Griselda terminó de asar la carne y al volverse hacia el viejo lo vio con los ojos cerrados, con una expresión de serena complacencia que nunca antes le viera.
– Está listo el asado. Venga a la mesa.
– Traiga. Voy a comer en la cama.
– Va a ensuciar las sábanas, don Franz.
– No se meta con mi cama y yo no se mete entre tus piernas. ¿O sí, vieja caliente?
– No se ponga grosero, don Franz. O me voy ahora mismo.
– Son bromas, vieja burra. Ya no troto. La pobre pija sólo sirve meando y a veces le cuesta. Sirva asado y toma vino conmigo, vieja clueca.
El viejo comió con apetito envidiable. Una tras otra devoró las doradas costillas y, pese a las miradas reprobatorias de Griselda, se limpió los engrasados dedos en la sábana. Bebió tres vasos de vino y se mostraba algo achispado al ordenar a la mujer que le sirviera otro y girara una vez más el disco.
Griselda obedeció. Giró la manivela del magneto, le dio vuelta el disco, echó un par de leños a la chimenea y al regresar frente al viejo lo encontró tarareando el estribillo de la canción.
Aufdie Repperbahn nachts um halb eins… ¿Sabes quién canta, vieja patagona?
– Como voy a saberlo, don Franz.
– Hans Albers. Era como Carlitos Gardel. Las mujeres se meaban por él.
– ¿Y de qué habla la canción, don Franz?
– De una calle de Hamburgo con más putas que ovejas aquí. Linda calle. Muy linda calle.
– Usted está bien raro, don Franz. Y cochino. Será mejor que no tome más vino.
– Son bromas, vieja bigotuda. Toma vino también. Tenemos que hablar, pero antes repita qué dijo tu hijo.
– ¿Otra vez? Se lo he dicho veinte veces.
– No importa. Repita, vieja lora.
Griselda se alisó el delantal. Bebió un sorbo de vino y una vez más le refirió que al correo de Punta Arenas, donde trabajaba su hijo, había llegado un extranjero consultando por la localización del Puesto Postal número cinco de la Tierra del Fuego. Y el extranjero había preguntado por un tal Hillaman, o Halmann, de eso no estaba segura.
– Hillermann, vieja sorda. Hillermann.
– Puede ser. Los de por acá tenemos nombres de cristianos. ¿Por qué se preocupa tanto? El afuerino no mencionó su nombre. Mi hijo le contestó que conoce a muchos gringos, pero a ninguno que se llame así.
– El disco, vieja malaspulgas.
Griselda obedeció una vez más. De la mesa de la victrola fue hasta la chimenea para poner la tetera sobre las brasas. Mientras cambiaba la yerba mate sacudiendo la calabaza se volvió hacia la cama. El viejo estaba nuevamente de espaldas, contemplando las brillantes calaminas del techo.
"Son raros estos gringos", pensó Griselda, "mire que ponerle techo de establo a la casa." El viejo le enseñó el vaso vacío.
– Griselda, ¿hace frío afuera?
– Empieza. El estrecho se puso azul oscuro y hoy vi dos avutardas volando para el norte.
– ¿Cuántos años me conoce, vieja tonta?
– ¿Veinte? ¿Más? Acababa de enviudar cuando usted llegó a reparar las máquinas del aserradero. Unos veinte años, más o menos.
– Escucha, vieja burra, y no me discuta: si un día yo muero, todo esto, casa, ovejas, parcela, es tuyo. El notario de Porvenir sabe. El doctor s Aguirre también. Todo tuyo, así que no te dejas " robar, vieja boluda. El caballo es de tu hijo. Tú no das paja al pobre matungo. Contigo muere de hambre. Tú das pura sopa. ¿Entiende?
– No diga esas cosas, don Franz. Trae mala suerte que el guanaco reparta el pellejo antes que lo agarre el cóndor.
– No discuta. Todo tuyo. Pero yo pone una condición: nunca debes vender ni botar la casa. Tampoco cambiar techo. La casa es mi monumento. Cuando mueras, la dejas a tu hijo. El sabrá qué hace.
– Usted me asusta, don Franz. Espero que no tenga secretos sucios, que no sea como don VValter Rauff, el caballero ese de Punta Arenas. Vinieron muchos tratando de llevárselo a la fuerza. Dicen que eran judíos y que venían en submarinos. Hasta muertos hubo de por medio.
– Pero no lo agarraron. Mala cosa. El viejo ordenó a la mujer que le diera vuelta una vez más el disco. Recostado, encendió la pipa y sonrió al descubrir el sabor picante mezclado con el aromático tabaco danés. Allí estaba la mano protectora de Griselda, quien a hurtadillas le colaba pizcas de boñigas de caballo en la latà. Como todos los patagones y los fueguinos, Griselda atribuía grandes virtudes antirreumáticas a las boñigas de equino, y si no se las metía en el tabaco lo hacía en la yerba mate.
