A las dos horas Pedro de Valdivia tenía el piso tan ordenado como si por él hubiera pasado una pandilla de amas de casa. Sin mayor entusiasmo lo ayudé, pero me gustó que estuviera conmigo. La última mota de espuma de los cojines destripados desapareció junto a la última gota de tequila.
– Yo vengo mañana con aguja e hilo y le dejo los cojines como nuevos, jefe.
– ¿No vas a preguntar qué quería la pasma?
– La pasma siempre quiere lo peor.
– Te metieron en cana por mi culpa.
– Un par de horas. ¿Qué le hace el agua al pescado? Lo que me extraña es que me soltaran luego de haberle roto la cara al noruego.
– ¿Sabes una cosa, Pedro de Valdivia? Nos iremos a comer donde unos amigos turcos.
– Fantástico, jefe. ¿Celebramos algo?
– ¿Por qué no? Celebramos mi regreso a Chile.
Caminando hacia el Imbiss de Zelma empezó a nevar. El petisito se bajó el pasamontañas hasta el cuello y a cada segundo paso giraba la cabeza para mirarme. El brillo de su ojo sano parecía indicar que nos estábamos metiendo en algo grande, en una de esas empresas cuyas tribulaciones serían insoportables sin la presencia de un buen compañero.
INTERMEDIO
"Dejé mi Tánger natal el 13 de junio de 1325 (según el ¨calendario cristiano). Tenía veintiún años y justifiqué mi decisión con los argumentos del peregrino. Así dejé a mis padres, a mis hermanos, a mis mujeres, a mis hijos, a mis amigos y mis bienes. Partí con la misma solemne tranquilidad del pájaro que abandona su nido. Sólo el Altísimo, el Clemente, el Digno de las noventa y nueve Virtudes conocía el rumbo de los vientos que me impulsaban…"
(Con estas palabras comienza la narración que el jeque Abú Abdallati Muhammad Ibn Abdallah Ibn Muhammad Ibn Ibrahin Al Klawatti, conocido como Ibn Batutta a lo largo de los ciento veinte mil kilómetros que pasaron bajo sus plantas, dictó hace más de seiscientos años.)
Durante mis viajes, que aún no finalizan -sólo el Insondable sabe qué es lo que busco y si habré de encontrarlo algún díaconocí a tres clases de viajeros: primero están los piadosos peregrinos. Que el Generoso vele por ellos. Luego vienen los serenos comerciantes que siguen la huella de las caravanas. Que el Perfecto cuide sus bienes y los multiplique. Y finalmente están aquellos que suspiran contemplando el indefinible horizonte del mar. Extraños hombres sin apego a los bienes que Alá les dispensa. Prefieren depender de su voluntad durante las horrorosas tormentas a disfrutar de la amorosa hospitalidad del bazar. Sus almas encuentran mayor sosiego en el pavoroso rugir del viento que en la piadosa voz del imam anunciando el tiempo de oración desde lo alto del minarete. Que el Misericordioso alivie sus penas y las mías, porque a éstos los siento mis hermanos…"
(En 1367, luego de más de cuarenta años viajando por tres continentes y abriendo incontables rutas, Ibn Batutta se acogió al amparo del sultán de Fez. En esa ciudad, donde la rueda estaba prohibida, fue huésped de la honorable Universidad de Quarawiyin. Ayudado por el poeta andaluz Ibn Yuzay trabajó durante dos años en la redacción de su Rhila sorprendente libro de viajes y navegaciones, cuyo manuscrito es hoy propiedad de la Biblioteca Nacional de París.)
