Entendí. Por entender, tuve que renunciar a mi recién adquirida nacionalidad nicaragüense, a mi nueva identidad, volver a ser chileno, a llamarme Juan Belmonte y a salir de Centroamérica. Pero por lo menos puedo contarlo. Otros no tuvieron la misma fortuna y desaparecieron en las mazmorras argentinas, paraguayas, uruguayas, porque Galo se encargó de devolverlos a sus países de origen.
Empezaba a sentir simpatías por el asesino de Galo cuando un detalle del periódico me inquietó. Junto a la toma que enseñaba el primer plano de su rostro había otra, de la habitación, que lo mostraba de cuerpo entero junto a una silla derribada.
A escasa distancia de sus pies se veía una estantería, y en la última tabla de arriba asomaba una figura que me pareció familiar.
Los detalles de la foto eran borrosos. Volví al edificio del aeropuerto y fui directamente al puesto de prensa. Aliviado vi que tenían anteojos de lectura. Compré un par, y entonces la imagen amplificada me permitió reconocer al monigote: era un cascanueces de madera. Un típico cascanueces sajón.
No me gustó. Y siempre que algo no me gusta mis neuronas empiezan a hilar fino.
La información del periódico decía que Galo trabajaba en un parvulario desde hacía dos años. Eso significaba que regresó a Chile durante la dictadura. En 1980 era un tipo joven que reunía experiencia y hacía méritos. Luego de su trabajo en Nicaragua el Partido tenía que haberlo movido a un país socialista de los duros. A Cuba no. Los latinoamericanos siempre terminamos por encontrarnos para saldar las viejas cuentas, y los colombianos de la Simón Bolívar que consiguieron salir indemnes de Nicaragua se la tenían jurada. A Cuba no. Tampoco a China o a Corea. Los camaradas de ojos rasgados comerciaban con Pinochet. Tampoco a la URSS. En ese mismo año 1980 el PCUS congeló la preparación militar de los chilenos. Los soviéticos descubrieron que el aparato militar del partido comunista estaba infiltrado por la dictadura. Tampoco a la URSS. El trabajo realizado en Nicaragua hizo a Galo merecedor de un premio, y el único lugar donde podían dárselo era Cottbus la academia de
inteligencia militar de la RDA. Aquel cascanueces sajón insistía en probarme que Galo estuvo en Cottbus y, de paso, en llenarme de interrogantes: si Galo pasó por Cottbus, ¿conoció al Mayor? ¿Era el hombre del Mayor en Chile? Si todo esto se confirmaba, el cadáver de Galo auguraba dificultades que ni Kramer ni yo supusimos.
– Quiero cambiar mi vuelo a Punta Arenas -dije a la chica de la aerolínea.
– ¿Cuándo quiere volar, señor?
– Mañana, o pasado.
– Le haré reservaciones, señor Belmonte. Pero por favor, si no vuela, cancele varias horas antes de la salida del avión.
– Gracias. Muy amable.
– De nada. Estamos en democracia.
Santiago. Qué ciudad tan fea. El sol pegaba como un castigo a las doce del día. Salí del metro a la Gran Avenida, justo a pocos metros de la calle Ureta Cox. No sabía qué buscar en la vivienda de Galo, pero iba seguro de encontrarlo. Frente al edificio había una fábrica. Varios obreros con monos azules se reunían en un quiosco de refrescos. Me acerqué y pedí un helado.
– Putas, qué calor hace -dijo un petisito que me recordó a Pedro de Valdivia.
– Así es. Hace más calor que la cresta -respondí sorprendido de recuperar el idioma chileno.
– Y uno trabajando, como huevón -agregó el petisito.
– Hay que trabajar.
– Claro. ¿Y usted? ¿En qué se las machuca?
– Soy cobrador de una mueblería. Espero a un cliente que vive ahí enfrente.
– ¿Allí, donde se cargaron a un tipo?
– Allí mismo. Qué extraño que no se ven policías.
– Hay. Dejaron a un par de carabineros, pero ahora están almorzando en el bar de la esquina.
Subí los escalones de dos en dos. La puerta 3-C estaba sin llave, como si el cinturón de plástico del precintado judicial sirviera de barricada. Entré. Lo primero que vi fue la silueta de Galo marcada con tiza en el suelo. Fui directo a la estantería y tomé el cascanueces sajón. Lo di vuelta. Tenía una dedicatoria en alemán: "Genosse Moreira wir wererden siegen. Berlín, 7. November 1985". Compañero Moreira, venceremos. ¿Se movió con esa chapa en la RDA? Recuerdo del día de la revolución bolchevique. Recorrí las habitaciones buscando lo que no sabía, hasta que de pronto decidí que estaba actuando estúpidamente. "Vamos, Belmonte", me dije, "¿dónde tendrías el barretín?"
Me envolví un puño con una toalla y rompí el espejo del baño. No fue difícil dar con el ladrillo suelto. En el barretín encontré una baqueta para limpiar un cañón calibre nueve, una lata de aceite Walter, y una llave con la inscripción: Correos DE CHILE 2722.
