Me llevó en el Volkswagen hasta una parada de taxis. Al despedirnos me entregó una tarjeta con la indicación de llamarlo a las ocho de la tarde. En la tarjeta se leía su nombre y, más abajo: "Investigador Privado".
Lo llamé por la tarde según convenimos. Curiosos, los mexicanos. Cuando dicen que sí, es definitivo.
– Lo haremos mañana. Paso a buscarlo al hotel a las seiscientas, como decía el general Patton.
– De acuerdo. Supongo que tiene una herramienta para mí.
– ¿Cuál es su número de la suerte?
– Nueve largo.
Por la noche llamé a Rabat y le conté a Salem cómo iban las cosas. El hijo del desierto me dijo que por su lado todo marchaba según lo convenido.
Al día siguiente, poco después del amanecer, cerca de un bungalow hollywoodiense, en el D.F., tres hombres vistiendo monos amarillos y cascos de seguridad esperaron hasta que de la casa salió un automóvil con tres personas en el interior. Entonces bajaron de la camioneta. Uno era el tuerto, el otro, un muchacho muy ágil y el tercero, yo. El tuerto se dirigía al muchacho llamándole "Vecino".
El Vecino no tocó el timbre, se pegó a él hasta que un ropero de tres cuerpos se acercó trotando hasta la puerta. La culata nacarada de una cuarenta y cinco asomaba de su cintura.
– ¿Qué pasa? -preguntó el ropero.
– Abra la pinche puerta que tenemos que encontrar el escape de gas y apúrese que si no lo encontramos a tiempo vamos a tener una explosión madre y va a volar medio efe, ándele y abra de una vez.
El ropero picó. Los discursos sin comas son infalibles. Entramos. El vecino no dejó de dar voces de alarma hasta que acudieron otros dos guardaespaldas todavía con los ojos legañosos, y un par de mucamas.
– ¡El escape viene de la casa y es peor de lo que pensamos! -gritó el vecino siguiendo los dictados de un amperímetro que hacía funcionar como un contador Geiger.
Entramos al bungalow a la carrera y, cuando vimos que los tres matones y las mucamas también estaban dentro, sacamos las herramientas. El tuerto manejaba una cuarenta y cinco negra, el vecino un treinta y ocho de cañón recortado y yo me sentí bastante seguro con la Browning nueve milímetros largo.
– Esta bola de cabrones y las chamacas le pertenecen, vecino. Nosotros vamos a ver al viejo -indicó el tuerto y nos lanzamos a patear puertas.
Wolfgang Obermeier, alias Ernesto Schmidt, alias César Braun, en todo caso, ex comandante de las SS hitlerianas estaba sentado en la cama y comiendo una toronja a cucharadas.
El tuerto permaneció en la puerta del dormitorio repartiendo su único ojo entre el pasillo y la habitación. Salté a la cama del viejo nazi y le cambié la cuchara por el cañón de la pistola. Obermeier empezó a temblar con ojos desorbitados. Babeaba el cañón de la Browning sin el menor respeto por la industria belga.
– Escucha bien, viejo cerdo. Vas a ver la foto de un hombre que tiene muchas ganas de saber tu dirección.
Saqué del bolsillo la fotografía de un hombre vestido con uniforme del ejército israelí, que enseñaba unos números tatuados a fuego en un brazo. El viejo nazi miró la foto y, tal como dijera Salem, estuvo a punto de cagarse. Babeando farfulló unas palabras incomprensibles.
– Quítele el cañón de la boca. ¿No ve que el cabrón quiere hablar? -aconsejó el detective tuerto desde la puerta.
Antes de sacar el cañón de su boca lo tomé del escaso pelo. El viejo nazi temblaba como un perro.
– ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?
– Hijos del desierto. Pero nos gustan los chicos del Mosad.
– Mi familia…, mi familia… -balbuceó.
– Tu familia me importa un huevo. Para las orejas: vas a llamar de inmediato a tu agente en Luxemburgo. Lo vas a despertar, pero así es la vida.
Obermeier se dejó arrastrar hasta el escritorio.
– Parlante abierto. Yo también quiero escuchar. Y ojo con lo que dices, que hablar alemán es una de mis virtudes.
Sudando marcó el mismo número luxemburgués que Salem me entregara en Rabat. Pasaron algunos segundos hasta que se escuchó una voz somnolienta respondiendo en alemán.
Ja? Hal Jo?
– Soy yo…, Braun.
– ¡Herr Braun! ¿Ocurre algo?
Le metí el cañón en la oreja libre.
– Dile que se asome a la ventana que da a la Marienplatz. Abajo verá a un ciclista reparando su bicicleta. Que lo llame y le abra la puerta.
Obermeier obedeció. El del otro lado empezó a hacer preguntas, pero el cañón de la pistola aplastando una oreja del viejo nazi le hizo recuperar la voz de mando y exigió obediencia.
Tres minutos más tarde el luxemburgués informó que el ciclista estaba arriba. Hablé con él en español.
