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Mientras caminaba hacia los bebés del "Cuarto Reich" con mi mejor gesto conciliador, quiso la suerte que tropezara con un peldaño invisible, que me fuera de bruces y que mi frente se estrellara contra el hocico del nazi que acababa de discursear. La verdad es que nunca me interesé por la pediatría, pero sabía que con los bebés se debe actuar rápido, así que, mientras lo consolaba por los dientes perdidos con una seguidilla de rodillazos en los testículos, encabecé el coro de los noctámbulos cantores de Hamburgo reclamando por la pasma.

Y llegaron. Precedidos por un ulular de sirenas y con las candorosas Walter nueve milímetros en las manos. Lo primero que vieron fue al bebé en el suelo. El cabeza rapada descubría las delicias del aire entrándole lentamente y doblado como una escuadra respondía con manotazos a cualquier intento por moverlo.

– ¿Quién agredió a este hombre? -preguntó uno.

– Nadie. Estos llegaron provocando. Mire cómo me dejaron la cara -dijo el barman.

– Mentira. Entramos a beber una cerveza y el turco se nos echó encima -chilló uno de los bebés.

– Tú, turco. Enséñame tus papeles. Ordenó el que mandaba el rebaño.

– ¿ Por qué?

– Porque yo te lo digo, mierda. ¿No te parece una buena razón?

Con la bofia no debe discutirse, menos aún cuando se presenta en equipo y con los fierros apuntando. Con movimientos lentos metí una mano en el bolsillo interior de la americana y saqué el pasaporte tomándolo con dos dedos. El poli observó con atención la tapa azul del documento. Tal vez sus desconocimientos de zoología le impedían saber que el pájaro del escudo chileno no es una gallina, sino un cóndor, y que el bicho parado en dos patas no es un galgo sino un huemul.

– ¿Por qué tienes un pasaporte chileno?

– Nadie elige donde nace. Yo soy alemán y estos cerdos me pegaron. ¿O es que debo agradecerles el sopapo? -insistió el barman.

– Soy testigo. Le pegaron sin aviso -corroboró Tatiana.

– Nombre -dijo el poli.

– Tatiana Janowsky. Ciudadana polaca.

– ¿Y no teme resfriarse? -consultó el poli señalando la mínima braguita de Tatiana.

– Estaba a punto de presentar mi número de culturismo cuando irrumpió esta banda de cerdos -insistió Tatiana.

– Nos ha insultado, ustedes son testigos. No alcanzamos a entrar en el local y Kanaka se nos echó encima -chilló otro de los bebés.

El poli que llevaba la voz cantante hizo un ademán llamando a la calma y le pasó el pasaporte a otro de rango inferior.

– Ve si el pájaro está limpio y pide una ambulancia para éste -ordenó indicando al bebé que se quejaba en el suelo.

– Entonces, ¿cuál es tu versión de la historia? -dijo indicándome.

– Estos llegaron insultando al establecimiento, le pegaron al barman y, cuando quise pedirles que se retiraran, tropecé y choqué con el señor. Lo siento mucho. Fue una casualidad.

– Naturalmente. Y tiene los huevos en el cuello porque sufre de hipo. Me temo que tendrás que venir con nosotros. Cuestión de rutina.

– ¿Por qué? El se limitó a proteger el prestigio del establecimiento -dijo Big Jim.

– ¿Quién es este breva? preguntó el poli.

– Big Jim Splash. El follador telepático. Americano -informo el barman.

– Tápese o lo detengo por inmoral. Y el chileno nos acompaña al cuartel -enfatizó el poli.

El asunto tomaba un matiz bastante desagradable. La pasma alemana es terriblemente sensible cuando les joden los esquemas. Ahí tenían un claro, nítido, caso de alteración del orden y con un turco culpable servido en bandeja, pero el turco no era turco y hasta tenía un testigo alemán a su favor. Mal asunto, parecía reflexionar el poli, y no se precisaba de una gran sagacidad para adivinarle las intenciones: quería verme un par de horas en una celda y con los cuatro bebés que se sostenían sobre sus patas como compañeros de infortunio.

– Dame tus manitas pidió mostrándome las esposas.