Salí de allí caminando con calma. Al parecer los carabineros disfrutaban de un buen almuerzo.
Al llegar a la esquina de la Gran Avenida con Ureta Cox pensé que me bastaba con subir al metro y en cinco minutos estaría frente a la casa de la señora Ana. ¿Reaccionaría Verónica? ¿Sería amor, como si despertaras de un largo sueño? ¿Me llenarías de preguntas? ¿Sería yo capaz de responderlas? Con la llave en una mano entré a un restaurante.
– ¿Qué va a ser? -saludó el mozo.
– El menú. ¿Qué hay?
– Pastel de choclos, ensalada, asado con papas fritas, vino o agua.
– Asado.
– No. El menú es todo eso, además del postre se entiende.
Me sorprendió comprobar que no sentía el cansancio de las horas de vuelo y que además comía con voracidad. "Vaya, Belmonte. Parece que sigues siendo chileno", me dije trinchando carne asada.
"Galo", "Moreira", o como se llamara, debía de tener alquilada la casilla en un correo de barrio, pero no en el suyo. Tampoco cerca del trabajo. Que la llave estuviera oculta en el barretín hablaba de la importancia de la casilla. Debía de ser en un correo de gran movimiento, pero no en el central. Antes de pagar pedí una guía de teléfonos y miré la larga lista de correos santiaguinos.
En el correo de la Avenida Matta, que elegí por el comercio que lo rodea, no resultó. La llave no correspondía. En el correo del mercado central, tampoco. Inteligente, Galo. Me llevó tres horas dar con el correo preciso. Funcionaba en un edificio compartido con un municipio, un banco y un centro comercial.
Abrí la casilla. La urna estaba vacía. Luego de echar una mirada al personal decidí intentar un blu£ Me acerqué al funcionario de más edad.
– Señor, disculpe, ¿cómo se llama la señorita nueva?
– ¿Cuál? Hay dos nuevas. ¿La rubia?
– No. La otra.
– Ah, Jacqueline. Se llama Jacqueline.
– Gracias. No me acordaba. Gracias.
– Claro, como es tan nueva…
Bendita la costumbre que obliga a los funcionarios a llevar una placa de acrílico con sus nombres.
Me acerqué a la ventanilla que atendía "J. Gatica" para seguir con el blu£
– Señorita, ¿puede ayudarme?
– Diga, señor.
– Tengo una casilla aquí y estoy esperando una carta de Alemania. Es de mi hermano, ¿sabe?, y en ella vienen documentos importantes. Lo extraño es que ayer hablé por teléfono con mi hermano y me dijo que mandó la carta hace como dos semanas. ¿Qué habrá pasado?
– ¿Cómo es su nombre?
– Bonifacio Prado Cifuentes, casilla 2722.
"J. Gatica" se levantó y consultó un grueso cuaderno. Anotó algo en un papel y regresó a su puesto.
Ya recibió la carta, señor Prado. La pusimos en su casilla hace nueve días. Venía de Berlín, Alexander Platz, y el remitente respondía a las iniciales W.S.
– Qué cosas. Tal vez la retiró mi mujer y se olvidó de dármela.
– Eso debe ser, señor Prado.
Santiago era para mí una ciudad nueva en muchos aspectos. Algunos me alegraron, uno de ellos fue la proliferación de centrales telefónicas en las estaciones del metro. Cinco de la tarde en Chile. Diez de la noche en Hamburgo. Kramer esperaba mi llamada desde la Tierra del Fuego a la medianoche. Me adelanté.
– ¿Belmonte? ¿Cómo va todo? ¿Dónde estás?
– Creo que nada va. Estoy en Santiago.
– ¡Qué diablos pasa?
– Escuche, Kramer: quiero que use sus relaciones con la pasma grande. Quiero que averigüe si tienen algo sobre un tipo de iniciales W.S. Creo que es el hombre del Mayor.
– Está bien. Busca un hotel y me llamas enseguida.
Los ordenadores de la pasma grande funcionaron con gran efectividad en Alemania. La llamada de Kramer la recibí a las ocho de la noche en un cuarto del Hotel Santa Lucía. Al inválido se le notaba eufórico.
– ¿Belmonte? ¡Bingo!
– Escupa de una vez.
– W.S. Werner Schroeders. Esa era la chapa de un oficial de inteligencia de la RDA en la base de Cottbus. Se llama en realidad Frank Galinsky, y eso no es todo: voló hace cuatro días a Santiago de Chile. Mañana sales a la Tierra del Fuego. No hay tiempo que perder.
– Hay un problema, Kramer.
– ¿Cuál?
– El tipo tiene una pistola nueve milímetros.
– Imposible. Nadie mete armas en los aviones de Lufthansa.
– La compró aquí. Y mató al vendedor.
– Tenemos un trato, Belmonte. Mañana me llamas desde el sur.
– Cumpliré con lo pactado, Kramer. Pero voy a actuar a mi manera.