La magnificencia de Alá ha preservado mis memorias y ha inspirado las bellas y mesuradas palabras con que Ibn Yuzay las transcribe. La vida me sigue pareciendo un grande y sublime misterio, mas la voluntad del Insondable no quiso que me detuviera sino frente a una sola de las puertas que guardan sus secretos. Fue hace muchos años y yo disfrutaba de la hospitalidad y homenajes de Muhammad Ibn Tuglug, sultán de la India. Que el Magnánimo preserve su veneración y humille a sus detractores. Estábamos en la sala de las noventa y nueve columnas del palacio de Yahanpanah observando el meticuloso trabajo de unos artesanos. Los hombres revestían con diminutos azulejos el interior de una cúpula. Empezaron por los costados y, lentamente, las piezas perfectamente encajadas avanzaron hacia el centro hasta que dejaron el espacio mínimo y exacto para la última. Entonces los artesanos interrumpieron el trabajo para alabar la perfección de Alá. Allí entendí que ningún viajero, por más lejos
que llegue está huérfano de la protección del Altísimo de su mirada que todo lo ve y de su memoria que todo lo conserva. Los peregrinos que jamás volvieron, los comerciantes cuyas caravanas fueron tragadas por el tórrido desierto los navegantes que perdieron el horizonte del mar, los que no tienen sepulturas regadas por dolorosos llantos de viudas, son también piezas de un mosaico creado por la voluntad de Alá, que se dejaron llevar por su mano infalible en busca del lugar propicio, del acomodo exacto. Muchos de ellos habrán encontrado su simétrica eternidad en tierras que ningún otro hombre ha de visitar, pues así lo ha dispuesto el Magnífico. Otros, como yo, indigno de la perfección, no hemos encontrado el justo acomodo, pero un día su infinita generosidad reunirá las partes dispersas. Entonces el mosaico estará completo y los espíritus atribulados y disfrutará del orden del Generoso, del Piadoso, del que está lleno de Misericordia y de Virtudes…"
(Ibn Batutta murió en 1369, en Fez, a los sesenta y cuatro años. Su desolado protector, el sultán, mandó acuñar en su homenaje cien monedas de oro de diez onzas cada una, que debían ser enterradas en cien diferentes cruces de caminos que el viajero recorriera. Pero la voluntad del sultán nunca llegó a cumplirse del todo, y las monedas cambiaron de dueño innumerables veces. En el catálogo del Museo Numismático de Zurich se consigna que el último propietario de las monedas -sesenta y tres de las cien- fue un prestigioso platero de Bremen llamado Isaac Rosemberg, fallecido en 1943 en el campo de concentración de Bergen-Belsen. Las monedas fueron vistas por última vez en Berlín en 1941. Se las conoce como Colección de la Media Luna Errante.)
Segunda parte
Vivir intensamente compensa todo esfuerzo y casi todo sacrificio. Vivir a medias ha sido siempre función y castigo de mediocres.
Rolo Diez, Una baldosa en el valle de la muerte
1 A diez mil metros de altura: reflexiones de un insomne
Luego de la cena proyectaron una película decididamente somnífera, y la mayoría de los pasajeros roncaba bajo las mantas azules de la Lufthansa. Seguí el filme de Indiana Jones sin ponerme los audífonos, deseando que terminara y aparecieran nuevamente en la pantalla los contornos de Europa y Sudamérica separados por un espacio azul. Una línea de puntos suspensivos indicaba el curso del avión. Volábamos muy cerca de unas manchas identificadas como el archipiélago de Cabo Verde, y yo sentía que cada uno de aquellos puntos era un eslabón más de la cadena que me ataba a una aventura de la que dudaba salir bien parado.
Dos días antes de partir tuve la última entrevista con Kramer. Aquél fue uno de esos días de sol inútil que sin embargo llenan las calles de Hamburgo de sujetos extasiados ante la confirmación de que el viejo astro sigue brillando todavía.
Me citó en los jardines de Planten und Blumen, un gran parque que nace en el centro y termina en las inmediaciones del puerto. La cita era a las nueve de la mañana y, cuando llegué, él ya estaba allí disfrutando de un espectáculo denigrante y de las putadas que le dirigía una abuela tan furiosa como horrorizada, porque el asqueroso perro del inválido se estaba cepillando a su perrita.
– Viejo degenerado, ¡haga algo para que su bestia suelte a mi animalito! -dijo la abuela esgrimiendo un bolso que no estrelló contra la cabeza de Kramer, como eran mis deseos.
– Mi buena señora, no se pueden frenar los instintos -respondió el inválido con una sonrisa cínica.
– Señor, por favor -me suplicó la abuela cuando me acerqué; quise darle una patada al perro, aprovechando que gemía, ocupadísimo, pero no tuve suerte pues en ese mismo momento se desacopló de la perrita. Con la roja verga todavía erguida como un cuerno se sentó en el suelo y desde ahí me enseñó los dientes.