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«Las dos.»

Denise Wylie era más baja y delgada que su hermana. Por su extremismo de quinceañera y el prurito del peso, le había quedado una figura de anoréxica; su cutis era macilento y el pelo pardusco y lacio. No miró a Siobhan a la cara.

– Hola, Denise -comentó ella, recibiendo un solo gruñido por respuesta.

Ellen, por el contrario, se mostró extrañamente eufórica y parlanchina mientras volvían a la casa.

– Entremos por el jardín -dijo en tono taxativo- y pongo el hervidor, o ¿quieres un grog? Ah, no, que tienes que conducir… Así que, el concierto, ¿no valía mucho? ¿O al final no fuiste? Yo ya no tengo edad para ir a conciertos, aunque haría una excepción con Coldplay, pero con mi buen asiento, porque todo el rato en el césped como un espantapájaros… ¿Te vas arriba, Denise, y te llevo yo una taza de té? -dijo saliendo de la cocina con un plato de mantecadas que puso en la mesa-. ¿Estás bien, Shiv? Ya tengo el agua puesta a hervir. No recuerdo con qué lo tomas…

– Sólo con leche -contestó Siobhan mirando a la ventana del dormitorio-. ¿Se encuentra bien Denise?

En aquel momento vieron a la hermana de Wylie detrás de la ventana y, al percatarse de que Siobhan miraba también, ella abrió los ojos desmesuradamente y corrió las cortinas de golpe. Aunque hacía un calor pegajoso, tenía la ventana cerrada.

– Está bien -contestó Wylie con un leve ademán quitándole importancia.

– ¿Y tú?

– ¿Yo? -repitió Wylie con una risa nerviosa.

– Da la impresión de que habéis tomado dos productos del botiquín totalmente discordantes.

Wylie respondió con otra risa seca y entró a la cocina. Siobhan se levantó despacio, la siguió y se detuvo en el umbral.

– ¿Se lo has dicho? -preguntó.

– ¿El qué? -dijo Wylie abriendo la nevera, cogiendo la leche y, acto seguido, buscando una jarrita.

– Lo de Gareth Tench. ¿Sabe que ha muerto? -añadió Siobhan con las palabras casi estrangulándosele en la garganta.

«Tench engaña a su mujer.»

«Tengo una compañera, Ellen Wylie, cuya hermana…»

«Más sensible que la mayoría…»

– Oh, Dios, Ellen -dijo estirando el brazo y apoyándose en el marco de la puerta.

– ¿Qué sucede?

– Me entiendes, ¿verdad? -añadió Siobhan casi en un susurro.

– No sé a qué te refieres -contestó Wylie, toqueteando la bandeja y poniendo y quitando los platillos.

– Mírame a los ojos y dime que no sabes a qué me refiero.

– No tengo la menor idea de qué…

– Te digo que me mires a los ojos.

Ellen Wylie lo hizo con no poco esfuerzo, manteniendo los labios firmemente apretados.

– Me pareciste tan rara al teléfono -añadió Siobhan- y ahora todo ese tejemaneje y Denise que se encierra en su cuarto.

– Márchate.

– Piénsatelo, Ellen. Pero antes de irme quiero pedir disculpas.

– ¿Disculpas?

Siobhan asintió con la cabeza sin dejar de mirar a Wylie.

– Fui yo quien se lo comentó a Cafferty y a él no le resultaba difícil averiguar la dirección. ¿Estabas tú en casa? -Vio como Wylie bajaba la cabeza-. Claro, vino aquí, ¿verdad? -insistió Siobhan-. Vino aquí y le dijo a Denise que Tench seguía casado. ¿Seguía saliendo con él?

Wylie negó despacio con la cabeza y por sus mejillas cayeron lágrimas hasta las baldosas del suelo.

– Ellen, cuánto lo siento…

Estaba allí en la encimera, al lado del fregadero: el soporte de los cuchillos con un espacio vacío. La cocina estaba impecable y no había indicios de que hubiera estado lavando nada.

– No puedes detenerla -dijo Ellen Wylie sollozando y negando con la cabeza.

– ¿Te enteraste esta mañana cuando se levantó? Se sabrá enseguida, Ellen -dijo Siobhan-. Si sigues negándolo, os hundiré a las dos -añadió, recordando las palabras de Tench: «La pasión es una bestia al acecho en algunos hombres». Sí, y en algunas mujeres.

– No puedes detenerla -repitió Ellen Wylie, ahora en tono apagado de resignación.

– La ayudarán -añadió Siobhan avanzando unos pasos en la reducida cocina y dándole a Ellen Wylie un apretón en el brazo-. Habla con ella y dile que no se preocupe, que tú la apoyarás.