Hay que saber perder. Obedecí, y en ese preciso momento se escuchó la voz del hombre de la silla de ruedas. Habló con un pausado acento suizo y sin moverse del reservado.

– Oficial. Acérquese, por favor. Creo que puedo colaborar para superar este malentendido.

Mientras el poli se aproximaba al inválido entraron los camilleros. Esquivando las patadas y manotazos del bebé lo examinaron.

– Varios dientes perdidos y posible fractura del tabique nasal. Lo demás lo dirán las radiografías -murmuró uno, y lo sacaron todavía doblado sobre la camilla.

El poli al mando regresó del reservado. Estiré las manos, pero me ignoró.

– El pasaporte -dijo al poli que había consultado por mi currículo.

– Está limpio -informó el otro.

– Vamos. Y ustedes, chicos, a divertirse a otra parte -aconsejó a los bebés.

– ¿Y mi denuncia, ¿qué? Esos me pegaron -volvió a insistir el barman.

– Si quiere hacer una denuncia pase por el cuartel. Buenas noches.

Se marcharon. Recién entonces el dueño del Regina se atrevió a abandonar su despacho. El tipo era un monumento al valor.

– Se te pasó la mano. Un golpe es un golpe, pero esta vez fuiste demasiado lejos. Estos escándalos desprestigian el local y ahuyentan a los clientes.

– Su ayuda no pudo ser más oportuna. Gracias.

– ¿Y qué querías que hiciera? No me gustan los líos con la pasma.

– Gracias de todos modos.

El barman se acariciaba la cara con un trozo de hielo. Hizo un gesto de desprecio en cuanto el dueño regresó a la tranquilidad de su despacho.

– ¿Te pongo un trago?

– Un Jack Daniel's con hielo, pero no con ese que estás babeando. ¿Te duele todavía? Algo. Lo hiciste bien. Condenaste a ese cabrón a comer papillas y a sonarse por la nuca. Lástima que no le reventaras los huevos. No le vi sangre en la entrepierna.

– Nadie es perfecto.

– El tipo del reservado hace señas para que te acerques.

Avancé hasta el reservado. Los bávaros se habían marchado luego del incidente, de tal manera que era el único parroquiano. Le calcule unos sesenta años, apenas había probado el champaña y fumaba un grueso cigarro. Al acercarme, el perro salió de debajo de la mesa y me enseñó los dientes.

– Tranquilo, Canalla. ¿Una copa?

– No sé qué le dijo al poli, pero supongo que debo darle las gracias.

– Olvídalo. ¿Puedo tutearte?

– El cliente manda.

– No estuvo mal la exhibición.

– A veces hay suerte. A veces no.

– Juan Belmonte. ¿Sabes que tienes nombre de torero?

– Veo que sabe mi nombre.

– Sé mucho de ti. Mucho.

– ¿Qné hace un inválido como tú en un lugar como éste?

La pregunta le caia cortada al viejo. Ocupaba una silla de ruedas dotada de numerosos botones de mando, y la parte superior de su indumentaria se notaba fina. Aquel viejo no se vestía con los saldos de C amp; A. Lucía manos pequeñas y bien cuidadas. En la ópera no hubiera llamado la atención, pero en un cabaret de mala muerte como el Regina resultaba totalmente fuera de sitio. Lo sentí escudriñándome sin perder una sonrisa cínica. El perro también me observaba.

– Usted me llamó. ¿Qué quiere de mí?

– Hablar largamente. En privado, se entiende.

– A diez metros encontrará un club gay. Lo siento, pero no es lo mío.

– ¡¿Marica yo?! ¡Dios mío! En silla de ruedas y con un tipo dándome por el culo. Parecería una pala mecánica. Y con la verga parada me vería como un tanque. ¡Dios mío!

Le vino un ataque de risa que ahogó con su contundente tos de fumador. El perro, alarmado, gruñó amenazante.

– Tranquilo, Canalla. No pasa nada. Tenemos que hablar, Belmonte.

– Depende del tema.

– De tu pasado, por ejemplo. No me decepciones. Sé que eres ¨chileno y los chilenos son grandes conversadores. Creo que les viene de los indios. Los mapuches elegían a sus jefes en concursos de oratoria.