– Saludos de México.
– Saludos del oasis -respondió.
Le devolví el teléfono a Obermeier.
– Dile que haga una orden de pago por cuatrocientos mil dólares.
– Pero sólo recibí la mitad -farfulló.
– ¿Y los intereses? -dijo el detective tuerto desde la puerta.
Con varios milímetros de cañón metidos en la oreja dio la orden al luxemburgués. Pasados unos minutos hablé de nuevo con el tuareg.
– ¿Tienes el pastel?
– Chorreante de crema. Salgo a degustar.
Ahora, cabrón, dile a tu socio que lo acompañe hasta la puerta, que espere hasta que se haya marchado y que regrese al teléfono.
A los cinco minutos el luxemburgués estaba nuevamente al aparato. No cesaba de preguntar qué más debía hacer.
– Dile que tome un libro. Cualquiera.
El luxemburgués dijo que tenía La montaña mágica sobre la mesa.
Eran las ocho de la mañana cuando el luxemburgués empezó a leer la obra de Thomas Mann por teléfono. El detective tuerto fue hasta el cuarto donde el Vecino custodiaba a los tres matones y a las dos mucamas y regresó con ellos. Era una bonita tertulia que se prolongó hasta la una de la tarde pese a que el luxemburgués leía pésimamente. A la una y cinco ordené a Obermeier que colgara y llamé a Rabat. Se notaba a Salem eufórico.
– Cobrado. Si alguna vez caes por acá lo celebraremos.
– Prometido, hijo del desierto.
Antes de salir hicimos un buen paquete con los matones y a las mucamas las dejamos en un cuarto de aseo. Obermeier temblaba de miedo, bronca e impotencia. Se atrevió a lanzar una pregunta mientras lo atábamos a una silla.
– ¿Me entregarán a los judíos?
– Nosotros jugamos limpio. Yo te volaría los sesos, pero con eso nos echaríamos encima a la pasma. Y no te entregamos a los judíos por una sola razón: porque vas a negociar con ellos todo lo que sabes de los palestinos.
Salimos del bungalow y montamos en la camioneta. El Vecino opinó que no estaba mal la cosecha de cuarenta y cincos. El detective tuerto manifestó su preocupación por la cuenta de teléfono que le dejamos al viejo nazi.
Sí. Aquel tuerto era el único detective privado que conocía, y pensé qué bueno sería tenerlo a mi lado en Chile.
El cansancio me venció apenas despegamos de Buenos Aires, y juraba que recién me disponía a dormir esa última placentera hora de vuelo cuando sentí que alguien me metía un codazo en las costillas. Abrí los ojos y me enfrenté al gordito que me tocó por compañero de asiento.
– ¿Qué pasa? -pregunté sin saber si estaba despierto.
– ¡Mire! ¡Mire! -respondió el gordito tratando de perforar la ventanilla con un dedo.
– ¿Qué? -dije medio pensando en un motor en llamas.
– La cordillera de Los Andes. ¡Estamos en Chile!
Gordo de mierda. Me quitó el sueño. Dejé el asiento y caminé como un pelícano hasta el lavabo. Ahí me miré en el espejo. Carajo, Belmonte.
Cuando saliste de Chile no tenías ni una cana, y ahora te ves con la cabeza dividida en dos colores, como si una parte fuera un negativo mal conservado de lo que fuiste, y la otra una copia aún peor de lo que eres.
2 Santiago de Chile: un cascanueces sajón
El cascanueces de madera miraba la sala desde la parte más alta de una estantería. En su desmesurada boca abierta enseñaba dos hileras de dientes parejos y blancos. Los dientes superiores estaban pintados bajo un grueso labio púrpura, y los de abajo tallados en un extremo de la palanca que hacía de maxilar inferior. La palanca le cruzaba el cuerpo, salía por la espalda como una floja joroba colgante, y bastaba con moverla hacia arriba para que el maxilar bajara abriéndole la boca hasta la mitad del pecho. Otro movimiento de la palanca, esta vez hacia abajo, le cerraba la boca y la poderosa quijada destrozaba la nuez o lo que tuviera adentro.
Medía unos cuarenta centímetros de alto y representaba a un farolero sajón, altivo y disciplinado, de esos que existieron hasta que los bombarderos aliados sepultaron Dresden en 1945. En la cabezota hidrocefálica llevaba una chistera negra, y en el cuerpo le habían pintado un gabán azul, con botones, charreteras y bocamangas doradas. Unos pantalones blancos con ribetes azules y botas de montar negras completaban su indumentaria. En la mano derecha sostenía una larga vara con la punta plateada y en la izquierda un farolillo sexagonal. De las cortas alas de la chistera sobresalían mechones de crin de caballo, y un mostacho puntiagudo al estilo kaiser, pintado bajo la prominente nariz, terminaba la personificación del monigote. Se veía inútil y atónito. Como cualquier exiliado.
– El Bocazas se vino conmigo -dijo Javier Moreira indicando el cascanueces.