Fumando, el viejo miró detenidamente los objetos que lo acompañaban desde hacía más de veinte años. La mayoría de ellos, como la casa misma, provenían de su ingenio y de sus manos hábiles. La casa era una amplia nave construida con los restos de un velero yanqui que había naufragado en los arrecifes de Cabo Cameron. Buenas y nobles maderas de Oregon que servían de paredes con las junturas convenientemente calafateadas, y las tablas de la cubierta, pulidas por las olas de todos los mares, hacían de cálido suelo. La vivienda medía unos setenta metros cuadrados. La puerta principal estaba orientada al suroeste, mirando hacia Bahía Inútil, y la trasera al noreste, con vista a los Altos del Boquerón. Un muro divisorio levantado con los paneles del infortunado velero separaba la bodega de la vivienda y, en ella, una chimenea de piedra laja tan alta como un caballo hablaba de plácidos inviernos mientras afuera la nieve lo cubre todo. En la parte posterior, un sendero de tablones
bordeado de manzanos conducía hasta el retrete. Era una de las mejores casas de la región, alhajada ahora con un techo nuevo de relucientes calaminas. El viejo esbozó una sonrisa al sentir que empezaba a despedirse de ella sin el menor asomo de dolor.
– Pueden venir, cabrones. Estarán muy cerca de lo que buscan, pero no conseguirán encontrarlo porque ustedes no saben más que mirar en las cloacas -murmuró en su antiguo idioma y observó a la mujer dando cabezadas en la silla.
– Griselda.
No respondió. Dormía sentada con las manos enlazadas sobre el regazo. Sí. La conoció hacía veinte o más años. Recordó aquel tiempo cuando hastiado de vivir como un cormorán viejo en el cabo sur de la Isla Navarino, decidió que ya se había ocultado demasiado tiempo, que la pesada fortuna guardada en una caja de latón empezaba a no ser más que una molesta ironía del destino, y se trasladó a la Tierra del Fuego para ejercer de mecánico en el aserradero de Lago Vergara.
Nadie hacía ni hace preguntas en la Tierra del Fuego. Todo afuerino que llega hasta esos confines lo hace escapando de otros, de algo, o de sí mismo. El pasado no existe en esas latitudes.
Vivió un par de años en el aserradero, entre hombres nobles y fugitivos de la ley, hasta que un día, recorriendo Bahía Inútil, descubrió los restos del velero, y la recia textura de aquellas maderas le indicó que era hora de levantar una casa.
Alguien le dijo entonces que la soledad era mal vista y le mencionó a Griselda, la viuda de Abel Echeverría, un buzo marisquero que cierta aciaga mañana descendió a los bancos de cholgas del fiordo Almirantazgo y volvió a salir a la superficie tres meses más tarde, envuelto en media tonelada de hielo y treinta millas más al sur. Allí lo encontró Nilssen, un viejo que vive vagabundeando por los mares australes en un cúter ya legendario, el Finisterre. Nilssen y su socio, un gigantesco alacalufe al que llaman Pedro Chico, lo remolcaron de regreso a Puerto Nuevo y, como era invierno, lo sepultaron en el mismo ataúd de hielo en el que lo encontraron.
Al viejo Franz le llevó sus buenos años romper la resistencia de la viuda y, cuando por fin en una corta noche de verano consiguió ser aceptado entre sus sábanas, los dos descubrieron que sus vidas estaban demasiado impregnadas de recuerdos que obligan ál silencio y que lo único que podían hacer juntos era tratar de construir recuerdos nuevos, limpios de la infección de la distancia y que, cuando se consiguen, ofrecen el más cálido de los amparos. Como eso toma tiempo, se decidieron por una relación entre gringo solo y ama de casa puertas afuera, que la mujer legitimaba tratándolo invariablemente de usted.
– ¡Griselda, vieja foca!
– Sí, don Franz…, disculpe. Parece que me dormí.
– Qué macana. Me vea la pija y quiere meterse en mi cama.
– Usted está intratable, don Franz. Será mejor que me vaya. Mañana le cambio la ropa de cama, mire cómo la dejó de grasa.
– ¿Hace frío afuera?
– Sí. Ya le dije que el estrecho cambió de color. Cualquier noche nos cae la primera helada.
– Pobres pajarracos.
– ¿Pajarracos? ¿Qué pajarracos?
– Los chimangos. Cuando fui al camino vi volar a dos y, al cambiar el techo, volví a ver a varios. Deben de pasar frío allá arriba.
– Le dejo la tetera puesta y el mate cebado.
Antes de salir, la mujer se echó encima un grueso poncho y se cubrió la cabeza con un gorro de lana. Le dio las buenas noches tirando un par de leños a la chimenea y cerró la puerta tras sus pasos.
El viejo escuchó el alegre ladrido del perro de Griselda. Bajó de la cama, se acercó a la ventana deseando verla alejarse montada en la dócil yegua tordilla, pero el vidrio sólo le ofreció el reflejo de su propia imagen cansada.
Hans Hillermann se sirvió otro vaso de vino. Se echó una campera sobre los hombros, arrastró una silla y se sentó frente a la chimenea. De un bolsillo de la campera sacó la carta que recibiera siete días atrás. La leyó por última vez y la arrojó a las llamas.