– Tú la viste aquel día en mi piso, Rebus… Tengo que haberle gustado un poco cuando menos.
– Aférrate a esa idea si quieres, pero no vayas a preguntárselo. Si me entero de que intentas ponerte en contacto con ella, ten la seguridad de que hablo con Corbyn.
Bain musitó algo que Rebus no entendió. Le dijo que lo repitiese y Bain le taladró con la mirada.
– Al principio no era por Cafferty -dijo.
– Lo que tú digas, Eric. Pero al final todo fue por él. De eso no te quepa la menor duda.
Bain calló un instante y miró a la calzada.
– Tendré que ir otra vez a por leche -dijo.
– Mejor será que te laves antes. Escucha, yo tengo que salir de Edimburgo. Tú dedica el día a pensártelo. ¿Te parece que te llame mañana y me digas lo que has decidido?
Bain asintió despacio con la cabeza y tendió a Rebus su pañuelo.
– Quédatelo. Y busca un amigo con quien desahogarte.
– En Internet.
– Lo que sea -dijo Rebus dándole una palmadita en el hombro-. ¿Te encuentras ya bien? Yo tengo que irme.
– No te preocupes.
– Estupendo. -Rebus lanzó un profundo suspiro-. No voy a disculparme por esto, Eric, pero lamento haberte hecho daño.
Bain volvió a asentir con la cabeza.
– Soy yo quien…
Pero Rebus le hizo guardar silencio.
– No se hable más. Sobreponte y adelante. Date una ducha y como si nada.
– No te creas que es tan fácil -replicó Bain despacio.
Rebus asintió con la cabeza.
– De todos modos, por algo se empieza.
Siobhan dedicó casi tres cuartos de hora a darse un buen baño. Generalmente sólo disponía de tiempo para una ducha por la mañana, pero aquel día decidió cuidarse echando mano de casi un tercio de la botella de espuma Space NK, preparándose un zumo natural de naranja, música de la BBC 6 en su radio digital y desconectando el móvil. Tenía la entrada para T in the Park en el sofá del cuarto de estar, junto a una lista de cosas que necesitaba: agua mineral y algo para picar, el chubasquero y protector solar (nunca se sabía). Por la noche había estado a punto de llamar a Bobby Greig para ofrecerle la entrada, pero ¿a cuento de qué? Si no iba al concierto, se quedaría tumbada en el sofá viendo la tele. Ellen Wylie la había llamado a primera hora para decirle que había hablado con Rebus.
– Dice que lo lamenta.
– ¿Que lamenta qué?
– Pues todo y nada.
– Ah, muy bonito que te lo diga a ti, y no a mí.
– Ha sido culpa mía -añadió Ellen-. Yo le dije que debería dejarte en paz un par de días.
– Gracias. ¿Cómo está Denise?
– Sigue en cama. Bien, ¿qué plan tienes hoy? ¿Dar saltos hasta sudar en Kinross o prefieres que vayamos a algún sitio y olvidemos penas?
– Tendré en cuenta el ofrecimiento, pero creo que tienes razón; Kinross es tal vez lo que necesito.
No se quedaría hasta muy tarde. Aunque era una entrada válida para dos días, ya había pasado tiempo de sobra al aire libre. Pensó si aún andaría por allí el camello de Stirling. Quizás esta vez cediera a la tentación e infringiera otra regla. Ella conocía a muchos compañeros que fumaban y había oído de algunos que incluso tomaban cocaína los fines de semana. Cualquier cosa con tal de relajarse. Se hizo una composición de lugar y pensó que convenía llevar un par de condones por si acababa en la tienda de alguien. Conocía a dos mujeres policía que iban al festival y le habían dicho que se pondrían en contacto por medio de un mensaje de texto. Eran dos buenas piezas encaprichadas por los solistas de Killers y de Keane, y ya estaban en Kinross para coger sitio en primera fila.
– Mándanos un mensaje en cuanto llegues -le dijeron a Siobhan-. Porque si tardas a lo mejor nos encontramos ya en estado lamentable.
