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que llegue está huérfano de la protección del Altísimo de su mirada que todo lo ve y de su memoria que todo lo conserva. Los peregrinos que jamás volvieron, los comerciantes cuyas caravanas fueron tragadas por el tórrido desierto los navegantes que perdieron el horizonte del mar, los que no tienen sepulturas regadas por dolorosos llantos de viudas, son también piezas de un mosaico creado por la voluntad de Alá, que se dejaron llevar por su mano infalible en busca del lugar propicio, del acomodo exacto. Muchos de ellos habrán encontrado su simétrica eternidad en tierras que ningún otro hombre ha de visitar, pues así lo ha dispuesto el Magnífico. Otros, como yo, indigno de la perfección, no hemos encontrado el justo acomodo, pero un día su infinita generosidad reunirá las partes dispersas. Entonces el mosaico estará completo y los espíritus atribulados y disfrutará del orden del Generoso, del Piadoso, del que está lleno de Misericordia y de Virtudes…"

(Ibn Batutta murió en 1369, en Fez, a los sesenta y cuatro años. Su desolado protector, el sultán, mandó acuñar en su homenaje cien monedas de oro de diez onzas cada una, que debían ser enterradas en cien diferentes cruces de caminos que el viajero recorriera. Pero la voluntad del sultán nunca llegó a cumplirse del todo, y las monedas cambiaron de dueño innumerables veces. En el catálogo del Museo Numismático de Zurich se consigna que el último propietario de las monedas -sesenta y tres de las cien- fue un prestigioso platero de Bremen llamado Isaac Rosemberg, fallecido en 1943 en el campo de concentración de Bergen-Belsen. Las monedas fueron vistas por última vez en Berlín en 1941. Se las conoce como Colección de la Media Luna Errante.)

Segunda parte

Vivir intensamente compensa todo esfuerzo y casi todo sacrificio. Vivir a medias ha sido siempre función y castigo de mediocres.

Rolo Diez, Una baldosa en el valle de la muerte

1 A diez mil metros de altura: reflexiones de un insomne

Luego de la cena proyectaron una película decididamente somnífera, y la mayoría de los pasajeros roncaba bajo las mantas azules de la Lufthansa. Seguí el filme de Indiana Jones sin ponerme los audífonos, deseando que terminara y aparecieran nuevamente en la pantalla los contornos de Europa y Sudamérica separados por un espacio azul. Una línea de puntos suspensivos indicaba el curso del avión. Volábamos muy cerca de unas manchas identificadas como el archipiélago de Cabo Verde, y yo sentía que cada uno de aquellos puntos era un eslabón más de la cadena que me ataba a una aventura de la que dudaba salir bien parado.

Dos días antes de partir tuve la última entrevista con Kramer. Aquél fue uno de esos días de sol inútil que sin embargo llenan las calles de Hamburgo de sujetos extasiados ante la confirmación de que el viejo astro sigue brillando todavía.

Me citó en los jardines de Planten und Blumen, un gran parque que nace en el centro y termina en las inmediaciones del puerto. La cita era a las nueve de la mañana y, cuando llegué, él ya estaba allí disfrutando de un espectáculo denigrante y de las putadas que le dirigía una abuela tan furiosa como horrorizada, porque el asqueroso perro del inválido se estaba cepillando a su perrita.

– Viejo degenerado, ¡haga algo para que su bestia suelte a mi animalito! -dijo la abuela esgrimiendo un bolso que no estrelló contra la cabeza de Kramer, como eran mis deseos.

– Mi buena señora, no se pueden frenar los instintos -respondió el inválido con una sonrisa cínica.

– Señor, por favor -me suplicó la abuela cuando me acerqué; quise darle una patada al perro, aprovechando que gemía, ocupadísimo, pero no tuve suerte pues en ese mismo momento se desacopló de la perrita. Con la roja verga todavía erguida como un cuerno se sentó en el suelo y desde ahí me enseñó los dientes.

– Gracias. Sé que a ustedes el Corán les prohíbe estas inmundicias -dijo la abuela y se alejó con su mascota denigrada.

– No te metas en los asuntos de Canalla. Es un buen consejo -saludó Kramer.

– ¿Cuántas razas ha degenerado su esperpento?

Vamos a desayunar. Canalla se ha ganado un refrigerio.

Ocupamos una mesa al aire libre. También Kramer sentía la necesidad de mentirse jurando que aquel sol le calentaba los huesos. Pidió dos jarras de café con magdalenas y ordenó que al perro le sirvieran una tortilla de soja.

– La soja es un gran reconstituyente sexual. Los chinos saben mucho de estas cosas.

