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– Usted le conoce hace más tiempo que yo -replicó ella.

– Cierto.

– ¿O sea que es inmune?

– No, no soy inmune -contestó él negando con la cabeza.

– A mí, aún no me ha afectado -añadió ella.

– Me alegro… pero el mal no siempre es inmediato.

Giraron hacia Lady Lawson Street y el taxista puso el intermitente derecho. En un minuto llegarían a Grassmarket.

– ¿Ha terminado su sermón de buen samaritano? -preguntó ella volviéndose hacia él de frente.

– Allá tú con tu vida…

– Exacto -espetó ella inclinándose hacia la divisoria del taxi-. Pare después del semáforo.

El taxista frenó y comenzó a rellenar el resguardo de abono, pero Rebus le dijo que tenía que llevarle a otro sitio. La mujer se bajó del vehículo y él aguardó a que dijera algo, pero ella cerró con fuerza la portezuela, cruzó la calle y desapareció por un callejón oscuro. El taxista esperó a arrancar hasta ver un rayo de luz al abrirse el portal.

– Con los tiempos que corren, siempre me gusta asegurarme -comentó a Rebus-. ¿Adónde vamos, jefe?

– Dé media vuelta y déjeme en The Nook -dijo Rebus.

Fue un trayecto de dos minutos, al final del cual Rebus dijo al hombre que añadiera veinte libras de propina, firmó con su nombre y le devolvió el albarán.

– ¿Está seguro, jefe? -inquirió el taxista.

– No es problema cuando lo paga otro -respondió él bajando.

Los porteros de The Nook le reconocieron, aunque no muy contentos de volver a verle.

– ¿Qué, mucho trabajo, muchachos? -dijo Rebus.

– Los días de paga no falta. Y ésta ha sido una buena semana de horas extra.

Rebus comprendió la alusión nada más entrar. Un numeroso grupo de policías bebidos acaparaba a las tres bailarinas en una mesa abarrotada de copas de champán y vasos de cerveza. No eran los únicos en dar la nota, porque al fondo del local una pandilla en despedida de soltero jaleaba también la competición. Rebus no conocía a los agentes pero hablaban con acento escocés; era la última noche en Edimburgo para la abigarrada compañía antes de regresar con sus esposas y novias a Glasgow, Inverness, Aberdeen…

En el pequeño escenario central evolucionaban dos mujeres y una tercera se contorsionaba encima de la barra para fruición de los que bebían allí sentados; se agachó para abrirse de piernas y que uno le metiera un billete de cinco libras en el tanga, recompensándole con un beso en la mejilla picada de viruelas. Sólo había un taburete libre y Rebus lo ocupó. De detrás de una cortina surgieron dos bailarinas que comenzaron a evolucionar entre las mesas. No podía saberse si salían de ejecutar un número de baile privado o de fumarse un cigarrillo. Una de ellas se acercó a Rebus, pero su sonrisa se quebró al verle decir «no» con la cabeza: el camarero le preguntó qué tomaba.

– No tomo -contestó él-. Sólo quiero que me preste el encendedor.

Un par de tacones altos se detuvieron frente a él y la propietaria se agachó contoneándose hasta que los ojos de ambos estuvieron a la misma altura. Rebus encendió morosamente el pitillo, dándole a entender que quería hablar con ella.

– Dentro de cinco minutos tengo un descanso -dijo Molly Clark-. Ronnie -añadió volviéndose hacia el camarero-: ponle una copa a este amigo.

– Muy bien -contestó Ronnie-, lo cargo a tu cuenta.

Ella, sin replicar, se incorporó y se alejó a pasitos hacia el otro extremo de la barra.

– Un whisky, Ronnie, por favor -dijo Rebus guardándose a hurtadillas el encendedor-. Y el agua me la pongo yo.

A pesar de ello, habría jurado que lo que le sirvió de la botella ya tenía su buena adulteración y esgrimió un dedo hacia el camarero.

– Hable con Regulación de Comercio si quiere -se apresuró a contraatacar el hombre.

