– Estuvo por aquí hace años -admitió el camarero-, pero me dijeron que se largó al sur.
– Le engañaron; se fue a Edimburgo. ¿Cómo se llamaba?
– Le gustaba que le llamasen Clever Boys; no sé por qué.
Probablemente por la canción de Ian Dury, pensó Rebus.
– ¿Venía a beber aquí?
– Pero no por mucho tiempo porque le prohibí la entrada por intentar dar un puñetazo a uno.
– ¿Y vivía aquí?
El camarero negó con la cabeza despacio.
– Creo que en Kelso -contestó-. En Kelso, seguro -añadió asintiendo con la cabeza.
Lo que significaba que Guest había mentido a la policía de Newcastle. Aquello comenzaba a darle mala espina. Salió del pub sin molestarse en pagar. Le había resultado bastante bien. Fuera, tardó unos minutos en recobrar la calma y se dirigió a la tienda de comestibles para hablar con la dependienta de los sábados: Debbie. Ella advirtió que se había enterado y comenzó a dar otra versión, pero él le plantó la mano ante la cara para hacerla callar y, acto seguido, apoyó los nudillos en el mostrador.
– Bien, ¿qué puedes decirme de Duncan Barclay? -preguntó-. Me lo cuentas aquí o en una comisaría de Edimburgo. Elige.
La joven sólo acertó a ruborizarse. De hecho, se puso como un tomate.
– Vive en un chalé de Carlingnose Lane.
– ¿En Kelso?
Ella asintió levemente con la cabeza y se llevó una mano a la frente como si se sintiera mareada.
– Pero suele estar en el bosque mientras hay luz -dijo.
– ¿En qué bosque?
– En el que hay detrás del chalé.
Bosque… ¿Qué había dicho la psicóloga? El bosque puede tener su importancia.
– Debbie, ¿cuánto tiempo hace que le conoces?
– Hace tres… casi cuatro años.
– ¿Es mayor que tú?
– Tiene veintidós años.
– Y tú, ¿dieciséis, diecisiete?
– Voy a cumplir diecinueve.
– ¿Estáis liados?
No era la pregunta más adecuada: la joven enrojeció aún más. Rebus no había visto aquel rojo carmesí ni en las grosellas.
– Somos amigos… Últimamente no le veo mucho.
– ¿A qué se dedica?
– A la talla de madera; hace cuencos y objetos que vende a galerías de Edimburgo.
– Es un artista, ¿eh? ¿Y se le da bien?
– Es estupendo.
– ¿Y usa herramientas bien afiladas?
La joven fue a contestar pero se contuvo.
– ¡Él no ha hecho nada! -exclamó.
– ¿He dicho yo eso? -replicó Rebus fingiéndose el ofendido-. ¿Qué te lo hace pensar?
– ¡Él desconfía!
– ¿De mí? -dijo Rebus desconcertado.
– ¡De la policía!
– Ha tenido líos antes, ¿verdad?
La joven negó despacio con la cabeza.
– Usted no lo entiende -dijo con voz queda, con lágrimas en los ojos-. Él dijo que no le…
– ¿Debbie…?
La joven rompió a llorar, levantó la tabla del mostrador y salió con los brazos por delante. Rebus extendió los suyos, pero ella pasó por debajo y corrió hacia la puerta, que, al abrirse, lanzó un quejido de campanillas.
– ¡Debbie! -gritó él, pero cuando salió a la calle vio que ella ya iba casi por la esquina.
Rebus lanzó una maldición en voz baja y, al reparar en que había a su lado una mujer con una cesta de mimbre vacía en los brazos, alcanzó con la mano el letrero de abierto y le dio vuelta: cerrado.
– El sábado, sólo se despacha medio día -dijo.
– ¿Desde cuándo? -espetó la mujer indignada.
– Bueno -replicó él-, pues sírvase usted misma y deje el dinero en el mostrador -añadió echando a correr.