«Que lo lamenta… Por todo y por nada.»
Pero ¿qué tenía que lamentar Rebus? ¿Había estado él en el Bentley GT escuchando el plan de Cafferty? ¿Había subido la escalera con Keith Carberry para ser testigo de cómo le conminaba Cafferty? Cerró los ojos y hundió la cabeza en el agua de la bañera.
«La culpa es mía», se dijo. Las palabras le resonaban dentro de la cabeza. Gareth Tench, tan vivo, con su vozarrón, carismático como buen comediante, ahuyentando «por azar» a Carberry y sus colegas como demostrando que dominaba la situación. Una bravuconada fingida, una astucia para ganar subvenciones para sus electores. Exuberante e incansable… y ahora frío y desnudo en un frigorífico del depósito municipal, convertido en objeto de incisiones y datos estadísticos.
Alguien le había dicho en cierta ocasión: basta con una hoja de tres centímetros. Tres simples centímetros de acero podían desbaratar todo un mundo.
Emergió a la luz del día, escupiendo y apartándose el pelo y las pompas de jabón de la cara. Le pareció oír el teléfono, pero no; era el crujido de una tabla del suelo del piso de arriba. Rebus le había dicho que se mantuviera lejos de Cafferty, y tenía razón. Si se descuidaba con Cafferty, saldría perdiendo. Pero ya estaba perdida, ¿no?
– Y no tiene ninguna gracia -musitó poniéndose en cuclillas, estirando el brazo y cogiendo una toalla.
No tardó mucho en llenar la bolsa, la misma que había llevado a Stirling; aunque no fuese a pasar la noche fuera, metió el cepillo y la pasta dentífrica. Tal vez en el coche siguiera carretera adelante. Y si se acababa la tierra tomaría el transbordador a Orkney. Es lo que tenía el coche, que daba ilusión de libertad; la publicidad jugaba siempre con ese concepto de aventura y descubrimiento, pero en su caso se trataba más bien de «huida».
– No lo haré -se dijo ante el espejo del cuarto de baño con el cepillo en la mano.
Lo mismo le había dicho a Rebus, asegurándole que sabría arrostrar las consecuencias. Pero en el caso de Cafferty era mucho arriesgar.
Sabía los pasos que había que dar: ir a ver a James Corbyn, explicarle en qué lío se había metido y acabar volviendo a vestir el uniforme.
– Soy una buena agente -se dijo al espejo, tratando de imaginarse cómo se lo explicaría a su padre; su padre, que tan orgulloso estaba de ella; y su madre, que le había dicho que no tenía importancia.
Que no importaba que la hubieran golpeado.
¿Y por qué a ella le importaba tanto? Realmente, no por la rabia de pensar que hubiera sido otro policía, sino por demostrar que cumplía con su profesión.
– Soy una buena agente -repitió en voz baja y a continuación, limpiando el vaho del espejo, añadió-: Contra toda evidencia.
Segundo y último desvío: la comisaría de Craigmillar. McManus ya estaba trabajando.
– Muy concienzudo -dijo Rebus entrando en el DIC.
Allí no había nadie más. McManus iba vestido de modo informal con camisa deportiva y vaqueros.
– ¿Qué le trae por aquí? -preguntó McManus humedeciéndose un dedo y pasando una página del informe que estaba leyendo.
– ¿Son los resultados de la autopsia? -dijo Rebus.
– Sí; acabo de llegar -contestó McManus asintiendo con la cabeza.
– Siempre lo mismo -comentó Rebus-. El sábado, con la muerte de Ben Webster, me encontraba en la misma situación que usted.
– No es de extrañar que el profesor Gates estuviera disgustado; dos sábados seguidos…
Rebus se había acercado a la mesa de McManus.
– ¿Hay conclusiones?
– Cuchillo de sierra con una anchura de hoja de siete octavos de pulgada. Gates dice que se usa mucho para cocinar.
– Exacto. ¿Sigue Keith Carberry detenido?
– Ya conoce el reglamento, John. Transcurridas seis horas, o hay cargos imputables, o a la calle.