido capaz de cualquier cosa.

Cafferty miró uno de los cuadros hecho con brochazos de blanco sobre un fondo de crudos, grises y rojos.

– No voy a mentirle, Rebus. No lamento que haya muerto. Con ello mi vida será un poco más fácil, pero yo no tengo nada que ver.

– Yo creo que sí.

Cafferty enarcó imperceptiblemente una ceja.

– ¿Y qué dice Siobhan?

– Precisamente por ella estoy aquí.

Cafferty sonrió.

– Ya me lo imaginaba -dijo-. ¿Le contó lo de nuestra charla con Keith Carberry?

– Tras la cual dio la casualidad de que yo le vi espiando a Tench.

– Lo haría por propia iniciativa.

– ¿No se lo ordenaste tú?

– Pregunte a Siobhan, que estuvo presente.

– Se llama sargento Clarke, Cafferty, y no te conoce como te conozco yo.

– ¿Han detenido a Carberry? -preguntó Cafferty dejando de mirar el cuadro.

Rebus asintió despacio con la cabeza.

– Y me apuesto algo a que canta. Así que si tú le dijiste algo al oído…

– Yo no le dije nada. Si afirma lo contrario, miente. Y tengo a la sargento por testigo.

– A ella no la mezcles, Cafferty -comentó Rebus en tono conminatorio.

– ¿O…?

Rebus negó terminantemente con la cabeza.

– No la mezcles -repitió.