Siobhan se sentía de más en aquel jolgorio: la multitud saltaba y la empujaba, coreaba las canciones desafinando y banderas de todas las naciones le tapaban la vista. Veía gamberros de ambos sexos sudorosos lanzando tacos y bailando al estilo escocés con universitarios pijos también de ambos sexos, compartiendo con ellos latas de cerveza espumosa y de sidra barata; el suelo estaba lleno de restos resbaladizos de pizza y se encontraba a cuatrocientos metros del escenario. Y había colas interminables para los servicios. Sonrió nostálgica pensando en su pase privilegiado pare Empuje Final. Había enviado un mensaje a sus amigas, pero no le habían contestado. Allí todo el mundo parecía feliz y eufórico, pero ella no se ambientaba y no dejaba de pensar en Cafferty, Gareth Tench, Keith Carberry, Cyril Colliar, Trevor Guest y Edward Isley.
El jefe de la policía le había encomendado un caso importante con el que habría dado un buen paso en el escalafón, pero lo había descuidado por la agresión a su madre, y sus intentos de descubrir al agresor habían acaparado todo su tiempo llevándola peligrosamente al terreno de Cafferty. Sabía que tenía que centrarse y motivarse de nuevo. El lunes se reanudaría la investigación, seguramente dirigida por el inspector jefe Macrae y el inspector Derek Starr, con un equipo nuevo y bien nutrido.
Y ella estaba con suspensión de servicio. Lo único que podía hacer era localizar a Corbyn, disculparse y convencerle de que la reintegrase. Él seguramente le haría jurar que no iba a consentir que interviniera Rebus y que rompiese los vínculos con él. La idea le dio qué pensar. Sesenta contra cuarenta a que aceptaba si se lo pedía.
Un nuevo grupo salió al escenario principal y aumentaron los decibelios. Miró el móvil por si tenía mensajes de texto.
Sólo una llamada perdida. Comprobó el número: Eric Bain.
– Lo que me faltaba -musitó, sin leer el mensaje que había dejado y guardándose el móvil en el bolsillo.
Sacó otra botella de agua del bolso. Sintió el olor dulzón del hachís, pero no veía al camello de Campamento Horizonte. Los jóvenes del escenario tocaban con ganas, pero en el sonido dominaban los agudos. Se fue alejando. Había parejas tumbadas en el césped besuqueándose o mirando a las estrellas embobadas y sonrientes. Se percató de que seguía andando, sin voluntad de detenerse, hacia donde había dejado el coche. Faltaban horas para la actuación de New Order pero no volvería a verlos. ¿Qué le esperaba en Edimburgo? Quizá llamar a Rebus para decirle que comenzaba a olvidar o tal vez buscar una vinatería para tomarse una botella de chardonnay frío, con la libreta y el bolígrafo preparando el borrador de lo que pensaba decirle al jefe supremo el lunes por la mañana.
«Si le permito reintegrarse al servicio es para que prescinda totalmente de su compañero… ¿Entendido, sargento Clarke?»
«Entendido, señor. Le quedo muy agradecida.» «¿Acepta las condiciones, sargento Clarke? Basta con que diga sí.» Pero no era tan sencillo.
Otra vez en la M90, ahora rumbo al sur. Veinte minutos después estaba en el puente Forth. Ya no registraban los vehículos como en los días anteriores al G-8. En las afueras de Edimburgo, Siobhan se percató de que Cramond quedaba de paso y decidió acercarse a casa de Ellen Wylie para darle las gracias por haberle aguantado despotricar el día anterior. Dobló a la izquierda en Whitehouse Road y aparcó delante de la casa. No contestaban al timbre y llamó al móvil de Ellen.
– Soy Shiv -dijo cuando descolgó-. Venía a gorrearte un café.
– Estamos paseando.
– Oigo ruido de agua… ¿Estáis detrás de la casa?
Se hizo un silencio.
– Mejor si pasas más tarde.
– Es que estoy aquí mismo.
– Ah, yo más bien había pensado en una copa en Edimburgo; las dos.
– Ah, muy bien -dijo Siobhan, pero frunciendo el ceño.
Fue como si Wylie lo viera.
– Escucha -añadió-, si quieres un café rápido. Nos vemos dentro de cinco minutos.
En lugar de esperar, Siobhan fue hasta el final de los jardines de los adosados y siguió una breve senda que conducía al río Almond. Ellen y Denise habían continuado hasta el molino en ruinas y regresaban. Ellen la saludó con la mano, pero Denise no parecía estar por la labor, aferrada al brazo de su hermana.