– Por mí, que le den veneno a su perro de mierda.

– Tú y Canalla llegarán a quererse. Estoy seguro. ¿Tienes los pasajes?

– Sabe muy bien que los tengo.

– Sólo trato de ser amable. Veamos: ¿cuál es tu misión?

– Viajar a la Tierra del Fuego. Encontrar a un tal Hans Hillermann y convencerlo para que devuelva sesenta y tres monedas de oro. Todo muy fácil, salvo que un tipo al que llaman el Mayor haya llegado antes y ya no existan ni Hillermann ni las monedas.

– No ha llegado. No se ha movido de Berlín. De eso quería hablarte, Belmonte. Contraté a un detective privado y di con el famoso Mayor. Es un ex oficial de inteligencia de la RDA que ahora dirige un negocio inmobiliario.

– Un ex oficial de inteligencia. Hay otro hombre en camino. Tal vez viene de vuelta.

– Es posible. En todo caso te obliga a actuar muy rápido. Sé y comprendo que quieras ver a Veronica…

– No la nombre, Kramer. No quiero escuchar en su hocico el nombre de mi compañera.

– ¡Quieto, Canalla! Está bien, pero no grites, Belmonte, que el perro se pone nervioso. Escucha: lo que tenga que ver con tu vida personal lo harás una vez cumplida la misión. He cambiado tu vuelo de Santiago a Punta Arenas. En el aeropuerto de Santiago estarás dos horas y enseguida proseguirás rumbo al sur. Lo he arreglado todo y debes retirar el billete de la línea aérea nacional en el mismo aeropuerto. Vas a llegar antes que el otro, Belmonte. Vas a ganar la partida. Debes ganarla y sabes por qué.

Y vaya si lo sabía. Desde el primer encuentro Kramer intentó dar a entender que me tenía en sus manos. Consiguió que la pasma me borrara la retaguardia, la condenada infraestructura de las fábulas guerrilleras, y me quedara en el limbo de los descolgados, de los que no tienen adónde ir, de los que se quedan nada más que con los principios y no saben qué diablos hacer con ellos. En aquella oportunidad me tuvo realmente por las cuerdas. Mis principios empiezan y terminan en Verónica. Tienen su nombre, y todo lo que hice y hago conduce a satisfacer sus mínimas necesidades. Ignoro si Kramer desestimó mi pasado al pensar que me metía en un callejón cuya única salida vigilaba sentado en su silla de ruedas, o si todo lo hizo para comprobar que los hombres como yo pensamos mejor cuando lo hacemos aprisa, apremiados por el cerco que se estrecha. Evaluar la situación sobre la marcha, decíamos en la vieja jerga, y eso hice mientras caminábamos por la orilla del Elba. Me ponía contra

las cuerdas porque me necesitaba. Recurría al chantaje, ergo los dos teníamos algo que ganar o que perder. Y además citaba una bonita suma de dinero como premio a mis servicios. En Nicaragua aprendí algo de Edén Pastora, uno de los mejores guerrilleros de la historia: las retiradas difíciles resultan cuando se disfrazan de ataques masivos.

– Está bien, Kramer. Haré lo que me pida, pero tengo un precio.

– Veamos. Todo se puede negociar.

– Su dinero me interesa un carajo. Quiero algo más: voy a cumplir con la misión, tendrá las malditas monedas, pero usted se encarga de traer a Verónica a Europa, al mejor centro médico para enfermedades psíquicas.

– De acuerdo. La mejor clínica suiza.

– No, danesa. En Copenhague está el mejor centro para víctimas de la tortura. Cueste lo que cueste.

– Acepto. En cuanto vea las monedas sobre mi escritorio empiezo a organizar el viaje de tu compañera. Cueste lo que cueste.

Los puntos suspensivos avanzaban lentamente sobre la mancha azul, como trazando un puente entre las dos orillas. Una azafata me preguntó si acaso tenía dificultades para dormir y me ofreció antiparras. Le pedí un Jack Daniel's con hielo y con el vaso en la mano empecé a recordar la salida de Hamburgo. Habían pasado apenas ocho horas y me resultaba como si hubiese ocurrido en otra vida de la que apenas conseguía retener detalles.

Pedro de Valdivia fue a dejarme al aeropuerto. El petisito quedó instalado en mi piso con instrucciones precisas.

– Entonces, ya sabes; si no regreso en dos semanas, vendes todo lo que puedas vender y el dinero lo giras a la dirección que te he dejado.

– No se preocupe, jefe. Usted va a volver. No sé por qué viaja a Chile, pero le irá bien. Yo no hago preguntas, jefe.