Rebus dejó la copa a un lado y se dio la vuelta en el taburete como centrando el interés en las bailarinas. ¿Qué es lo que diferenciaba a aquellos hombres?, pensó. Muchos tenían bigote, todos iban con buen corte de pelo; casi todos conservaban la corbata, pero con la chaqueta colgada en el respaldo de la silla, y eran de diversa edad y contextura física, pese a lo cual daba la impresión de que había algo «uniforme» en ellos. Se comportaban como una tribu aparte, distinta al resto y máxime cuando habían estado toda la semana encargados de la capital y se consideraban sus poderosos e invencibles amos.

«Mira mis obras…»

¿Se veía Gareth Tench a sí mismo así también? Rebus pensó que no era tan sencillo. Tench sabía que era falible, pero, pese a ello, no cedía en sus intentos.

Rebus había meditado sobre la inconsistente conjetura de que fuese el asesino y sus «obras» la modesta galería de horrores de Auchterarder. Decidido a librar al mundo de monstruos, Cafferty incluido, la muerte de Cyril Colliar era un envite, y una investigación negligente habría concluido en Cafferty como principal objetivo. Además, Tench conocía a Trevor Guest, le había ayudado y luego, indignado al leer su historial en la página de Internet, debió de sentirse frustrado…

Pero quedaba Fast Eddie Isley, sin vinculación con Tench, y él era la primera víctima poniendo en marcha el asunto. Y ahora Tench había muerto y las culpas recaían sobre Keith Carberry.

«¿Con quién más has hablado de Gareth Tench?»

«El policía es usted.»

Una evasiva que no colaba. Rebus cogió el vaso por hacer algo. Las bailarinas del escenario evolucionaban con cara de aburrimiento deseando moverse entre las mesas de abajo donde los hombres se gastaban la paga por una miradita al sujetador o al exiguo tanga. Seguro que hacían turnos rotativos y les llegaría su momento, pensó. Entraron unos con aspecto de ejecutivos y uno de ellos hizo aspavientos de agobio por la música atronadora. Era gordo y de movimientos torpes, pero allí nadie se reiría de él; era la ventaja de un local como The Nook, donde no existían inhibiciones.

Rebus pensó en la década de los setenta, cuando la mayoría de los bares de Edimburgo tenían un espectáculo de strip-tease con almuerzo y los clientes se tapaban la cara con la pinta de cerveza cuando la bailarina miraba en su dirección. Todo aquel pudor se había desvanecido en pocas décadas. Los ejecutivos comenzaron a jalear al iniciar una de las bailarinas un contoneo frente a la mesa de los policías, mientras la víctima permanecía sentada con las piernas separadas y las manos en las rodillas, sonriente y abochornada.

Molly se acercó a Rebus, que no había advertido que había terminado su número.

– Dos minutos que me ponga un abrigo y nos vemos fuera -dijo ella.

El asintió con la cabeza como ausente.

– ¿En qué piensa? -preguntó ella con curiosidad.

– En cómo ha cambiado esto del sexo con los años. Antes éramos un país muy timorato.

– ¿Y ahora?

La bailarina balanceaba las caderas a dos centímetros de la nariz de su víctima.

– Ahora -contestó Rebus-, pues ya ves…

– ¿Te lo ponen en la cara? -aventuró ella.

Él asintió con la cabeza y dejó el vaso vacío en la barra.

* * *

Ella le ofreció un cigarrillo. Se había puesto un abrigo negro largo de lana y estaba apoyada en la fachada de The Nook, alejada de los porteros para que no oyeran lo que hablaban.

– En el piso no fumabas -comentó Rebus.

– Porque Eric es alérgico al humo.

– De Eric quería hablarte yo -dijo Rebus simulando mirar atentamente la punta del cigarrillo.

– ¿Qué pasa? -le preguntó ella cambiando el peso de un pie a otro.

Él advirtió que había cambiado los zapatos de tacones de aguja por zapatillas de deporte.

– La primera vez que hablamos me dijiste que está al corriente de cómo te ganas la vida.