Wylie se restregó la cara con el brazo limpiándose las lágrimas.

– No tienes pruebas -murmuró según lo que tenía pensado decir; el guión por si llegaba el caso.

– ¿Acaso son necesarias? -replicó Siobhan-. Quizá sea mejor que hable yo con Denise…

– No, por favor -replicó Wylie negando de nuevo con la cabeza y taladrándola con la mirada.

– ¿Qué posibilidades hay de que no la viera nadie, Ellen? ¿No aparecerá en alguna grabación de cámaras de seguridad? ¿Crees que no descubrirán la ropa que llevaba y el cuchillo que ha tirado? Si yo investigara el caso, enviaría un par de hombres rana al río. Tal vez por eso fuisteis allí de paseo, para recogerlo y hacerlo desaparecer mejor.

– Oh, Dios -dijo Wylie con voz quebrada.

Siobhan le dio un apretón y notó que comenzaba a temblar y que estaba al borde de un ataque de nervios.

– Tienes que ser fuerte por ella, Ellen. Aguanta un poco más; tienes que aguantar -añadió Siobhan pensando a toda velocidad mientras le friccionaba la espalda.

Si Denise era capaz de matar a Gareth Tench, ¿de qué no sería capaz? Advirtió la tensión de Ellen Wylie y se apartó de ella, mirándose las dos a los ojos.

– Sé lo que estás pensando -dijo Wylie pausadamente.

– ¿Ah, sí?

– Pero Denise casi no miró Vigilancia de la Bestia. Era yo la que estaba interesada, no ella.

– Y eres quien intenta encubrir al asesino de Gareth Tench, Ellen. ¿Quieres que sea a ti a quien interroguemos?

La voz de Siobhan se había endurecido, igual que el rostro de Wylie, que de inmediato quebró una agria sonrisa.

– ¿Eso es cuanto se te ocurre, Siobhan? Puede que no seas tan inteligente como la gente cree. El jefe supremo te habrá encomendado el caso, pero las dos sabemos que es de John Rebus… aunque me imagino que tú te apuntarás los laureles, suponiendo que lo resuelvas. Pues adelante, presenta una acusación contra mí si quieres -añadió tendiendo las muñecas para que la esposara, pero como Siobhan permaneció inmutable, estalló despacio en una risa fría-. No eres tan inteligente como la gente cree -repitió.

«No tan inteligente como la gente cree.»

Capítulo 26

Rebus se encaminó sin pérdida de tiempo a Kelso, que estaba sólo a doce kilómetros, sin ver rastro de Debbie al salir del pueblo. Claro que podía haberse puesto ya en contacto por teléfono con Barclay. De haber prestado atención, el campo le habría parecido esplendoroso. Aceleró al dejar atrás el indicador de bienvenida al pueblo y dio un frenazo al ver al primer peatón. Era una mujer vestida con traje sastre de tweed que paseaba un perro de ojos saltones.

– ¿Sabe dónde está Carlingnose Lane? -preguntó.

– Pues no, lo siento -contestó la mujer, que aún se disculpaba cuando él ya había vuelto a arrancar.

Las tres primeras personas a quienes preguntó al llegar al centro de Kelso le ofrecieron media docena de posibilidades: cerca de Floors Castle, del campo de rugby, el campo de golf y la carretera de Edimburgo.

Finalmente, Floors Castle estaba en la carretera a Edimburgo. Su gran muralla perimetral se extendía cientos de metros. Vio los indicadores del campo de golf y a continuación un parque con postes de rugby, pero las casas que lo bordeaban eran muy nuevas; finalmente, unas colegialas que paseaban el perro le indicaron el sitio.

Era detrás de las casas nuevas.

El Saab se quejó al reducir a primera y Rebus notó que el motor hacía un ruido raro. Carlingnose Lane era una hilera de chalés ruinosos. Los dos primeros estaban remozados y tenían una mano de pintura. El camino no iba más allá del último de los muros enjalbegados, ya amarillentos. Un cartel manual rezaba: SE VENDE ARTESANÍA LOCAL. En el pequeño jardín delantero vio restos de troncos. Rebus detuvo el coche ante la verja de cinco barrotes, pasada la cual, una senda cruzaba un prado hacia un bosque. Llamó a la puerta de Barclay y miró por la ventana; vio un cuarto de estar con una cocinita anexa sucia, donde habían suprimido parte del muro de atrás e instalado puertas acristaladas de salida a un jardín trasero que estaba tan vacío y descuidado como el delantero. Alzó la mirada y vio un poste de suministro de electricidad. No había antena de televisión ni aparato a la vista en el interior.